Era un truco.
—Vale… —dije, intentando atrapar alguna de las ideas que pasaban por mi cabeza el tiempo suficiente como para traducirlas a palabras—. Vale…, nosotros…
Estaba ahí. En el túnel; estaba ahí. Entró con nosotros. Si iba a escaparse, ¿por qué no lo había hecho antes? Clancy podía influir en más de una persona. Para empezar, podría habernos engañado a todos sin bajar del avión. Pero había bajado. Yo misma lo había arrastrado por la escalera, y había sentido cómo se le aceleraba el pulso al empujarlo hacia la escalera para que bajara al túnel. ¿Por qué no había escapado en ese momento? Estaba tan oscuro ahí fuera…
—¿Qué hacemos? —preguntaba Jude.
«Porque necesitaba que yo lo hiciera entrar aquí». Antes de que Cate y los demás regresaran.
—Tenéis que quedaros aquí, donde estaréis a salvo —divagaba Nico—. Si salís…
«He dejado que me engañara otra vez».
—Ruby, ¡Ru!
Jude me cogió del hombro, girándome hacia él, obligándome a apartar la mirada de una grieta en la pared del fondo. Su cabello estaba revuelto y sus ojos tenían un brillo salvaje; sus pecas se superponían en un mapa que yo había aprendido a interpretar poco tiempo atrás. Estaba ansioso, pero no tenía miedo. Era bueno contar con este Jude.
—Ve abajo y trae a Chubs y a Liam —dije—, pero regresa si crees, siquiera por un segundo, que pueden atraparte. ¿Comprendido?
Asintió ansioso.
—Vida estará aquí dentro de unos minutos —les dije a los demás. Y probablemente de un humor horroroso cuando advierta que la he enviado a desactivar las cámaras inútilmente—. Cuando regresen los cuatro, arrastrad las literas y formad una barricada. Nadie más entra.
—Y ¿qué hay de ti? —preguntó Nico.
—Debo encargarme de tu amigo —respondí, con la esperanza de que mi voz bastara para transmitirle a Nico las dimensiones del problema en el que nos había metido su traición.
—Debería ir contigo… —susurró Nico—. ¿Está aquí? ¿De verdad?
Había visto esa mirada cientos de veces, miles, en East River: la total adoración de quien no se imaginaba que bajo la piel de Clancy había escamas de reptil, o de alguien lo bastante trastornado como para que eso no le importara. Pensé en Olivia y en la forma en que casi se atragantaba cada vez que decía su nombre. Yo había estado nutriendo mi ira hacia Nico desde el instante en que Clancy nos dijo que era él quien le había estado pasando información todo este tiempo. La había dejado crecer en pensamientos como: «Jamás lo perdonaré». Sin embargo, ahora, al mirarlo, había olvidado todo mi enfado en un instante. Sencillamente, lo había hecho pedazos mi aflicción, y lo que había quedado era la verdadera comprensión de cuán destrozado estaba el chico que tenía ante mí. Su paranoia, su inquietud nerviosa, su talante silencioso. Por supuesto que Clancy era su héroe: lo había salvado de un infierno de pesadillas demasiado horribles.
—¿Te hizo últimamente alguna pregunta sobre el Cuartel General? —le pregunté—. ¿Sobre algún expediente o una persona en particular…?
Por el modo en que Nico parecía retorcerse, parecía cada vez más que la lealtad hacia Clancy superaría su sensación de alarma por que Clancy hubiera mentido de forma flagrante y nos hubiera traído aquí a pesar de sus advertencias.
—Me dio una lista de palabras y personas para que las buscara —dijo Nico—. Había muchas… Una de ellas apareció en el sistema hace unas pocas semanas. Una agente llamada Profesora.
Me puse tensa.
—¿Profesora? ¿Estás seguro?
—La agente estaba haciendo algún tipo de investigación en la base de Georgia; simplemente apareció en el servidor clasificado hace unas semanas. Creo que sabía quién era, porque quería la localización de la base.
¿Qué había dicho el Consejero al entrar en la oficina de Alban, hacía tantas semanas? Algo acerca de un problema en Georgia, con Profesora… y un proyecto llamado Snowfall.
—Y ¿qué hay de cosas de aquí, del Cuartel General?
—Me preguntó acerca de los diferentes túneles y de los apagones… —dijo Nico, con lentitud.
—¿Qué más? —insistí. Yo era consciente del avance del reloj, aún cuando él no lo fuera—. ¿Qué hay de los apagones?
