OBJETIVO AVISTADO A LAS AFUERAS DE NASHVILLE //
TRIBU AZUL HOSTIL EN LA ZONA //
ACERCARSE CON PRECAUCIÓN
—El avistamiento no aparece en la lista de la red de dispositivos de seguimiento —dijo Chubs. Su dedo se deslizaba hacia abajo rápidamente sobre la pantalla de la pequeña tableta que yo había cogido de la caja seca para él—. Sin embargo, no me sorprende. En los últimos días, no he conseguido coger ni una sola señal de Internet para bajar una actualización.
—¿Qué es eso? —pregunté.
En la parte superior de la pantalla de colores estaba el rostro amoratado de Liam; la fotografía que le tomaron cuando lo llevaron a Caledonia, supongo. Junto a la foto había una lista con la misma información a la cual yo había podido acceder en la red de las FEP; la única actualización era que la recompensa por Liam había aumentado a doscientos mil dólares y que el último avistamiento informado había sido en Richmond, Virginia.
—Tiene acceso directo a la red de dispositivos de seguimiento —dijo Chubs—. Te dan uno después de registrarte y tras la aprobación del Gobierno. Ahí la información está celosamente guardada: las FEP no tienen acceso, por lo cual no pueden arrebatárselas.
Era una pantalla táctil, que permitía recorrer las diversas listas que había debajo. Un rastreador de fugitivos llamado P. Everton había sido quien lo avistó en Richmond; había subido esto en la entrada de Liam: «Stewart conduciendo una camioneta Chevy roja, matrículas robadas. Objetivo en vaqueros y sudadera negra con capucha. Perdido de vista durante persecución en coche».
—¿Por qué comparten la información… —pregunté— si solo uno de ellos se queda con la recompensa?
—Porque, si la pista que das es buena, mejoras tu posición. Además de la suma en dólares, a cada chico se le asignan puntos, especialmente en los casos de las grandes recompensas, y puedes ganar esos puntos aportando pistas o contribuyendo con las FEP cuando intentan localizar a un chico. —Chubs se encogió de hombros—. Los veinte dispositivos de seguimiento, más o menos, con las mejores puntuaciones consiguen más suministros del Gobierno, por no mencionar los equipos de mayor calidad y facilidades de acceso a Internet. Eso solo supone una gran diferencia. No te imaginas la cantidad de chicos tontos que han encontrado por culpa de las fotografías y los mensajes que sus familias tenían online. Creo que esa es la forma en que las FEP me encontraron la primera vez. Mi madre olvidó que había subido un álbum de nuestra cabaña a un sitio web.
Asentí, mientras seguía revisando las entradas de la lista. Solo había aproximadamente un millar de esas entradas de chicos activas, muchas de ellas sin fotografías. Estos, supuse, eran los afortunados que habían sido añadidos al registro de ENIAA online por padres que no sospechaban nada, para recibir actualizaciones e instrucciones del Gobierno, pero que habían evitado ser recogidos y llevados a un campamento. O bien habían encontrado un muy buen lugar donde ocultarse, o bien habían llegado a dominar el arte de vivir fuera de la red. Continué revisando la lista.
Dale, Andrea. Dale, George Ryan. Daley, Jacob Marcus.
Daly, Ruby.
La fotografía era de cuando tenía diez años, con mis ojos muy abiertos bajo un desaliñado caos de pelo oscuro y húmedo. «Vale —pensé—. Aquel día llovía y nos hicieron entrar».
—¿Qué diablos? —La sostuve para mostrársela—. ¿Cuatrocientos mil dólares de recompensa?
—¿Qué…? Ah, eso. —Chubs me arrebató la tableta de las manos y dijo con un gesto adusto en el rostro—: Enhorabuena, eres oficialmente una puntuación alta.
—Eso es… Yo… ¿Por qué?
—¿De verdad necesitas que haga el análisis por ti? —dijo suspirando—. Te escapaste de Thurmond con ayuda de la Liga, y…, ah, sí, dicho sea de paso, eres una Naranja.
—¿Qué son todas estas entradas? —pregunté—. Jamás he estado en Maine ni en Georgia.
Chubs sostuvo la pantalla para que yo pudiera mirarla.
—Mira más de cerca.
«Avistada en las afueras de Marietta, Georgia, dirigiéndose hacia el este. J. Lister».
Al menos cinco de esas entradas pertenecían a J. Lister, alias el adolescente sentado al volante a mi lado.
