No sé cómo llegué de la parte trasera del hangar al frente; solo sé que cuando el negro manto de confusión se levantó de mi cerebro y la nauseabunda luminosidad de las luces del techo se calentó hasta adquirir un brillo intolerable, Jude me sostenía de un hombro, Olivia del otro, y mirábamos a Michael y a otros cuatro recoger nuestras armas y nuestras bolsas con las raciones de alimento.
Hacia la derecha, temblando como una hoja otoñal, estaba un Knox de mirada ausente.
Conque ahí es donde habían ido Michael y los demás: a buscar al antiguo líder del grupo. Sin embargo, ahora no parecía serles de mucha ayuda. Knox balbuceaba para sí, balanceándose hacia delante y hacia atrás sobre los talones, mientras en sus labios se formaba la misma palabra una y otra vez: «Marcharse, marcharse, marcharse».
—… vuestra elección —gritó Michael. El ruido había cesado, pero no los destellos—. ¡Escogisteis a unos extraños antes que a Knox! ¡Antes que a mí! ¿Queréis quitarnos todo y echarnos de una patada? ¡Nosotros encontramos el jodido almacén! ¡Nosotros lo montamos todo!
Jude temblaba, pero no de miedo ni de frío, sino de furia.
—Así que, si tú no lo tienes, nadie puede tenerlo, ¿es eso? —dijo Jude mientras su mano ajustaba mi cintura—. ¿Odias tu vida y por eso tienes que hacer que todos sean tan miserables y hambrientos y penosos como tú?
—¡Yo no soy penoso; ninguno de nosotros lo es! Si ella no lo hubiera fastidiado, Knox os lo estaría diciendo. ¡Miradlo, mirad! ¿Queréis que os lo haga a vosotros también? ¿Queréis otra función de su espectáculo de bichos raros?
—Créeme… —Sacudí la cabeza en un débil intento de eliminar las manchas que me nublaban la vista—. Si no dejas esas bolsas y desapareces de mi vista en dos segundos, tú serás el siguiente.
Michael levantó su pistola, pero tanto Olivia como Brett dieron un paso adelante, interponiéndose.
Hubo un rápido movimiento a mi izquierda. Dirigí hacia ahí mi mirada justo a tiempo para ver a uno de los del grupo de Michael abrir la puerta nuevamente. Advertí que uno de ellos debía de haberla cerrado. Eso, para empezar, explicaba que se hubieran activado las alarmas.
—Debemos marcharnos —gritó el chico—. Se están deteniendo.
El corazón se me petrificó en el pecho. Si ellos estaban aquí, ya era demasiado tarde.
—¡No! —advirtió Brett, pero Michael cogió a Knox y siguió a los demás hacia fuera, hacia la noche.
Hubo dos segundos de silencio. Cerré los ojos y volví la espalda hacia los gritos, los coches que chirriaban, las armas y los uniformes. Se oyó un disparo. Respondieron cien.
—¡Al suelo! —ordené, abalanzándome sobre Jude.
En su mayoría, las balas rebotaron en el gran portalón del hangar, justo a la derecha de la puerta lateral más pequeña por la que habíamos entrado, pero algunos proyectiles atravesaron el delgado metal y fueron a hundirse en las mismas estanterías de suministros que acabábamos de saquear.
Los bordes de mi mente se deshilachaban, un palpitante dolor de cabeza reproducía cada latido de dolor de mi cintura. Me quité la gota de sudor que tenía sobre el labio superior de un manotazo. No necesitaba contactar con Brett ni encontrar una forma de mirar fuera. Sabía lo que vería: cuatro estúpidos muchachos muertos y una multitud de uniformes negros y camuflados montando una línea de defensa.
—Cuento treinta de ellos —dijo uno de los Azules.
«Ni siquiera sé cómo te llamas —pensé aturdida—, y tú nos seguiste hasta aquí de todos modos. Voy a hacer que os maten».
Cuando me puse en pie sentí un incontenible impulso de vomitar. «Estamos muertos. Yo he hecho que nos maten».