—Quería saber si apagaban cosas como cerraduras, escáneres de retina…
Me di la vuelta, desequilibrando a Jude al abrir la puerta y salir a toda velocidad hacia el corredor. Ante mis ojos, que intentaban adaptarse otra vez a la oscuridad, pasaban puntos fugaces. Mientras corría, contaba los picaportes de las puertas. Me mantuve en la parte exterior de la curva, con un ojo en las ventanas de la oscura enfermería, situada a mi derecha. Habían cerrado todas las cortinas. No se colaba hacia fuera ni siquiera la luz de las máquinas.
En realidad, la única luz de todo el segundo nivel parecía ser la linterna que Clancy apretaba entre los dientes mientras hojeaba los archivos del gabinete del despacho de Alban.
Todas las cerraduras y los escáneres de retina sí estaban conectados al generador de emergencia y normalmente habrían bastado para impedirle la entrada a Clancy, si hubieran seguido en su sitio, sobre las puertas. Alguien había usado algo —una barreta, un hacha, un pequeño explosivo— para reventarlas.
Me escabullí hacia delante, empujando la puerta un poco más, mientras extraía la pistola de la cintura de mis vaqueros.
Clancy hizo un ruido breve y triunfal al arrancar un abultado archivador rojo del lugar donde estaba atrapado entre otros cientos de carpetas. No perdió el tiempo hojeando las páginas mientras rodeaba el escritorio de Alban. Alguien había volcado el mueble sobre uno de sus lados al registrar el lugar. Clancy usó una de las patas anchas y planas para mantener abierto el archivador y liberar una mano para sostener la linterna. La expresión de su rostro era tan dolorosamente ansiosa que sentí una punzada de aprehensión.
—¿Has encontrado lo que buscabas?
Clancy levantó la cabeza con rapidez y a la vez deslizó el archivador en una papelera de metal. Por un instante la ira y la exasperación se disputaron su rostro, pero él se decantó por una sonrisa mientras miraba el cañón de la pistola.
—Sí, pero… ¿no tienes cosas más importantes de las que preocuparte? —Su tono de voz había adquirido la textura del humo—. ¿Otras personas más importantes que yo?
Inclinó la cabeza hacia el otro extremo de la oficina de Alban y, aun antes de girarme, el aroma metálico de la sangre tibia y pegajosa estaba por todas partes. Un poco más allá del primer plano de mi visión, los vi a ambos en el suelo. Chubs se había desplomado y estaba hecho un ovillo, como una hoja justo antes de caer del árbol en otoño. Liam se había derrumbado sobre él y tenía el rostro del color del hielo. Y me miraba sin parpadear, con sus ojos que habían pasado del azul claro a un gris opaco. Tenía un brazo sobre Chubs, como si hubiera intentado protegerlo, y ahora esas manos que habían sostenido mi rostro con tanta suavidad… estaban en un charco de líquido oscuro que se deslizaba por el hormigón del suelo.
La pistola resbaló de mi mano.
Clancy rodeó el escritorio de Alban, mirándome con la misma sonrisa desdibujada. Dejó caer lo que parecía ser un mechero en la papelera.
No es real. Empujé las palabras en mi mente. No son ellos. Me obligué a mirarlos otra vez. A mirar de verdad, sin importar cuán aterradora fuera la imagen. Las gafas de Chubs eran doradas en lugar de plateadas. El cabello de Liam era más largo de lo que lo llevaba ahora; era obvio que Clancy no había estudiado con tanto detalle como yo la forma en que se rizaban los extremos de sus cabellos.
Era una imitación exasperantemente buena, casi sin defectos. Pero no eran ellos.
Permití que Clancy se me acercara y le di tres segundos para que creyera que había conseguido pasar junto a mí, distraída por mi pena. Iba murmurando algo en voz baja y ronca. Ahora estaba lo bastante cerca como para sentir su aliento cálido sobre mi mejilla; lo que significaba que estaba lo bastante cerca como para golpearlo en la garganta.
A la vez que el golpe, lancé sobre él mi mente, proyectándola como un cuchillo y desgarrando la imagen de Chubs y Liam que él había colocado ahí. Clancy salió al corredor a trompicones, agarrándose la cabeza, boqueando. La imagen de la mujer con el guardapolvo blanco se filtró otra vez a través de nuestra conexión, pero me obligué a empujarla a un lado, hasta otro momento. De la papelera subía un hilillo de humo; la volteé y diseminé las páginas ardientes por el suelo, pisoteando las llamas con mis botas. Si él quería deshacerse de esos papeles, entonces yo quería verlos.
