CAPÍTULO OCHO

Cada palabra que me venía a la mente tenía el mismo significado.

—¿Qué haces aquí?

La sonrisa de triunfo que esperaba ver no hizo acto de presencia. En cambio, me echó una mirada y resopló.

—Vaya, tu instinto de supervivencia está de capa caída, ¿no? Y decían que serías difícil de encontrar.

Saqué la pistola del cinturón lentamente y apunté con cuidado. Dejé que las manos invisibles de mi mente se desplegaran, imaginando que la alcanzaban, que me metía en su cabeza. Pero… nada. Nada en absoluto.

—¡Qué bonita! —dijo—. ¡Yo también tengo una de esas!

Por un largo instante, ninguna de las dos se movió, sus ojos oscuros se movieron hacia mí, igual que cuando nos enfrentábamos en los entrenamientos. Midiéndome. Preguntándose si me gustaría mucho hacerlo.

Ninguna lo vio moverse: en un instante, Jude estaba acurrucado detrás de mí, y, de repente, se había acercado hasta Vida y le había puesto una mano en el hombro.

—Lo siento mucho.

Un pequeño arco de color azul eléctrico saltó desde el walkietalkie de su cinturón, acariciando la piel de Vida, como una serpiente explorando con su lengua. Vida debió de darse cuenta de lo que estaba a punto de hacerle en el mismo instante en que lo hizo, pero no pudo moverse lo bastante rápido. Puso los ojos en blanco mientras se desplomaba en el suelo.

—Oh, Dios mío —dije, dejándome caer a su lado para tomarle el pulso en el cuello.

—Solo le he dado un latigazo amoroso —dijo Jude, con el pelo todavía en punta—. Despertará… Despertará dentro de un minuto más o menos, pero, Ru, dime que acabo de hacer lo correcto. No quiero dejarla aquí. Creo que no deberíamos dejarla aquí sola, pero es que ella no iba a ayudarnos, y tenemos que encontrar a Liam, y ella lo hubiera contado, y él es importante.

—Has hecho lo correcto —le dije—. Jude, gracias. Gracias.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —susurró Jude, siguiéndome por el pasillo hasta una habitación marcada como solo para empleados.

Un rápido vistazo alrededor me dijo que el equipo táctico se había dividido: una mitad estaba arriba, visible en las oficinas de cristal por encima de nosotros, y la otra mitad había salido a la plataforma del tren. Los soldados de las FEP estaban tendidos en el suelo y maniatados juntos en un corrillo involuntario de color negro.

Seguimos el largo pasillo hasta el final, solo había un trabajador de la estación en la sala de descanso de los empleados. Mantuve los ojos fijos en las puertas dobles al final del tramo de hormigón, demasiado asustada de lo que iba a ver si volvía la mirada.

Abrí la puerta de la derecha lo más silenciosamente posible, indicándole a Jude que me siguiera. Se cerró con un leve chasquido. Tardé dos valiosos segundos en averiguar que también nos buscaban en la terminal de autobuses, y otros dos en ver al viejo vestido con el uniforme de la Marina que doblaba la esquina con una enorme y húmeda mancha de café en la chaqueta.

Se me erizó cada pelo del cuerpo cuando agarré a Jude del brazo y tiré de él hasta colocarlo a mi lado. El hombre se acercó y abrió los ojos con expresión de pánico cuando estuvo frente a nosotros. Por un terrible y largo instante, nadie dijo nada en absoluto. Solo se oía el ruido de los disparos en el interior de la estación y el chirrido de los neumáticos de los coches en el aparcamiento al otro lado del edificio.

Levanté una mano hacia él por instinto, pero Jude me retuvo.

—¿Son…? —El hombre, Andy, según decía la etiqueta que llevaba en la chaqueta, estaba pasando un mal trago y le costaba encontrar las palabras—. ¿Son los soldados?

—Quieren atraparnos —dijo Jude—. Por favor, ¿puede ayudarnos?

Y entonces Andy hizo lo último que esperaba que hiciera.

Asintió con la cabeza.