—Habría subido más, pero te penalizan por subir pistas falsas a la red. Intento hacerlo por ti y por Liam cada vez que puedo para despistar a los dispositivos de seguimiento.
—Y ¿qué hay de Zu?
—Lo mismo —dijo él—. Pero con una frecuencia muchísimo menor. No es bueno subir actualizaciones respecto de los mismos chicos sin prestar atención a las distancias y todo eso. No puedo subir que te he visto en Maine y, cinco minutos después, que he visto a Zu en California. De todos modos, me he inventado una historia, y en lo que a los dispositivos de seguimiento respecta, Zu está en algún lugar de Florida.
—¿Crees que ella y los demás realmente han llegado a California? —pregunté—. No ha habido actualizaciones en la red de las FEP a las que la Liga haya tenido acceso. Lo revisé por última vez la semana pasada y aún no había nada.
—Yo… —Chubs se aclaró la garganta—. Me gustaría creer que sí. Cuando encontremos a Liam, tendremos que ir a verlo por nosotros mismos.
Los demás estaban en nuestro campo de visión, al otro lado del parabrisas. Vida intentaba desmontar la tienda golpeándola hasta que se rindiera. Jude estaba tendido de espaldas en una parcela de tierra con hierba, mirando el cielo con la brújula sobre su pecho. Hacía frío, pero había salido el sol por primera vez en días. Observaba el cielo con una especie de asombrada admiración.
—¿Qué crees que mira? —preguntó Chubs, estirando el cuello hacia delante para seguir la mirada de Jude—. ¿Ese chico está mentalmente… sano?
—Yo diría que su cerebro está a unos veinte mil kilómetros de aquí, componiendo la narración de esta heroica aventura —dije—. Pero sí. Es un chico tierno. Hiperactivo, sin ninguna intención de aceptar la realidad, pero tierno.
—Si tú lo dices —murmuró Chubs.
Vida lanzó un grito ahogado y arrancó una de las estacas que sostenía la tienda. Se inclinó y giró toda la estructura hasta ponerla de lado y la aplastó de un pisotón.
—¿Por qué soy la única que está trabajando? —gritó—. ¡¿Holaaaaaa?!
Chubs ya estaba saliendo por su puerta antes de que yo hubiera puesto una mano sobre la mía.
—¿Podrías no destruir mi tienda, desgraciada incompetente y desagradecida? —bramó.
—¿Yo soy una incompetente? —La voz de Vida se tornó áspera—. ¿Quién fue el imbécil que tiró las instrucciones?
Tras una rápida mirada para asegurarme de que Vida no fuera a empalar a Chubs con la estaca que tenía en una mano, cogí la tableta y la encendí otra vez.
Durante dos, tres, cuatro segundos agónicos, todo lo que vi fue el lento giro del círculo gris mientras el aparato se cargaba. Con una breve señal acústica, apareció una página de inicio: un minúsculo menú que abarcaba desde emergencias hasta bases de datos y actualizaciones. Sobre este había un mapa digital de Estados Unidos, un mapa que parecía realmente útil para orientarse.
Eso no era para lo que lo necesitaba.
Sentí un nudo de ansiedad en el estómago, pero mis dedos no temblaron cuando tecleé el nombre.
«Gray, Clancy».
Y después, el dolor desapareció con una larga exhalación.
«No hay registros».
Aún nos quedaban cuatro horas para llegar a Nashville, y Chubs y yo nos repartimos la tarea de conducir. Verlo tras el volante en lugar de en el asiento trasero, detrás de mí, ya era bastante raro, pero su postura relajada y confiada lo hacía parecer una persona diferente. Yo me estaba obligando a adaptarme, a aceptar el hecho de que este Chubs no era el que me habían quitado. ¿Cómo podría serlo, después de todo aquello?
Aparte de su reacción ante los insultos y las provocaciones de Vida, estaba más calmado, más expresivo. Yo lo miraba de cuando en cuando y veía que una sombra le cruzaba las líneas duras de su rostro. «Dímelo», pensaba, pero las nubes oscuras pasaban y desaparecían, dejando que el camino se inundara con la brillante luz del sol, y se veía otra vez como Chubs. Por lo menos hasta que llegara la hora de comer.
