Estaba tan acostumbrada al extraño patrón de sueño de mi vida actual que no sé bien qué fue lo que me despertó. No fue un ruido. Vida estaba en la parte trasera de la tienda, tarareando en voz baja una vieja canción que yo reconocí a medias. Desorientada, observé mientras ella arrancaba alegremente trozos de las páginas de Colmillo blanco y los arrojaba, convertidos en pequeñas bolitas, dentro de la boca abierta del dormido Chubs.
Me senté y me froté la cara, intentando quitarme las lagañas de los ojos.
—¿Qué hora es?
Vida encogió los hombros.
—¿Las quién diablos sabe y media? Vuélvete a dormir.
—Vale —respondí, y me recosté sobre los codos.
Los sonoros ronquidos de Chubs iban a ritmo con el persistente rasgueo de cada página. Tanto él como Jude dormían de espaldas, hombro contra hombro. Me deslicé otra vez bajo las mantas y volví a ponerme sobre el lado izquierdo. Me enrollé en la manta, dejando a Liam sin cubrir unos tres centímetros.
Volví a sentarme, pese a la pesadez de mis brazos, y me desenrollé de la suave lana. Cuando la mitad de la manta de Liam quedó finalmente libre de mi cuerpo, la lancé cuidadosamente en su dirección, para constatar con ojos incrédulos que la tela de color melocotón claro flameaba en el aire vacío y se depositaba en el suelo.
—¿Dónde está Liam?
Antes no estaba despierta. Ahora sí.
—Ha salido —dijo Vida, sin levantar la vista de su tarea.
—Ha salido —repetí, y las palabras me supieron como la sangre—. ¿Ha salido adónde?
—A caminar un poco —dijo Vida—. Ha dicho que no podía dormir.
—¿Lo has dejado salir solo? —Tenté el suelo en busca de mis botas. Las manos me temblaban cuando me las puse—. ¿Hace cuánto se marchó?
—¿Qué pasa? —balbuceó Chubs.
—Liam se ha marchado —respondí.
—¿Qué?
Sus manos aporrearon el suelo hasta que encontró las gafas y se las puso.
—¿Estás segura?
—Iré a buscarlo —dije, poniéndome la sudadera azul y un enorme chaquetón marinero con manchas de polvo que habían cogido por error al abandonar el almacén de Nashville—. Vida, ¿ha dicho adónde iba?
—Déjalo en paz, Bu —dijo ella, sin volverse—. Ya es un chico mayor. Si hasta lleva sus calzoncillos y todo.
—No lo entiendes —le dije—, no volverá. Se ha marchado para siempre.
Vida separó sus labios mientras miraba a su alrededor y todo el peso de mi frase caía sobre ella dejándola sin aliento.
—Bueno… Por lo menos tienes la memoria, ¿no es así? No es una catástrofe total…
—¿Me tomas el pelo? —grité. Jude se sentó muy erguido, parpadeando, pero no tenía tiempo para responder ninguna de sus preguntas—. ¿Adónde habrá ido? Necesitará un coche o una bici. ¿A vosotros no os ha dicho nada?
—¡No! —respondió Chubs—. ¡Te lo habría dicho!
—En absoluto —dijo Jude—. Hablaba todo el tiempo de que nos marcharíamos mañana todos juntos. Tal vez…, quiero decir, podría volver, ¿no? ¿Y si le damos unos minutos?
Tal vez Jude tuviera razón. Me obligué a tragar una profunda bocanada de aire. Apreté con firmeza una mano contra mi pecho, en un intento de apaciguar el agitado latido de mi corazón. Puede que solo hubiera ido hasta la cascada. Eso era posible, ¿verdad? Liam nunca se habría marchado sin Chubs ni sin ninguna clase…
Me detuve en medio de la idea, al advertir el pequeño trozo de papel que sobresalía del bolsillo de la camisa de Chubs. Habían abierto el botón para deslizar ahí una nota doblada. Extendí la mano y la cogí antes de que Chubs pudiera detenerme.
Gasolinera junto a la carretera, 3 kilómetros al sur. Ven a las 6.
Aplasté la nota en mi puño y se la arrojé a Chubs.
—¡No lo sabía! —dijo él antes de siquiera haberla leído—. ¡No lo sabía!
Disponíamos de un total de dos armas que Vida y yo convinimos transportar, puesto que tanto Chubs como Liam habían rehusado por principios morales. El revólver estaba en el suelo, a los pies de Vida, y la semiautomática negra descansaba sobre la mochila deshinchada. Lo que significaba que Liam no tenía ninguno de los dos.