—Esto será pan comido, ¿vale? —dijo Brett y se aclaró la garganta. Se volvió hacia los demás—. Ellos tienen armas, pero nosotros tenemos cerebros. Me gusta como están las apuestas.
—Un único buen esfuerzo debería bastar —coincidió Olivia—. Yo puedo llevar la mitad por el río del mismo modo que vinimos, pero alguien debe intentar llevar a la otra mitad por el camino largo.
Brett se pasó una mano por el pelo oscuro con una risa ligera.
—¿Con «alguien» quieres decir yo? ¿Tan ansiosa estás de deshacerte de mí?
Los Azules se estaban dividiendo en dos grupos, detrás de Olivia y de Brett, respectivamente, y lo absurdo de lo que estábamos por hacer —empujar a los hombres como si fuéramos matones en el patio del cole y después intentar correr más rápido que las balas— me hizo querer gritar.
Yo permanecí al margen del ruido y el movimiento, sintiéndome extrañamente desconectada de lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Pero Jude se abrió paso a través del pánico y los cuerpos para llegar a la caja de fusibles que había en la pared.
—Todo el mundo, formad una fila ante la puerta —dijo y golpeó el pequeño candado del cuadro eléctrico con un extintor que había cerca.
Arrojó el metal roto a sus espaldas y abrió la tapa gris. Cogió con los dientes el extremo de su guante derecho y se lo quitó, tras lo cual colocó la mano desnuda sobre los diversos interruptores. Los diales superiores empezaron a girar y sus diminutas manecillas rojas casi no se veían.
—Vosotros arrojadlos hacia atrás y detrás vendré yo con mi golpe. —Sonaba calmado, demasiado calmado para él.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.
El aire se sentía más cálido y me hacía cosquillas en el rostro. La fregona de cabello castaño que yo tenía delante comenzó a elevarse y a crepitar por la estática. Retrocedí un paso, pero hasta que las luces se apagaron y la alarma se calló no pude ver la sucesión de chispas azules que corrían por sus manos y sus brazos.
—Ruby, tú debes presionar el botón del portalón —dijo.
El mero hecho de estar cerca de él hacía que se erizara el vello de los brazos.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté otra vez.
Parecía dividirse en dos ante mis ojos. Parpadeé, pero la aureola de luz que había a su alrededor no desapareció.
—Confía en mí —dijo, y en su tono de voz había una calma que no era natural—. Lo tengo todo bajo control.
Contó de forma regresiva empezando por el tres, obligando a los Azules a apresurarse a formar la hilera que él había ordenado. Jude se cuidó de no tocar a nadie, de pie en el centro de la hilera; los demás parecían curvarse a su alrededor como reacción a su carga y a su cambio de talante.
«No —pensé, tragándome la palabra—. No, ahí no. No ahí, donde pueden herirte…».
—¡Uno! —resonó la voz de Jude.
Golpeé el botón con la mano.
Mientras estábamos dentro, la nieve había sido reemplazada por una intensa lluvia. Caía como una cortina, distorsionando las luces que los soldados habían colocado. Los haces blancos eliminaron nuestros pies y fueron subiendo por nuestras piernas a medida que el gran portalón se levantaba. Jude esperó hasta que la luz le dio directamente en el pecho y entonces cerró ambos puños.
Advertí que no eran reflectores. Solo eran los faros de los cuatro coches que habían aparcado formando un semicírculo alrededor de la puerta del hangar. La mayoría de los soldados había tomado posiciones detrás de los vehículos verdes y apoyaban sus armas sobre el capó para apuntar con mayor estabilidad. Delante de ellos había al menos dos docenas de soldados, rodilla en tierra, apuntando sus rifles y con los cascos abrochados.
El portalón se detuvo sobre nuestras cabezas con un chirrido.
Unos cuantos soldados camuflados se sentaron sobre los talones o retiraron la vista de las miras de sus armas. Sorprendidos, estoy segura, de ver nada más que un pequeño grupo de bichos raros. Uno de los hombres de la vanguardia se giró y les gritó algo a los demás, pero la lluvia ahogó sus palabras.