Antes, Chubs se había quejado y había despotricado ante la idea de detenernos y que uno de nosotros entrara a comprar comida en una tienda o un restaurante. Siempre había sido Liam quien entraba a comprar mientras las sonoras protestas de Chubs lo seguían como una sombra agobiante.
—Venga, vamos. Estará bien —dijo cuando insistió en aparcar en un área de descanso donde ya había un puñado de personas deambulando por el lugar.
Cada vez era más obvio que Chubs usaba su identificación de rastreador de fugitivos como un escudo antibalas; se la enseñaba a todo aquel que lo miraba con cierta intensidad. Una parte de mí se preguntaba si no se había acostumbrado demasiado a actuar en ese papel o si acaso algo había cambiado realmente en su interior.
El resto de nosotros esperamos, tan quietos como nos era posible en los asientos, mientras Chubs se tomaba su tiempo para usar el lavabo, abusar de las máquinas expendedoras y respirar el aire fresco del otoño.
—Creí que habías dicho que ese chico era listo —dijo Vida, sibilante.
—Lo es.
Lo observé por encima de la curva del salpicadero.
—Entonces es condenadamente maleducado —respondió con sequedad—. O está intentando hacer que nos cojan.
No, no era eso. Chubs era muchas cosas, pero en él no había bastante maldad como para rechazar a alguien que necesitaba de su ayuda.
«¿Ah, sí? —dijo una vocecita en el fondo de mi mente—. ¿No es eso precisamente lo que intentó hacer contigo?».
Negué con la cabeza en el momento en que Chubs entraba en el todoterreno, arrojando un montón de patatas fritas y caramelos sobre mi regazo. Me dirigió una mirada. Me miró otra vez.
—¿Qué haces?
Mis labios se abrieron por la sorpresa.
—¿Tú qué crees? ¡Cualquiera de estas personas podría habernos denunciado!
Chubs arrugó el ceño cuando por fin comprendió. Miró a los demás, que todavía estaban agazapados en la parte trasera. Jude se abrazaba las rodillas con los brazos, enterrado en el espacio que había entre la rejilla de metal y su asiento.
—Sí —dijo Vida sin dirigirse a nadie en particular—, no es más que un maldito idiota.
—Está bien —dijo Jude con una alegría forzada—. No nos han delatado. En todo caso, no tienen aspecto de FEP ni de dispositivos de seguimiento.
Los dispositivos de seguimiento no tenían «aspecto»; Chubs era la prueba de ello. Puede que se hubiera vestido según el papel, pero no era uno de ellos. Chubs no poseía la distante frialdad que parecía emanar de los demás. Esta reacción, la forma en que forzaba la llave del encendido del motor, me hicieron preguntarme si en algún momento se había percatado de cuán irresponsable estaba siendo en ese instante.
Esto no se convirtió en un auténtico problema hasta que llegamos a las afueras de Nashville y a las barricadas que había montado la Guardia Nacional, dotadas con una docena de sus mejores hombres.
—Ciudad cerrada —dijo Jude, leyendo la señal pintada con aerosol que dejamos atrás.
Era una sucesión de señales, una detrás de la otra. Zona inundada. Despacio. Ciudad cerrada. Regresen. Solo Guardia Nacional. Ciudad cerrada. La voz de Jude bajaba solo un poco con cada señal que leía, pero el todoterreno iba cada vez más rápido. El puesto improvisado fue al principio una línea borrosa en el horizonte del camino resbaladizo por la nieve, y el alambre de espino y las vallas fueron cobrando forma gradualmente.
—Reduce la velocidad —le dije a Chubs—. Detente un instante.
Él ignoró ambas órdenes.
Vida levantó la vista del intercomunicador en el que estaba escribiendo otro mensaje para Cate.
—Ah, sí. Dice Cate que la ciudad ha estado cerrada desde el verano. Algo relacionado con que el río inundó la ciudad y un grupo de personas organizó una revuelta al no recibir ayuda de ningún tipo.
Dejé escapar un suspiro y apoyé el rostro en mis manos.
—Nos habría sido útil conocer esa información hace veinte minutos. Cuando estábamos en medio de la conversación, ya sabes, acerca de la mejor manera de entrar en la ciudad.
Vida se encogió de hombros.
—Uuuh —exclamó Jude con un claro matiz de pánico en su tono de voz—. Hay un tío que viene hacia aquí. Viene condenadamente rápido.