Por supuesto…, por supuesto, Liam iría al único lugar en el que había más posibilidades de que lo vieran. ¿En qué estaba pensando? ¿Que estaría a salvo en la oscuridad de la noche?
Salí a la carrera, a trompicones, dejando la entrada de la tienda abierta. Las gruesas suelas de mis botas aplastaban la nieve.
—¡Espérame! —gritó Vida—. ¡Ruby!
Fuera de nuestro pequeño refugio, el aire gélido me dio en la cara como un bate de béisbol. En los preciosos segundos que me tomó orientarme y dirigirme hacia el camino que Chubs había indicado antes, grandes copos de nieve ya se las habían arreglado para deslizarse por mi pelo suelto hacia el cuello de mi abrigo. Pero la nevada no era en absoluto lo bastante intensa como para cubrir las huellas que Liam había dejado.
Corrí. A través de los remolinos de nieve, la niebla matutina, los senderos descuidados, hasta llegar a la carretera. El manto de nieve que cubría el camino no era ni remotamente tan alto como el que cubría el suelo del bosque. Le perdí el rastro en el momento de resbalarme en el asfalto congelado. Los puntos de la espalda me tiraban tanto que me quedé sin aliento. Avancé a trompicones; mis pulmones ardían. El sol se alzaba en el este, y esa fue la única razón de que supiera cómo dirigirme al sur.
Pasaron otros veinte minutos, toda una vida de ponzoñoso terror, antes de que tomara forma la pequeña franja de comercios en la neblinosa carretera y yo viera la gasolinera que debían de haber pasado cuando entraron por el camino.
Yo estaba sin aliento. Mi cintura daba alaridos de dolor cada vez que avanzaba la pierna izquierda. El camino asfaltado desapareció en una tierra húmeda que salpicaba mis espinillas. La media docena de bombas de gasolina estaban en el pavimento hecho trizas.
Había un par de vehículos aparcados detrás de la gasolinera, uno de ellos, un camión, con el capó abierto como si alguien acabara de echarle un vistazo. Si Liam había encontrado un fallo en el motor, había una oportunidad de que estuviera buscando algún repuesto en el taller. «O comida —pensé, volviéndome hacia el edificio—. Abastecerse antes de huir».
La puerta trasera de la gasolinera no estaba cerrada con llave; en plan más técnico: la cerradura y la manija habían sido reventadas. La puerta crujió cuando la abrí y me deslicé dentro.
La tienda era más grande de lo que había imaginado, pero también era peor. Alguien había hecho un trabajo bastante completo vaciando el tugurio, pero aquí y allá había bolsas enormes de patatas fritas y un expendedor de soda que aún resplandecía y zumbaba con las últimas chispas de electricidad. Tenía la pistola en la mano, fría y sólida, apuntando hacia las puertas de cristal de las neveras de refrescos y los interminables grafitis que ocultaban a mi vista todo lo que aún había dentro.
Seguí las hileras de expositores que se extendían más allá de la caja y los contenedores de cartón con caramelos, a lo largo de la parte delantera de la tienda, hasta una sección bastante nueva del edificio con un cartel que rezaba «SERVICIO INTEGRAL».
El breve pasillo que había entre la tienda y el taller mecánico estaba adornado con fotos y carteles de viejos automóviles sobre los que había chicas en biquini. Aspiré una bocanada lenta y fortificante de aire. Ahí era todo goma, gasolina y aceite; ni el tiempo ni la lejía iban a eliminar esa peste.
Había otra entrada exterior a esa sección. El cartel de la puerta de cristal todavía indicaba: «VUELVO EN 15 MINUTOS», y solicitaba a los visitantes que por favor preguntaran en el taller de la parte de atrás en caso de emergencia. Había sillas, fotos de empleados con ojos ausentes alineadas en la pared y modelos de neumáticos, pero no había huellas, ni ruido, ni rastro de Liam.
Una punzada de temor me cruzó el cuerpo cuando abrí la puerta del taller empujándola con el hombro. Me volví para coger la pesada hoja antes de que se cerrara con un golpe, y ese fue mi error; lo supe incluso mientras me giraba, aun cuando la frase preferida del instructor Johnson sonaba en mis oídos: «No vuelvas la espalda a lo desconocido».
Sentí un cosquilleo en la espalda que reconocí un segundo demasiado tarde. Un estallido de presión me golpeó arrojándome hacia delante, como si alguien me hubiera hecho un placaje desde detrás. Mi frente golpeó contra el marco de la puerta. Mis ojos destellaban negro, blanco, negro mientras me derrumbaba. La pistola se alejó ruidosamente, deslizándose por el hormigón, más allá de mi alcance.