Hubo un estallido de chirriante estática. Alguien había traído un megáfono a uno de los hombres mayores de negro.
—Venid con nosotros —dijo— por la autoridad del comandante de las Fuerzas Especiales Psi, Josep Taylor. Si no cooperáis, usaremos la fuerza.
—¿Ah, sí? —respondió Brett a voz en cuello—. ¡Podéis decirle a Joseph Taylor que, por nuestra autoridad, puede mamármela!
Esa fue la señal, sin importar si esa era su intención. Los Azules dieron un paso adelante y arrojaron sus armas al suelo. Hasta los soldados que advirtieron lo que sucedía fueron demasiado lentos para reaccionar. El pop-pop-pop de un arma automática quedó ahogado entre los gritos de asombro cuando el grupo de soldados y sus vehículos fueron levantados y arrojados hacia atrás, como si los hubiera alcanzado una ola invisible.
Entonces Jude salió a la lluvia.
Era a la vez horrible y hermoso de ver; resultaba familiar ver la rugiente electricidad que había acumulado en el hangar flotar a su alrededor como un sol azul. La luz se hizo más intensa, atravesó las paredes de su piel y corrió por el agua encharcada sobre el pavimento en ríos de ardiente luz. La forma de Jude se transformó en una sombra, una simple silueta, mientras la electricidad fluía frente a él, aumentando como una explosión silenciosa y cegadora.
La noche perdió su olor a lluvia fresca, que fue reemplazado por un nuevo hedor a piel y pelo chamuscados, y el inconfundible olor nauseabundo del caucho quemándose. La electricidad chisporroteaba al avanzar. Saltó por encima de las botas de suela de goma. Iluminó las ropas, los huesos y la piel, calentó los botes de metal del aerosol de pimienta hasta que estallaron. Los soldados que no habían sido alcanzados por el golpe de los Azules comenzaron a retorcerse en el suelo. Uno de ellos consiguió apuntar su arma en la dirección general en que se encontraba Jude, solo para ser empujado de nuevo por Brett.
Jude permaneció de pie tanto como pudo, estremeciéndose y temblando como un conejo en el frío. Después se derrumbó sobre el pavimento, rodillas, pecho, cara sobre el hormigón, de forma tan desarticulada que lancé un grito y me abrí paso entre los demás para llegar hasta él.
Lo volví de espaldas ignorando los agudos alfilerazos de estática en mis dedos. Su rostro ardía pese al manto de lluvia helada. Al caer Jude, también había caído la tensión eléctrica y los azules brotes de electricidad se habían disipado como el vapor.
Detrás apareció el grupo de Olivia cogiendo todas las armas que tenían a su alcance y apartando a puntapiés a los soldados derribados para llegar hasta ellas.
—¡Olivia! —gritó Brett.
Levanté la vista en el momento en que él y los demás llegaban a la carrera detrás del primer grupo. Ella se detuvo, y, al volverse, sus pies resbalaron en el pavimento, pero él ya tenía una mano alrededor de su brazo y otra en su trenza. Brett se inclinó sobre la cara surcada de cicatrices de Olivia y la besó. No duró más que un instante. Un mensaje claro y preciso.
—¡Ahora corre! —gritó él y la empujó hacia los demás.
Me debatí bajo la incómoda longitud de Jude, intentando levantar su cuerpo derrumbado. Brett me apartó con el hombro, sin paciencia ni, obviamente, tiempo que perder en el intento de despertar a Jude de su agotado estupor. Se lo echó al hombro y empujó con el pie la bolsa que llevaba hacia otro Azul que la levantó sin detenerse.
—¡Por aquí! —exclamó.
La carrera fue mucho peor, mucho más dura de lo que había imaginado. El sonido de unos motores rugió con intensidad a nuestras espaldas. Vi más coches acelerar por el camino, pero solo los dos últimos nos vieron lo bastante pronto como para desviarse hacia el campo, antes de entrar en el recinto del aeropuerto. Los faros botaban con cada bache que encontraban los todoterrenos. Los árboles, sin embargo, los árboles estaban delante y sus oscuras y apretadas filas se ilu…
Una mano me apresó la muñeca y me arrastró hacia atrás. Caí con fuerza y mis pies resbalaron a causa de la combinación de fango, escarcha y hielo. Me golpeé la cabeza contra el suelo y una explosión de manchas grises surgió detrás de mis párpados.