Como era de esperar, un Guardia Nacional se había separado de la valla de alambre y los sucios barriles amarillos que usaban para bloquear el camino. El hombre se acercaba al trote y su arma y su equipo se sacudían con cada paso. Una punzada de pánico me subió por la espalda.
El Guardia Nacional se detuvo y se llevó una mano a la pistola que tenía en el costado.
Entonces Chubs preguntó:
—¿Lleváis puestos los cinturones de seguridad?
—Bromeas —empecé a decir.
No era posible. Él nunca lo haría.
Vida levantó la vista del intercomunicador.
Jude aulló cuando el coche arremetió hacia delante. Chubs pisaba el acelerador a fondo.
Extendí una mano y giré el volante, obligando al coche a virar bruscamente hacia la izquierda. Chubs intentó apartarme de un empellón, pero yo hice que el coche girara en redondo, esquivando por poco al soldado que venía a nuestro encuentro. Chubs levantó el pie del acelerador de inmediato, pero ya avanzábamos en la dirección correcta, alejándonos de la valla, los soldados y el peligro. Vida colocó la palma contra la rejilla, y el acelerador se hundió bajo su control hasta pegarse a la sucia alfombrilla del todoterreno. Chubs intentó bombear el freno y el coche pareció chillar a modo de protesta.
Cuando finalmente la barricada se transformó en un pequeño punto en el espejo retrovisor, Vida levantó la mano y el pie de Chubs pisó el freno. Los cinturones de seguridad se ajustaron sobre nuestros pechos.
—Yo… —comencé a decir cuando finalmente recobré el aliento—. ¿Por qué…? Tú…
—¡Maldición! —exclamó Chubs, golpeando el volante con las manos.
No parecía ser él mismo; antes me había gritado, innumerables veces, pero esto era… Sentí que realmente me hacía más pequeña.
—¡Cómo te atreves a hacer eso! ¡Cómo te atreves!
—Si vais a pelearos, ¿podéis hacerlo fuera? —dijo Vida—. Yo ya tengo suficiente dolor de cabeza sin oír cómo mamá y papá se lanzan a la garganta del otro.
«Por mí, de acuerdo». Me desabroché el cinturón de seguridad e ignoré los gruñidos de Chubs mientras hacía lo mismo.
—¿Qué? —preguntó él, rodeando el frente del todoterreno para venir hasta mí.
Sus botas resbalaron en la nieve pegada a la oscura superficie de la carretera. Tenía la respiración caliente por la ira. Formaba un abanico blanco y pegajoso que se adhería a mis mejillas ardientes.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté—. ¿De verdad ibas a atravesar la barricada por la fuerza?
Lo que me enfureció fue el modo en que se encogió de hombros, como si no importara, como si no fuera nada.
—No me lo puedo creer —dije—. ¡Despierta! ¡Despierta! ¡Tú no eres así!
—No hubiera tenido que hacerlo si no me hubieras cargado con estos niñatos. ¡Podría haber enseñado un par de papeles y ya estaríamos dentro!
Se pasó una mano por su pelo oscuro.
—Y ¿sabes qué? Aunque la hubiera atravesado a la fuerza, no significa que nos hubieran alcanzado. Francamente, no erais tú y Liam los que siempre decían que debíamos asumir riesgos si queríamos salir adelante.
—En… —Yo no podía pronunciar la palabra—. ¿En serio? ¿Riesgos? ¿Dónde tienes la cabeza? Pero ¡si tú eres mucho más listo!
¿Importaba el hecho de que yo estuviera gritando o que él estaba haciendo todo lo posible para sobrepasarme con su altura? ¿Importaba que los otros dos nos estuvieran observando desde el otro lado del parabrisas?
—Sin duda, habríamos atravesado las barricadas, pero ¿qué habría sucedido si hubieran apuntado la matrícula y nos hubieran denunciado? ¿Qué habría ocurrido si más adelante hubiera habido otra barricada y nos hubieran estado esperando? ¿Qué habrías hecho? Tú eres el único que tiene papeles; tal vez te habría ido bien, pero ¿qué habrías hecho si me hubieran cogido a mí? ¿O a Jude, o a Vida? ¿Habrías podido vivir con eso?
—Y ¿qué sucede con Liam? —gritó Chubs—. Ya sabes, el chico al que decidiste freírle el cerebro. El que está perdido o muerto o casi muerto porque decidiste fastidiarlo. ¿Lo recuerdas?