Entonces oí una voz conocida, con un matiz de temor:
—¡Oh, Dios! Perdona. Creía… —La forma clara de Liam apareció detrás de la carrocería vacía de un coche situada en medio del taller—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —pregunté, buscando la pistola debajo de los bancos de trabajo y las mesas. Había herramientas y recambios diseminados por doquier, juntando polvo y más suciedad—. Has venido solo, sin protección…
—¿Protección? —repitió levantando una ceja.
—¡Ya sabes lo que quiero decir! —Me agaché, parpadeando para eliminar las manchas negras de mi campo visual, y tenté bajo la mesa de metal hasta que mis dedos se cerraron alrededor del cañón—. ¿Qué habrías hecho contra una de estas?
Se volvió hacia el coche con los labios apretados en un gesto de enfado.
—A ti te he desarmado con bastante facilidad. ¿Qué dirían los instructores al respecto?
Me hizo más daño del que esperaba. Lo observé en silencio mientras abría otra vez el capó del esquelético coche, con la herramienta plateada brillando en una mano. Pero no trabajaba; en lugar de ello, sus manos estaban apoyadas en el marco verde. La chaqueta de piel se aferraba a sus hombros mientras se inclinaba, avergonzado. Mantuve la espalda contra la puerta; un guardia silencioso frente a cualquier cosa que pudiera entrar.
—Así que me has encontrado —musitó con voz tensa—. Supongo que se lo debo a Chubs.
Su mente giraba en un mar de emociones, oscilando entre lo que percibía como rabia y una confusa culpa, y una desesperanza aplastante en cuestión de segundos. Yo sentía como si su mente llamara a la mía, como si gritara llamándome.
Me coloqué el dorso de la mano en la frente. Desde que había cedido y dejado de intentar contenerlas, mis habilidades habían estado más silenciosas. Hasta tranquilas. Este no era el momento para perder la calma.
—Sé —comencé a decir, lamiéndome los labios secos—, sé que puedes cuidar de ti mismo. Pero no sabemos nada sobre este pueblo. No sabemos quién puede venir, y la idea de que estuvieras ahí fuera, solo…
—Deseaba estar solo —dijo él en tono huraño—. Deseaba… Necesitaba aclararme las ideas. Lejos de ellos. Lejos de ti.
Lo miré fijamente, intentando hacer encajar lo que acababa de decir con la expresión de total desesperación de su rostro.
—Oye —comencé a decir—. Lo entiendo. Yo no te gusto, pero…
—¿Que no me gustas?
Soltó una carcajada grave y hueca. A esa le siguió otra y era horrible; no era él en absoluto. Casi se ahogaba en esas carcajadas cuando se volvió, sacudiendo la cabeza. Sonaba casi como un sollozo, la forma en que brotaba el aire de su interior.
—Que no me gustas —repitió, con el rostro sombrío—. ¿Que no me gustas?
—Liam —empecé a decir, alarmada.
—No puedo… No puedo pensar en nadie más —susurró. Levantó una mano y la pasó hacia atrás por su cabello—. No puedo pensar cuando estás cerca. No puedo dormir. Siento como si no pudiera respirar… Yo solo…
—Liam, por favor —supliqué—. Estás cansado. Aún no te has recuperado de la enfermedad. Solo… ¿Podemos volver con los demás?
—Te quiero. —Se volvió hacia mí con esa expresión agonizante aún en el rostro—. Te quiero cada segundo de cada día y no entiendo por qué, o cómo hacer que se detenga…
Parecía loco de dolor. Me dejó clavada en el lugar aun antes de que lo que había dicho se registrara en mi mente.
—Sé que está mal; lo sé hasta el fondo de mi alma condenada. Y siento como si estuviera enfermo. Intento ser una buena persona, pero no puedo. Ya no puedo hacerlo.
«¿Qué es esto?». La expresión de dolor en su rostro era muy difícil de interpretar. Mi mente no podía trabajar lo bastante rápido.
Cerré los puños en los bolsillos del abrigo. Me sentí retroceder hacia la puerta, intentar escapar de esa expresión, intentar evitar que el corazón me desgarrara el pecho. Está confundido. Explícaselo. Solo está confundido.
—Mírame.
No podía moverme; no había dónde ir. Él ya no se escondía de mí. Yo sentía sus sentimientos desplegarse a su alrededor, una corriente de tibieza y un dolor punzante atravesaron mi aturdimiento cuando él se me acercó.