—Maldición.
Cuando lo encontré otra vez en el corredor, Clancy estaba de rodillas, jadeando, intentando respirar hondo. Había una delgada línea de conexión entre nuestras mentes. La aferré antes de que pudiera cortarse definitivamente e inundé su cerebro con la ilusión del calor. No podía verlo en la oscuridad, pero podía oírlo golpearse frenéticamente los brazos y las piernas, las extremidades que su mente le decía que estaban ardiendo hasta el hueso.
Entonces sus manos se detuvieron.
—Tú… —empezó Clancy—, ¿realmente quieres jugar a este juego?
Sentí el beso del metal frío en mi nuca; de forma tan repentina que ya me había autoconvencido de que se trataba de otro de sus trucos mentales. Pero, cuando se pierde el sentido de la vista, es verdad lo que dicen: los demás se agudizan hasta adquirir una eficacia implacable. Sentí el aliento tibio, oí el crujido de otras botas, olí su sudor. Agentes… nos habían encontrado.
Clancy se giró para huir; no lo vi, solo oí el repugnante crac cuando algo duro le golpeó en la cabeza y lo derrumbó al suelo.
Y oí la voz de Jarvin, en la oscuridad, diciendo:
—Sabía que volverías. —Sentí sus manos; una al cerrarse sobre mi nuca y ponerme de rodillas con un tirón. El cañón se deslizó hasta el punto blando que hay entre el cráneo y la columna vertebral—. Rob dijo que todo lo que tendríamos que hacer era esperar.
Vestidos con sus uniformes de faena, él y los demás agentes de la Liga a mis espaldas eran sombras más claras que las demás.
Quitó el seguro del arma.
—No debes hacerlo —le advertí, sintiendo que las manos invisibles de mi mente comenzaban a desplegarse.
Me sentía ansiosa, pero no asustada. Calma controlada.
—No —acordó Jarvin—. Mejor haré esto.
Se oyó un débil clic, el único sonido de advertencia antes de que el Ruido Blanco inundara el corredor y me ahogara.
Era posible olvidar aquella clase de agonía, después de todo.
Hubo una época en mi vida, unos cuantos meses de mi estancia en Thurmond, en que activaban el Ruido Blanco casi todos los días. Cuando había Rojos que controlar y Naranjas que castigar, una sola mirada incorrecta hacía que las FEP llamaran por radio a la Torre de Control. Era parte de mi vida; tal vez me había acostumbrado y el impacto real había sido atenuado por el tiempo.
Pero de eso hacía meses, y la avalancha de dolor me retorció el estómago hasta el extremo de hacerme sentir enferma. Me derrumbé sobre el suelo, lo bastante cerca de Clancy como para poder ver el corte que le cruzaba la frente, del que manaba sangre. Había pensamientos en mi cabeza; había una voz que decía: «Puedes controlar a Jarvin, puedes controlarlo, hacerle daño…», pero incluso eso fue ahogado al crecer el Ruido Blanco y caer sobre nosotros como una ola que rompió sobre mi pecho.
Y era asombroso; todo lo que yo podía hacer, la clase de poder que podíamos ejercer sobre los demás, no significaba nada. Todo eso quedó en nada.
En Thurmond, oíamos dos explosiones de advertencia, y, un segundo después, el ruido prorrumpía de los altavoces del campamento. No era algo fácil de describir; era una estática aullante, intensificada, aguzada para perforar la parte más gruesa de nuestros cráneos. Nos atravesaba como una corriente eléctrica, haciendo que nuestros músculos saltaran y se tensaran por el dolor hasta que lo único que quedaba era intentar enterrar la cabeza en el suelo para huir de él. Si era afortunada, no perdía el conocimiento.
No fui tan afortunada. Sentí que me desvanecía y flotaba hacia la oscuridad del corredor. No podía mover mis brazos de donde los tenía pegados al pecho. Mis piernas se habían convertido en aire. Por último, viendo que yo no podía siquiera levantar la cabeza, Jarvin lo apagó. Fui a la deriva, de un momento al otro, mientras me pitaban los oídos. La negrura del corredor me arrastró, empujando mi cabeza bajo su turbia superficie.
Cuando volví en mí, alguien me agarraba el brazo. Oí a Jarvin hablar con los demás, solo porque ahora gritaba.