Sentí cada centímetro de mi piel como las ramas de los árboles que había sobre nuestras cabezas: desnudas y cubiertas de escarcha.
—Entonces, me culpas.
—Y ¿a quién más debería culpar? —gritó—. ¡Es culpa tuya, maldita sea! ¿Y ahora actúas así? ¿Como si para ti todos esos chicos fueran más importantes que nosotros? Sí, he debido hacer algunos ajustes. ¿Y qué? Me ha ido bastante bien tomando mis propias decisiones. Tú actúas como si yo aún estuviera desangrándome en tus brazos, pero ¡estoy bien! ¡Estoy mejor que bien! Tú eres la que está mal. Tú eres…
No había oído abrirse la puerta, pero de pronto Vida estaba a mi lado, con su hombro junto a mi hombro.
—Atrás. Vámonos. —Sentí que su mano se cerraba sobre mi muñeca—. ¿No nos quieres aquí, tonto del culo? Pues bien. Nos vamos.
Jude estaba pálido al escabullirse hacia la parte posterior del coche y coger nuestras pocas posesiones.
—Estoy listo —dijo, y su tono de voz no traicionó el temor que yo veía en sus ojos.
Cogí la chaqueta de piel que Jude me pasó, mientras mi mente intentaba comprender qué sucedía. Los dedos de Chubs aferraron el bolsillo y lo sostuvieron con firmeza.
—¿Qué haces?
—Creo… —Sentía la cara insensible—. Creo que ha sido una mala idea.
«¡No —gritaba mi cerebro—, no, no, no!».
—¡Ruby! —dijo él, asombrado—. Dime que no… ¡Ruby!
—¿Crees que somos unos inútiles? ¿Quieres demostrar que eres tan condenadamente valiente? —le gritó Vida—. Pues adelante. Ve y haz que te maten. ¡Veremos quién encuentra primero a Stewart!
Vida enganchó su brazo al mío y comenzó a arrastrarme por la ligera curva del arcén de la carretera, hacia el bosque salpicado de nieve. Era profundo y oscuro, y encantador. Yo no veía ni su principio ni su fin.
—Imbécil —mascullaba Vida—. Pero qué pedazo de mamón; detesto su estúpida cara, su jodida conducción; actuando como si fuéramos idiotas. ¡Imbécil!
Jude trotaba para mantenerse a nuestra velocidad. Las ramas me azotaban el rostro y se enganchaban en mi cabello. Los destellos del sol a través las copas de los árboles me desorientaban: de un rojo cegador en un instante y naranja al siguiente; y todo lo que yo podía pensar era en el fuego. Todo lo que veía era el rostro de Chubs cerca del mío, aferrados el uno al otro bajo el muelle de East River, mientras el mundo sobre nuestras cabezas ardía.
Sentí que una mano me tocaba la cintura y ya no pude hacerlo más. Se me enredaron las piernas y conseguí a duras penas cogerme de un árbol antes de colapsarme completamente.
«¿Qué estás haciendo? —pensé—. Es Chubs. Aún es Chubs». Durante varios minutos agonizantes no pude oír nada más que mi propia respiración. Me sentí físicamente enferma, como si estuviera a punto de vomitar todo lo que había en el pozo de mi estómago.
«Es Chubs». El que constantemente dice cosas de las que se arrepiente, aun cuando sean verdad. El que se permite que la ira se lleve lo mejor de él, especialmente cuanto está asustado. Y tú lo has abandonado. Lo has dejado. Ese era Chubs, y tú lo has abandonado.
Sentí que una mano tiraba de la mía. Jude estaba junto a mí, y se le arrugaba la chaqueta de paramédico.
—Creo que las dos estáis equivocadas —dijo con tranquilidad—. No os culpa por lo que acabó ocurriendo con Liam. Se culpa a sí mismo. Se está comportando de este modo porque ha llegado al punto en que está dispuesto a hacer cualquier cosa para corregirlo.
—Y ¿por qué él iba a pensar que nada de esto es por su culpa? —pregunté.
—Es un arma cargada —dijo Vida, mirando por encima del hombro—. Ha sobrevivido a un disparo. Una parte de él cree que es invencible y que puede cometer errores estúpidos y salirse con la suya. Hay otras formas en las que podríamos haber viajado, pero él escogió correr con los jodidos lobos. Si no está desesperado, si no se detesta a sí mismo, entonces realmente es un maldito idiota.
