VACACIONES DE PASCUA
—La palabra más bonita de todo el diccionario es «vacaciones» —dijo Dick tomándose una cucharada de mermelada—. Pásame una tostada, Ana, ¿quieres? Oye, mamá, ¿te fastidia mucho tenernos de nuevo a todos en casa?
—Desde luego que no —replicó su madre—. Lo único que realmente me preocupa cuando llegan las vacaciones es la comida. La Comida con ce mayúscula. Cuando estáis aquí los tres, nunca hay suficiente. A propósito, ¿sabe alguien qué ha pasado con las salchichas que había en la despensa?
—Salchichas… Salchichas… A ver…, déjame pensar —dijo Julián haciéndose el remolón.
Ana le dio un puntapié por debajo de la mesa. Los tres sabían perfectamente lo que había pasado con las salchichas.
—Bueno, mamá. Anoche dijiste que nos preparásemos la cena nosotros mismos porque tú tenías que salir —dijo al fin Julián—. Las salchichas era lo que más nos apetecía y por eso nos las comimos.
—De acuerdo, Julián. ¡Pero un kilo…! Ya sé que vino Jorgina a pasar la tarde con vosotros. Pero aun así…
—Se trajo a Tim, mamá —intervino Ana—. Y ya sabes que a él le encantan las salchichas.
—¡Bravo! Pues es la última vez que dejo la puerta de la despensa abierta cuando me vaya —decidió su madre—. No me parece bien utilizar esas salchichas tan estupendas para que se las coma un perro. Y nada menos que Tim, con el hambre que tiene. Desde luego, Ana… Y yo que pensaba servirlas hoy para comer…
—Bueno, nosotros habíamos pensado irnos a pasar el día a Kirrin, con Jorge y Tim —dijo Dick—. Claro que siempre que tú no nos necesites para algo.
—Pues sí que os necesito —respondió su madre—. La señora Layman vendrá esta tarde a tomar el té y me ha dicho que quería veros para no sé qué.
Los tres se apresuraron a protestar. Dick estaba furioso.
—¡Caramba, mamá! El primer día de vacaciones, y tener que quedarnos en casa a tomar el té —gruñó—. ¡No hay derecho! ¡Con el día tan bueno que hace…!
—No te preocupes, mamá, nos lo pasaremos bien de todas formas —la tranquilizó Julián, dándole con el pie a Dick por debajo de la mesa al ver su cara de disgusto—. La señora Layman es muy simpática. Cuando éramos pequeños siempre nos daba caramelos.
—Y nunca se olvida de nuestro cumpleaños —añadió Ana—. ¿Crees que podríamos decirle a Jorge que viniese ella y se trajese a Tim? Se enfadará mucho si no pasamos con ella el primer día de vacaciones.
—Sí, puedes llamarla en cuanto termines —asintió su madre—. Y no te olvides de encerrar al gato en el desván, con un tazón de leche. Siempre que ve a Tim se asusta mucho. Es un perro tan grandote. Y, por favor, tratad de estar limpios a la hora de la merienda.
—Voy en seguida a telefonear a Jorge —dijo Ana levantándose de la mesa—. ¿No te importa, mamá? Ya he acabado y me gustaría pescar a Jorge antes de que saque a pasear a Tim o se vaya a hacer la compra para su madre.
—Tío Quintín estará encantado de librarse de Jorge, aunque sólo sea durante la merienda —comentó Dick—. El otro día tropezó con el stick de Jorge y le preguntó por qué se dejaba tirada su red de pescar. Ella no sabía ni de qué le estaba hablando.
—Pobre Jorge —dijo su madre—. Es una lástima que ella y su padre tengan el mismo genio. Su madre debe de volverse loca tratando de poner paz entre ellos. ¡Ah! Aquí viene Ana. ¿Has hablado ya con Jorge?
—Sí, está encantada. Ha dicho que era mejor que no fuésemos nosotros a pasar el día con ella porque el tío Quintín ha perdido unos papeles en los que estaba trabajando y ha puesto la casa patas arriba para encontrarlos. Jorge dice que seguramente cuando ella vuelva todavía no se le habrá pasado el enfado. ¡Hasta ha registrado el bolso de tía Fanny para ver si alguien había metido allí sus papeles!
—¡Este Quintín…! —suspiró su madre—. No consigo entenderlo. Un científico tan brillante como él, que se acuerda de todos los libros que ha leído, de cada papel que escribe, que tiene el cerebro más privilegiado que conozco… y sin embargo pierde papeles importantes cada dos por tres.
—Y otras cosas cada día de la semana —añadió Dick, sonriendo—. ¡Y qué mal genio tiene! Pobre Jorge, siempre está metida en algún lío con él.
—Bueno, de todos modos, se siente feliz de venir a vernos —dijo Ana—. Vendrá en su bicicleta y se traerá a Tim. Llegará a la hora de comer. ¿Te parece bien, mamá?
—Claro que sí. Bueno, ya que en la cena de ayer os comisteis la comida de hoy, tendréis que ir a la tienda. ¿Qué os gustaría para comer?