—¡Encended las malditas luces! ¡No me importa lo que debas hacer; encendedlas, maldición! ¡Aquí pasa algo! ¿Alguien puede darme una jodida luz?
La que le respondió fue una voz cálida del sur.
—Claro, colega. Te tengo cubierto.
Se oyó un chasquido, solo uno, y una llamita mínima apareció en la oscuridad, iluminando el rostro furioso de Cole Stewart.
Al principio creí que había encendido una cerilla, pero el fuego que había en la punta de sus dedos creció, tragándose sus manos, devorando el brazo que lanzó hacia la cara de Jarvin. Hubo gritos, muchos gritos, al crecer el fuego a nuestro alrededor y pegársele a los soldados que estaban detrás de él, tragándoselos en una oleada de calor que los envió corriendo por el corredor, tropezando unos con otros hasta que finalmente se derrumbaron. El olor a piel quemada hizo que se me revolviera el estómago. No pude evitarlo.
—¡Mierda! ¡Eres un…! —empezó a decir uno de los agentes.
Uno de los nuestros, terminó mi mente, apagándose otra vez con la visión del fuego nuevamente entre los dedos de Cole y de cómo le lanzaba una bola ígnea al agente que había hablado; cómo la avivaba y dejaba que se propagara por el cuerpo del hombre que gritaba hasta que solo pude ver la silueta oscura atrapada en las llamas que bailaban sobre su piel.
«Rojo».
No… No, él era… Cole era demasiado mayor, no era…
—¡Hola! ¡Hola!
El fuego había desaparecido, pero las manos de Cole todavía estaban calientes cuando intentó ponerme de pie. Mis piernas aún no respondían. Hizo el intento dándome una suave bofetada en la cara.
—Mierda…, chica, venga. Tú puedes hacerlo; sé que puedes.
—Tú… —intenté decir—. Acabas de…
Soltó la respiración que había estado conteniendo, aliviado. Cole me depositó sobre uno de sus hombros, abofeteándome la parte trasera de mis muslos, irritado.
—Joder, Joyita, hacer que me preocupara de ese modo. Oí el Control Calmante desde el corredor, pero tuve que esperar hasta que lo apagara. No pude acercarme. Lo siento, lo siento.
Abrió de un puntapié la oficina de Alban y me dejó en el suelo, detrás del escritorio, acomodando mis extremidades para que al menos pudiera sentarme, y desenfundó una de sus armas de mano y me la colocó entre los dedos fláccidos.
Después, cogió mi cara entre sus manos.
—No puedes decírselo a nadie, ¿me oyes? Nadie más puede saberlo, ni siquiera Liam, especialmente Liam; ¿vale? Asiente con la cabeza.
Dios. ¿Liam no lo sabía? ¿Nadie más lo sabía?
—Tú, yo, Cate y Alban —dijo Cole, como si me hubiera leído el pensamiento—. Y ya está. Y ahora somos un equipo de tres. Si se lo cuentas a alguien, es mi fin.
Asentí.
—… otro… —dije débilmente, inclinando la cabeza hacia el corredor.
Cole gruñó.
—No hago esto de la doncella en peligro con tíos.
Le dirigí lo que esperaba fuera una mirada furiosa y no una simple bizquera. Suspiró y se puso de pie, acomodó los hombros como lo hacía Liam cuando estaba decidido. Desapareció durante un segundo al escabullirse para coger a Clancy. Dudo que siquiera le haya mirado la cara antes de depositarlo junto a mí.
—Los Verdes nos enviaron un mensaje diciendo que estabais aquí, así que decidimos comenzar la fiesta un poco antes —me explicó—. Ya no veías la hora de ver este guapo careto, ¿verdad?
Tosí, intentando deshacerme de lo que fuera que tenía atravesado en la garganta.
—Si sabes lo que te conviene, te quedarás aquí —me espetó—. ¡Si dejas esta habitación antes de que te demos la señal de que está todo despejado, te despellejaré el trasero!
Cuando se volvió hacia la puerta, fue como si toda su confianza y todo su control hubieran vuelto a su lugar. Sus movimientos eran fluidos, seguros.