Mis manos se mantuvieron en los bolsillos; él llevaba las suyas a los lados. No nos tocamos. Tuve el repentino recuerdo de cómo se habían rozado nuestros dedos pocas horas antes. Él inclinó su cabeza sobre mi hombro, y su aliento se coló entre tres capas de ropa para entibiar mi piel. Uno de sus dedos se introdujo por una de las presillas de mis vaqueros y me acercó aún otro poco. Su nariz acarició mi garganta, mi mejilla, y yo no vi nada. Mantuve los ojos muy apretados mientras su frente, finalmente, se apoyaba sobre la mía.
—Mírame.
—No lo hagas —susurré.
—No sé qué me pasa —suspiró—. Siento que… Siento que estoy perdiendo la maldita cabeza, que tengo tallada tu cara en el corazón, y no recuerdo cuándo y no entiendo por qué, pero la cicatriz está ahí y no puedo hacer que sane. No se va. No puedo hacer que desaparezca. Y tú ni siquiera me miras.
Mis manos se deslizaron fuera de la seguridad de mi abrigo y aferraron la piel suave de su chaqueta. Todavía llevaba la chaqueta de Cole bajo la suya.
—Está bien —dije casi sofocada—. Lo resolveremos.
—Juro —susurró, y su boca flotaba sobre la mía—. Juro, juro… Juro que estuvimos en esa playa, y te vi vestida con ese vestido verde claro, y hablamos durante horas. Tenía una vida y tú también, y las vivíamos juntos. No encaja. Esa parte no encaja. Claire estaba ahí y Cole prometió que nunca habíamos estado ahí. Pero entonces… Veo tu rostro a la luz del fuego y recuerdo diferentes fuegos, diferentes sonrisas, diferente todo. Y te recuerdo con ese vestido verde y entonces se transforma en un uniforme verde y no tiene sentido.
¿Un vestido verde, la playa? ¿La playa de Virginia?
Una lágrima se escapó por mis pestañas, luego otra. Había sucedido con tanta rapidez, tuve que trabajar con tanta velocidad en esa habitación azul celeste. Lo que él estaba diciendo, nada de eso había sucedido, no en realidad, pero cuando me lo dijo entonces yo lo había sentido real. Pudimos habernos conocido aquel verano, en esa playa, con nada más que un diminuto espacio de sol y arena entre nosotros. Debí de haber estado pensando sobre ello, aun mientras me borraba de sus pensamientos y recuerdos. Debió de habérseme escapado ese pequeño trozo de mí, o lo coloqué, o…
—Estoy… Es… Es como una tortura. —Tenía la voz cansada, apenas era un susurro—. Creo que me estoy volviendo loco. No sé qué está pasando, lo que sucedió, pero te miro a ti, te miro y te amo tanto. No por algo que hayas dicho o hecho, ni por nada en absoluto. Te miro y sencillamente te amo y me aterra. Me aterra lo que yo haría por ti. Por favor…, debes decirme…, dime que no estoy loco. Por favor, solo mírame.
Mi mirada se elevó hacia la de él y todo terminó.
Sus labios atraparon los míos en un beso, abriéndolos con su intensidad. No tenía nada de suave. Sentí la puerta crujir contra mi espalda mientras él se movía, apretándome contra ella, cogiendo mi rostro entre sus manos. En mi mente, todo pensamiento había estallado convirtiéndose en un blanco puro y pulsante, y sentí una oleada oscura de deseo comenzar a retorcerse dentro de mí, quebrantar todas mis reglas, cortando los últimos temblorosos cabos de contención. Intenté por última vez separarme de él.
—No —dijo él, atrayendo mis labios nuevamente hacia los suyos.
Era como había sido antes; deslicé mis manos bajo su chaqueta para atraerlo aún más hacia mí. El gemido bajo en el fondo de su garganta, un sonido débil y suplicante que encendió cada centímetro de mi piel.
Entonces cambió. Me alejé, boqueando para respirar, y cuando nos juntamos de nuevo fue más profundo, más suave, más dulce. Era un beso que yo recordaba, la clase de beso que solíamos darnos cuando parecía que disponíamos de todo el tiempo del mundo, cuando los caminos se abrían solo para nosotros.
Me rendí a ese sentimiento. No me importaba en qué me convertía: débil, egoísta, tonta, horrible. Recordaba aquel trocito de tibia paz antes de que yo lo arruinara, arrojando su mente a un revoltillo de confusión desesperada. Había en él tanta oscuridad; los corredores claros y brillantes se habían derrumbado sobre sí mismos. Me abrí paso con esfuerzo, desgarrando sábanas negras y de un marrón quemado. Me ahogaba en ello, en él, y era tan diferente, tan extraño, que no reconocí el hecho de que estaba en su mente hasta que fue demasiado tarde.