—¡SALCHICHAS! —exclamaron todos a la vez.
—¡Vaya! Pensaba que después del festín de anoche estaríais ya más que hartos de ellas —dijo su madre, riendo—. De acuerdo, salchichas. Pero para Tim traeros un hueso con mucha carne. No pienso darle ni una sola salchicha.
—¿Compramos también pastelillos para el té? —preguntó Ana—. Acuérdate de que viene la señora Layman. ¿O los harás tú, mamá?
—Sí. Prepararé unos cuantos bollos —dijo su madre—. Vosotros comprad lo que queráis. ¡Pero, por favor, no vaciéis la tienda!
Así que los tres se marcharon al pueblo en sus bicicletas. Hacía un espléndido día de primavera. Las celidonias se extendían doradas por el campo, salpicado también de margaritas. Dick entonó una canción, y las vacas con las que se cruzaban levantaban sorprendidas la cabeza al oír su voz.
Ana se echó a reír. Era maravilloso estar otra vez con sus hermanos. Los echaba mucho de menos cuando se encontraba en la escuela. Ahora estarían los tres juntos durante casi un mes. Y con su prima Jorge también. Se sintió tan contenta que comenzó a cantar, uniendo su voz a la de Dick. Sus hermanos la miraron divertidos.
—¡Vaya con Ana! Eres tan mosquita muerta que da gusto oírte cantar tan fuerte —dijo Dick.
—No soy ninguna mosquita muerta —protestó Ana, muy ofendida—. ¿Por qué dices eso? Un día os vais a llevar una sorpresa conmigo.
—Sí, quizás nos la llevemos —replicó Julián—. Aunque lo dudo. Una mosquita muerta no puede transformarse de pronto en un tigre. Además, con uno ya tenemos bastante. Jorge es el tigre de la familia. Ya lo creo que sí. Siempre está dispuesta a rugir, arañar y saltar.
Los tres rieron al imaginarse a Jorge como un tigre. Con la risa, Dick descuidó un poco el manillar y su rueda delantera chocó contra la rueda trasera de la bicicleta de Ana. Ésta se volvió enfadada.
—Mira por dónde vas, idiota. Casi me has hecho caer. ¿Es que no ves a dos palmos delante de tus narices? —chilló.
—Ana, ¿qué te pasa? —exclamó Julián, extrañado al ver a su hermana, siempre tan dócil, estallar de aquel modo.
—No me pasa nada —se burló Ana—. Sólo estaba jugando a ser un tigre por un rato. No he hecho más que sacar las uñas. Pensé que os gustaría verlas.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Dick, pedaleando detrás de ella—. Nunca te había visto tan furiosa. ¿Por qué no se las enseñas alguna vez a Jorge cuando se pone pesada?
—Déjate ya de bromas —le interrumpió Ana—. Ahí está la carnicería. Vosotros comprad la carne mientras yo voy a buscar los pasteles.
La pastelería aparecía llena de buñuelos y pastas recién horneadas. Olía estupendamente. Ana lo pasó muy bien escogiendo gran cantidad de pasteles. «Al fin y al cabo —pensó—, seremos ocho. Y por poca hambre que tengamos, los despacharemos en seguida».
Los muchachos se mostraron encantados al ver la cesta de la bicicleta de Ana rebosante de paquetes, y mucho más al comprobar que no cabía todo en la cesta de la niña y tenían que llevarlo ellos en sus bicicletas.
—Parece que vamos a tener una merienda estupenda —dijo Dick, tomando una caja de buñuelos—. Espero que la señora… ¿cómo se llama? Ah, sí, la señora Layman tenga buen apetito. Me pregunto qué será lo que tiene que decirnos.
—¿Os acordasteis de comprar un buen hueso para Tim? —preguntó Ana—. Ya sabéis que le encantan.
—Hemos comprado un hueso tan fantástico, que mamá se empeñará en que se lo demos a ella para hacer caldo —respondió Dick, sonriente—. Lo guardaré en mi bicicleta para que no lo vea hasta que llegue Tim. Tim se merece el mejor hueso del mundo. Es el perro más simpático que conozco.
—Ha corrido muchas aventuras con nosotros —dijo Ana, pedaleando al lado de los chicos por la desierta carretera—. Y me parece que ha disfrutado horrores con ellas.
—Sí, lo mismo que nosotros —asintió Dick—. ¿Quién sabe? A lo mejor se nos presenta también una aventura durante estas vacaciones de Pascua. Me parece que ya la estoy oliendo en el aire.
—¡Ni hablar! —exclamó Ana—. Tú no hueles nada. Te lo estás inventado. Me gustaría disfrutar de un poco de paz después de tanto tiempo encerrada en la escuela. Este último trimestre hemos trabajado una barbaridad.
—Bueno, has sido la primera en los estudios y también la primera en deportes, así que te mereces unas buenas vacaciones; todo lo tranquilas que quieras —dijo Julián, orgulloso de su hermana—. Dé acuerdo. ¡Nada de aventuras! Nos apartaremos de ellas por completo.
—¿De veras, Julián? —dijo Ana, riendo—. Bueno, ya lo veremos.