No sé cuánto tiempo pasó antes de que el ruido del tiroteo llegara hasta nosotros: cinco minutos, diez, tal vez quince. Las sensaciones estaban regresando a mis extremidades en forma de oleadas calientes de alfileres y agujas, pero prefería el dolor a su inutilidad. Cuando pude, me puse de rodillas y empecé a empujar contra la puerta el antiguo escritorio de Alban. Sabía que no me proporcionaría mucha protección ni sería un gran reto para cualquiera realmente decidido a entrar, pero era mejor que no hacer nada. Y, si he de ser franca, también era un obstáculo visual para mí. Un recordatorio de que debía esperar y dejar que Cole y los demás despejaran la plaga de Jarvin antes de salir a buscar a los demás.
«Están bien, están bien, tú estás bien…». Me arrastré hasta el gabinete de los archivadores, me puse las piernas flexionadas contra el pecho, y las abracé en un intento de aprisionar los sentimientos que me parecían demasiado grandes para mantenerlos dentro.
«Están bien».
Clancy se movió junto a mí, y un mechón de pelo oscuro le cayó sobre los ojos. A pesar del largo tiempo que habíamos compartido en East River, jamás lo había visto dormir; ahora me daba cuenta de que él nunca permitía que hubiera alguien cerca cuando estaba en ese estado tan vulnerable.
Mis ojos se giraron hacia la papelera y a los papeles que yo había desparramado. Me arrastré sobre ellos, ayudándome con las manos y las rodillas, y recogí la linterna que se le había caído a Clancy. Fuera de la oficina había tantos gritos que no podía entender lo que decían las voces.
Respiré hondo cuando los disparos disminuyeron y las puertas que conducían hacia la escalera se abrieron y se cerraron varias veces, con repetidos golpees. «Están bien, tú estás bien».
Aparté el haz de luz de la puerta y lo dirigí hacia las páginas chamuscadas que había reunido en mi regazo. Un cuarto de las hojas, más o menos, era ilegible; considerables quemaduras habían agujereado las fotografías y las páginas. Aparte de las manchas de tizne y hollín de las hojas superiores, el fondo de la pila estaba en condiciones mucho mejores. La mayor parte contenía gráficas y dibujos, todas escritas en el mismo extraño lenguaje científico que hubiera hecho trastabillar incluso a Chubs. Estos eran medicamentos, términos médicos. Tenían el mismo tipo de nombres complicados que la lista que Chubs me había dado en Nashville. De cuando en cuando mis ojos captaban una palabra aislada en inglés común.
El sujeto A no presenta síntomas tras el procedimiento y la
rutina… Muestra indicios de conducta pasiva…
Los resultados concluyentes aún están pendientes…
Pero en la parte superior de todas ellas, impresas en negrita, había dos palabras que reconocía: Proyecto Snowfall.
Solo dejé de hojear las páginas cuando llegué a las fotografías. A aquella que mostraba el rostro de la mujer.
Era una de las desventajas inesperadas de haber vivido casi la mitad de mi vida encerrada en un campamento sin acceso a ninguna clase de medios de comunicación masiva. Tenía la sensación de que cada rostro que encontraba en la tele o en los periódicos me era conocido, pero el nombre se me escapaba antes de poder atraparlo. La sentía ahora, mirando esa mujer rubia, que me resultaba conocida.
La propia foto era extraña: ella miraba por encima del hombro, pero no a la cámara en sí. Detrás había un edificio de ladrillo visto que parecía curiosamente ruinoso en comparación con el traje azul oscuro, clásico y pulcro que llevaba ella. La expresión de su rostro no era tanto de temor como de nerviosismo, y me pregunté por un instante si ella pensaba con razón que alguien la estaba siguiendo. La siguiente foto era más pequeña y estaba rota de una forma que me hizo pensar que Alban había comenzado a destruirla, pero había cambiado de parecer. En esta, ella estaba entre el antiguo líder de la Liga y un mucho más joven presidente Gray.
La relación me quitó el aliento.
«Clancy, no, por favor, Clancy».
—Joder —murmuré—. La mujer que había visto en su mente… era…
La primera dama de Estados Unidos.
Me extendí hacia donde estaban las otras páginas desparramadas y las reuní en un montón. Desordenados, los documentos y los informes no parecían tener mucho sentido, pero había diagramas y cerebros, con nítidas X escritas sobre ellos.