—Vosotros no lo conocéis —dije yo.
—No —respondió prudentemente—, pero te conocemos a ti.
—Y si tú crees que no has estado comportándote del mismo modo los últimos seis meses, entonces tú también eres una maldita idiota. —Vida me giró hacia la dirección del camino y me dio un fuerte empujón—. Ve a buscarlo. Si no estás de regreso en cinco minutos, continuaremos solos en busca de Stewart. ¿Dijiste que no tuviste elección cuando te uniste a la Liga? Bien, enhorabuena. Ahora tienes la jodida elección. Puedes volver o no, pero yo soy más que capaz de llevar a cabo esta Operación sin tener que aguantar todos tus lloriqueos.
Comprendí lo que me decía con total claridad.
—Volveré —les dije—. Enseguida, lo juro.
Di un paso vacilante, manteniendo la mirada en las temblorosas huellas que habíamos dejado en la nieve. Y la mantuve enfocada hacia abajo y adelante, porque no soportaba la idea de que los otros me vieran partir.
«No puedo abandonarlos». A ninguno. No puedo dejar a Vida, porque es demasiado cabezota para su propio bien. Ni a Jude, que no soporta el silencio ni la oscuridad. Ni a Chubs; no después de todo aquello.
El todoterreno aún estaba ahí, torcido, aparcado en el arcén. Chubs estaba en el asiento del conductor, inclinado sobre el volante. Rodeé el coche por detrás, mirando a ambos lados del camino para asegurarme de que no hubiera otros ojos mirándonos, después me arropé en la chaqueta de Liam para sentirme más segura.
Chubs no me vio. Sus hombros se estremecían pero yo no sabía si estaba respirando con dificultad o llorando. Di un golpecito en la ventanilla. Y Chubs —mi Chubs— dio un salto de terror hacia el asiento del acompañante.
—Lo siento —le dije moviendo los labios, sin pronunciar palabra, a través del cristal.
Había estado llorando. Algo se retorció en mi interior, con brusquedad y firmeza, cuando Chubs abrió la portezuela.
—¡Me has dado un susto de muerte! —gritó—. ¿Sabes lo fácil que es caerse y romperse un tobillo cuando se camina sin rumbo? ¿O en un río congelado? ¿Sabes lo que ocurre cuando sufres una hipotermia?
Me incliné hacia delante y puse los brazos sobre sus hombros.
—Yo… quiero decir… —Sentí sus manos coger con fuerza la chaqueta de Liam en su intento de retenerme donde estaba—. No soy el de antes. No lo soy y lo sé. No me gusta quién soy ni lo que he tenido que hacer, ¡pero tampoco me gusta que nos separemos otra vez! ¡No lo hagas! ¡No desaparezcas! Si estás enfadada conmigo, pues golpéame, pero no creas que no quiero estar contigo. ¡Siempre querré estar contigo!
Apreté mi abrazo, con mi rostro sobre su hombro.
—Tú también estás diferente —dijo—. Ahora todo es diferente. Yo solo quiero que todo vuelva a ser como antes, cuando estábamos en el estúpido monovolumen. Dios santo, ¿vas a decir algo?
—No llames estúpido a Black Betty —dije.
No supe si reía o lloraba otra vez, pero ambos nos estremecimos con fuerza.
—Lo echo de menos —decía Chubs—. Lo echo tanto de menos; sé que es tonto. Es que… estoy asustado…
—No ha muerto —lo interrumpí—. No. No puede estar muerto.
Chubs se retiró lentamente, levantando sus gafas para pasarse el antebrazo por los ojos.
—No es eso a lo que me refiero. Me asusta lo que dirá cuando averigüe… todo esto. —Sus manos volvieron al volante—. Esto.
—Probablemente hará algunos chistes tontos a tu costa —dije yo—, y te pondrá otro sobrenombre ridículo.
—No —respondió, con evidente esfuerzo—, lo sabrá…
Súbitamente me sentí muy quieta. No había otra forma de describir el terror que me subió por la espalda cuando Chubs se alejó de mí.
—Antes te he hablado de todos los papeles que hay que rellenar para registrarse como un rastreador de fugitivos —dijo—, pero… esa es solo la mitad del asunto.
—¿La mitad? —repetí.
Chubs asintió con la cabeza. Estaba muy abatido.
—Para ser aceptado debes entregar un chico. No hay ninguna otra forma de poner un nombre en las listas. No se puede engañar al sistema. Créeme, lo he intentado.