«Para, para, paraparapara…».
Lo empujé hacia atrás, cortando la conexión física entre nosotros. Ambos vacilamos; mi cabeza dio alaridos de dolor cuando caí de rodillas. Liam cayó hacia atrás sobre la mesa más cercana, haciendo volar cientos de pequeñas herramientas y tornillos que estaban ahí apilados, que cayeron al suelo como una lluvia con un ruido punzante que parecía no tener fin, haciendo eco al latigazo final que atravesó mi cuerpo cuando mi mente se alejó abruptamente de la de él.
«Mierda», pensé, abriendo la boca para respirar. Me sentía mal, físicamente enferma, y el mundo se abrió bajo mis pies. Durante varios aterradores segundos, el ardor de mi mente fue lo bastante intenso como para que no pudiera ver en absoluto. Me arrastré en busca del arma que se me había caído, y él me cogió. Intenté ponerme en pie apoyándome en una de las repisas que tenía tapacubos, pero lo único que conseguí fue arrancarla de la pared y hacer volar por el aire los tapacubos, que cayeron sobre mí.
Al final, me rendí, apoyé mi espalda en la pared y flexioné las rodillas contra el pecho. El dolor había bajado por mi nuca y goteaba poco a poco hacia el centro de mi pecho. «Mierda, mierda, mierda». Apreté las palmas de las manos contra los ojos, tragando otra difícil bocanada de aire.
—Ruby.
Levanté la vista, buscando su rostro en la oscuridad.
—Ruby, tú… —La voz de Liam tenía un tono de pánico mientras extendía una mano y me levantaba hacia él. Caí contra su cuerpo, demasiado aturdida para alejarme mientras él me rodeaba los hombros con sus brazos y hundía la cara en mi cabello—. Nosotros… El santuario…
«Oh, Dios».
—Tú me hiciste algo… Tú… ¡Oh, cielos, Chubs! —Liam alejó su rostro y aferró el mío entre sus manos—. ¡Le han disparado a Chubs! Lo cogieron, y nos cogieron a nosotros; estábamos en esa habitación y tú…, ¿qué hiciste? ¿Qué me hiciste? ¿Por qué me marché? ¿Por qué me marché sin ti?
La cara se me quedó sin sangre; todo mi cuerpo se quedó sin sangre. Acaricié sus cabellos, obligándolo a mirarme directamente a los ojos. Cada uno de sus músculos estaba temblando.
—Está bien. ¡Liam! Chubs está bien, está bien. Fuimos a buscarte a Nashville, ¿lo recuerdas?
Me miró otra vez, y por primera vez sus ojos estaban nítidos. Despejados. Me estaba mirando, y supe el momento exacto en que se dio cuenta de lo que yo le había hecho. El pelo le cayó sobre el rostro mientras sacudía la cabeza; sus labios se movían en una incredulidad silenciosa. No conseguí decir una sola palabra.
«No es posible».
¿Cuántos recuerdos había borrado? ¿Docenas? ¿Cien? Y desde el principio, desde aquella expresión de puro temor en la cara de mi madre, supe que no regresaría. Cuando le sucedió a Sam, eso solo lo confirmó. Deslizarme en su mente, intentar componer lo que había hecho, solo había demostrado que no había nada que yo pudiera hacer. Que no había rastros de mí para eliminar en el primer plano de su mente.
Pero ahora… no había introducido recuerdos en la mente de Liam. Sabía cómo se sentía. Esto era algo diferente; debía serlo. Todo lo que había hecho era liberarme antes de hundirme demasiado y hacerle daño de verdad. No había ninguna posibilidad de que eso estuviera ocurriendo. Ninguna.
Liam retrocedió, lejos de mi alcance. Lejos de mí.
—Puedo explicártelo —empecé a decir, con voz temblorosa.
Pero él no quería escuchar nada más. Liam volvió al coche que estaba en el centro de aquel taller húmedo, recogió una mochila que no reconocí y se la colgó del hombro. Llegó hasta la puerta con movimientos aterrorizados. Comprendí que necesitaba ver por sí mismo que Chubs estaba bien. Que todo lo que había sucedido desde que lo encontramos había sucedido realmente.
—¡Espera! —grité, lanzándome detrás de él—. ¡Liam!
Oí sus pasos redoblar contra el linóleo de la recepción y su gruñido de frustración cuando se golpeó contra el escritorio.
Oí disparos. La onda expansiva del explosivo destrozó una pared de cristal e hizo que mi mundo se derrumbara.