Eché un vistazo a los recortes de periódicos que describían el trabajo de beneficencia que Lillian Gray había realizado por todo el país. Alguien había resaltado diferentes frases clave sobre su familia («una hermana en Westchester, Nueva York», «padres retirados en su granja de Virginia», «un hermano fallecido») y sus diferentes títulos académicos, incluido el doctorado en neurología que había obtenido en Harvard. Ella también había ofrecido un «conmovedor» panegírico en el funeral del vicepresidente, «flanqueada por las ruinas humeantes del Capitolio», y había rehusado hacer declaraciones sobre la renuencia del presidente a reemplazarlo de inmediato.
La última nota que encontré se centraba en su desaparición de la vida pública poco después del ataque a Washington, D. C. En ella, se citaba al presidente diciendo: «La protección y la seguridad de mi esposa son mi principal preocupación», y no se daban más detalles.
Y esa era su leyenda. No las docenas de ceremonias a las que había asistido, ni su revolucionaria investigación en neurociencia de sistemas, ni las fiestas que había dado en nombre de su marido. No su atesorado hijo único. Según una nota de Time, que Alban había incluido en el dossier, había rumores de que había sido asesinada o secuestrada por un país hostil, poco después del brote de la ENIAA. Se tornó especialmente preocupante cuando Clancy salió por su cuenta, en nombre de su padre, a elogiar el programa de campos de rehabilitación, mostrándose a sí mismo como el primer sujeto exitoso.
Habían pasado casi diez años, y ella aún no había aparecido en público otra vez.
Pero aquí estaba, en este dossier, su rostro, su investigación…, sus notas. Cerré y abrí los puños varias veces en un intento de obligarlos a dejar de temblar.
Había tres notas manuscritas mezcladas en el embrollo de documentos, cada una de unas pocas líneas de extensión. No había sobres, pero los folios aún estaban pegajosos a causa de lo que fuera que habían usado para sellarlos. Alguien debía de habérselo entregado en mano, en lugar de arriesgarse a enviarlo por medios digitales. La clara letra manuscrita de Alban había añadido las fechas en la parte superior, probablemente para su propio registro. La primera de las notas, de cinco años atrás, decía:
No importa lo que haya pasado con nosotros; si quiero salvarlo es necesario que me ponga fuera de su alcance. Si me ayudas a desaparecer, yo te ayudaré a ti. Por favor, John.
La siguiente, dos años después:
Adjunto los últimos descubrimientos de nuestro trabajo; me siento increíblemente optimista respecto de que esto acabará pronto. Dime que lo has encontrado.
Y la última, de tan solo dos meses atrás:
No voy a cruzarme de brazos a esperar tu aprobación; ese nunca fue nuestro trato. Filtraré la localización en el servidor esta noche. Si no viene a buscarme, entonces yo misma lo encontraré.
Clancy todavía estaba inconsciente, con la cabeza colgando hacia un lado. Observé su pecho subir y bajar, y algo afilado se retorció en la base de mi estómago.
—Pobre hijo de perra —musité.
Este era el motivo por el cual había venido hasta aquí. Esta era la tarea que no podía confiarle a nadie más. Hojeé las páginas otra vez, intentando descifrar exactamente en qué había estado trabajando su madre. Una parte de mí había sospechado que tenía algo que ver con nosotros al ver los diagramas, pero ¿por qué llevaba a cabo en secreto sus propios experimentos sobre las causas de la ENIAA al mismo tiempo que Leda Corporation? En su primera nota se mencionaba la necesidad de ponerse «fuera de su alcance»; ¿era posible que ella creyera que su esposo falsificaría los resultados de Leda Corporation y pensara que la desinformación pondría en peligro la vida de Clancy?
Pero, entonces…, ¿por qué Clancy querría destruir los papeles? Retrocedí por los folios de gráficas y dibujos, y ahí, a pie de cada página estaban las iniciales L. G. Volví a hojear las páginas asegurándome de mirar todas y cada una de ellas. ¿Por qué había querido destruirlas? ¿Para proteger el paradero de su madre? ¿Para destruir las pruebas de que ella le proporcionaba a Alban información sobre su investigación?
Nada de esto tenía sentido para mí. Su nota final decía que filtraría la localización —¿su localización?— en un servidor. Eso casaba con la explicación de Nico de que la palabra Profesora, una de las que Clancy le había pedido que buscara, apareciera en el servidor. Pero ella solo había filtrado la información cuando se consideró preparada. Solo después de que el Proyecto Snowfall hubiera sido completado.
Comprendí que ella no quería que él supiera en qué estaba trabajando. Pero ¿por qué iría buscarlo? ¿Por qué permitir que él la encontrara, si era evidente que él era el único de quien ella necesitaba protección?