La soldado me alumbró la cara con una linterna, lo bastante cerca de mis ojos como para que tuviera que cerrarlos a fin de evitar el resplandor. Me puso una rodilla en el pecho quitándome hasta el último soplo de aire. Me retorcí y pateé mientras un grito de frustración me desgarraba la garganta.
Entonces la luz se alejó y pude abrir los ojos otra vez. La soldado era joven, pero lo más importante es que estaba furiosa. Extrajo un objeto naranja del cinturón y lo sostuvo sobre mi cabeza. Después gritó algo que no puede oír; la lluvia, solo era lluvia, llenándome la boca, la nariz, los ojos, los oídos. El artefacto naranja apareció otra vez en mi campo de visión y desapareció dentro de otro estallido de luz blanca.
Supe el momento en que el aparato le enseñó mi perfil. El rostro de la de las FEP empalideció de terror y sus ojos se volvieron hacia mi cara.
Giré la cabeza y le hundí los dientes en la rosada carne quemada de la muñeca. Lanzó un chillido, pero yo ya estaba en su mente. Las brillantes luces de un vehículo cortaron la oscuridad resaltando las formas que corrían hacia nosotros dirigiéndose hacia el bosque.
—¡Apártate…!
Lancé un último puntapié con tanta fuerza que hasta el instructor Johnson lo hubiera aprobado.
La soldado se derrumbó lejos de mí y cayó con fuerza sobre la tierra. Tenía los ojos abiertos y ausentes clavados en mí. Esperaba una orden.
No me molesté en arrancarle las garras de mi mente. No me importaba. Sentía cada parte de mi cuerpo lenta y pesada. Me exigió toda mi concentración llegar hasta los árboles sin caerme, y más que eso arrastrar las piernas a través de los matorrales y el hielo. El suelo se elevaba; cada colina parecía alejarme del grupo un poco más.
Corrí. O intenté correr. Intenté con todas mis fuerzas atravesar la niebla que obnubilaba mi mente y controlar el temblor que había comenzado en las piernas y subía sin pausa con cada desnivel del terreno. Pensé en Liam, en Vida, en Jude. Debíamos regresar y avisar a los demás, debíamos trasladarlos, por si los soldados seguían nuestros rastros.
—Jude… —balbuceé mientras mi pie resbalaba. Algo hirviente me caía por la cadera—. Jude… Vida… Chubs… Liam… Jude…
Brett lo había recogido, ¿no? Si él podía atravesar las retorcidas ramas de los árboles con todo el peso del muchacho sobre sus hombros, yo también podía hacerlo. Podía mantenerme de pie.
«Lo has hecho tú». Estábamos perdidos. Nos cogerían y jamás volvería a ver a ninguno de ellos otra vez.
Pronuncié sus nombres hasta que en mi pecho no quedó ni un soplo de aire. Caminé hasta que mis piernas desaparecieron debajo de mi cuerpo. Observé cómo se desvanecía el último rastro de los chicos allá delante, en la cima de una colina, sangrando en la profunda oscuridad del bosque. No recuerdo haber caído, solo la sensación de que de algún modo había perdido la mitad de mi cuerpo, que la había dejado atrás, bajo los árboles.
Me giré hasta quedar de espaldas y me palpé la cintura en busca de una pistola que no estaba ahí. «Aceptar, adaptarse, actuar». Con un sollozo de dolor me arrastré hasta el tronco de un árbol y me alcé hasta apoyar mi espalda en él. Así podría ver si venía alguien. Ahora podía descansar.
Miré a través de los huesos de los árboles viejos que me rodeaban y vi cómo la lluvia desgarraba el cielo trozo a trozo, hasta que no hubo nada salvo la oscuridad.