Pasó una cantidad inconmensurable de tiempo hasta que lo estaba diciendo llegó a mi cerebro. Con cada segundo que pasaba, su rostro se hacía cada vez más transparente. Sus pensamientos y sus temores volvían sin control.
—¿Quién? —pregunté por fin.
—Un Verde que encontré en Nueva York. —Chubs tragó con dificultad—. Estaba… Había vivido mal durante varios años. Lo advertí por su aspecto. Torturado. Hambriento. Estaba prácticamente cadavérico. Lo vi porque estaba intentando romper una máquina expendedora fuera de uno de esos centros comerciales suburbanos. Fue en pleno día. Había una muchedumbre observándolo, pero no se acercaban.
—¿Qué sucedió?
—Él… No lo sé, ni siquiera se defendió —dijo Chubs, con la voz ronca por la emoción—. Solo me miró y vi que se había rendido. Y en ese momento pensé, ya sabes, que en un campamento por lo menos tendría comida. Tendría una cama. No era más que un Verde. Lo tratarían bien si mantenía la cabeza baja.
—Tuviste que hacerlo. —¿Qué otra cosa podía decirle?—. Era el único modo.
—¿Esperas que se lo explique así a Liam? Oh, perdona. ¿Tu vida era más importante que la de él? No lo entenderá. —Chubs se aclaró la garganta—. El hecho es que habría hecho cosas mucho peores. Habría hecho cualquier cosa para encontraros. Me asusta. Siento que, si no hubiera nadie para ponerme freno, no sé qué haría.
Era un sentimiento que conocía muy bien: la sensación de caída libre en un pozo oscuro, sin saber cuándo chocarás contra el fondo, ni siquiera si hay un fondo.
—No importará —dije—. Al final, no importará. Te conviene creer que, cuando hayamos encontrado a Liam y conseguido la información, empezaré a quemar hasta los cimientos de cada uno de esos campamentos.
Chubs tenía tal aspecto de inseguridad que me partió el alma.
—Deberé hacerlo. ¿Confiarás en mí? —susurré.
Tras un momento, Chubs asintió.
—Vale. —Se aclaró la garganta, en un intento de volver a su habitual tono huraño—. ¿Dónde han ido los otros?
—Nos están esperando.
—¿Entonces iremos andando? —preguntó—. Tendré que esconder el coche.
Lo miré un instante, confundida. Entonces comprendí. «Está dejándote liderar el grupo».
—Sí —dije—, creo que deberíamos intentar entrar en la ciudad a pie.
Chubs asintió con la cabeza y después de eso no hubo más discusiones. Condujimos el coche por la carretera hasta encontrar un pequeño camino de acceso. Tras ocultar adecuadamente el todoterreno entre los árboles y el sotobosque, nos alejamos hacia el bosque.
—No hacía esto desde hace tiempo —dijo Chubs, cambiando el bulto donde habíamos reunido las provisiones y uno de los tropecientos mil equipos de primeros auxilios que él insistió en incluir. Chubs sonreía, apenas, pero era algo.
—Ojalá pudiera hacer lo mismo —dije, colocando una mano sobre uno de sus hombros para pasar por encima del tronco de un árbol caído.
—¿Dónde has dicho que estaban?
No había advertido que estábamos otra vez en el pequeño claro de antes hasta que vi la confusión de huellas que había en el fango y en el musgo. Entonces habían cumplido su palabra. Habían seguido adelante y nosotros deberíamos alcanzarlos.
Miré a Chubs para decírselo, pero sus ojos estaban concentrados en la nieve, con el ceño fruncido.
Había más de tres pares de pisadas. Mi cerebro había echado un vistazo y había dado por supuesto que Jude había estado paseándose como de costumbre o que Vida había estado recorriendo el claro con impaciencia. Pero, para comenzar, había muchas más huellas.
Entonces comprendí lo que debía de haber ocurrido. Una espiral de huellas donde Vida había intentado luchar, que acababa en una zona de tierra en la que había caído. Del otro lado, el suelo estaba cubierto de ramas rotas; avancé otro paso, siguiendo el sendero hasta que mis pies encontraron unas gotas de sangre de un rojo muy brillante sobre un espacio de nieve a medio fundir.
No. El viento hizo sonar un gruñido amenazador en mis oídos. No habían seguido adelante.
Los habían capturado.