Nos metimos en el compartimiento del equipaje del autobús durante los primeros veinte minutos de viaje hasta que la estación de tren y los soldados de las FEP y Vida estuvieron demasiado lejos como para verlos por el espejo retrovisor. Hacía mucho frío y estábamos muy incómodos allí dentro; a cada curva éramos zarandeados de un lado a otro por el frío suelo de metal, encorvados sobre las rodillas y desorientados. Abracé a Jude dándole el calor que me quedaba en el cuerpo.

Él murmuró algo entre dientes. Vi que sacudía la cabeza, sus rizos me rozaron el hombro. Por último, cuando el camino se volvió más transitable, entendí lo que estaba diciendo.

—Ella nunca nos perdonará.

—¿Quién? —le pregunté, mientras le apretaba el brazo con la mano—. ¿Cate?

—No, Vida.

—Jude… —empecé a decir.

El sentimiento de culpa se había manifestado en tiempo récord.

—Le hicimos lo mismo que su hermana le hizo a ella —explicó Jude, interrumpiéndome—. La dejamos allí. Nos odiará para siempre.

—¿De qué estás hablando?

Jude se volvió hacia mí, frotándose los ojos con el dorso de la mano.

—Bueno, sabes lo de Cate, ¿verdad? ¿Sabes que era nuestra trabajadora social del SPI?

Algo pesado y resbaladizo se removió en mi estómago.

—¿Sabes lo que son los Servicios de Protección Infantil? —dijo rápidamente, y luego añadió—. Bueno, puede que no.

—¿Tú y Vida…?

—Sí —dijo—. ¿De verdad no tenías ni idea de eso? ¿Cate nunca te dijo lo que solía hacer ella?

No, no lo sabía; pero tampoco se lo había preguntado.

—Así que, qué, ¿os sacó del hogar de acogida y os metió en la Liga?

—Más o menos. —Se apoyó contra la puerta, resbalando contra mí en la siguiente curva cerrada. Entonces tuve que esforzarme para oírlo—. Cuando pasó lo de la ENIAA, muchos chicos fueron expulsados de las casas de acogida, ya sabes, los que no murieron. No tenían muchas oportunidades, no había nadie que los reclamara, ni siquiera para enterrarlos cuando morían. Cate dijo que muchos de los trabajadores sociales tuvieron muchas dificultades para averiguar lo que les había pasado a sus chicos. Ella me encontró antes de que alguien me denunciara por la recompensa o de que fuera atrapado en las Recolecciones.

Las Recolecciones habían sido una serie de redadas masivas de los supervivientes de la ENIAA que aún no habían sido enviados a los campamentos. Cualquier padre que sentía que ya no podía cuidar a sus hijos anormales o que quería que entraran en los programas de «rehabilitación» de los campamentos solo tenía que enviarlos a la escuela, y los soldados de las FEP pasaban para detenerlos. Fue la primera gran detención de niños organizada. El siguiente paso era internarlos en los campamentos, lo quisieran los padres o no. Recolección involuntaria.

—Debió de ser una época aterradora.

Vi que se encogía de hombros, pero que luchaba por encontrar las palabras.

—Fue… Bueno, ya se acabó. Era mejor que estar en casa, de todos modos. Papá era un auténtico ganador.

Me obligué a apartar la mirada. La forma en que lo había dicho, con aquel brillo forzado…

—¿Y Vida…?

Era como si me hubiera convertido en una llave que hubiera abierto su interior. Eso o estaba demasiado agotado para tratar de mantenerlo todo enterrado.

—No sé cuál fue la situación de su familia. Ella tiene una hermana mayor, Nadia, que cuidó de ella durante un tiempo. Cate le perdió la pista, supongo que estaban de okupas en algún edificio. Vida despertó una mañana y se dio cuenta de que su hermana se había ido y los de las FEP estaban allí. Cree que su hermana los llamó para conseguir el dinero de la recompensa.

—Entonces, ¿cómo llegó Cate hasta ella? —le pregunté.

—Los de las FEP habían metido a diez niños en un autobús para enviarlos al este, al campamento de Wyoming, pero la Liga llegó primero. Conoces esa historia, ¿verdad?

La conocía. La Liga se había encontrado en posesión de cinco niños y no tenía ni idea de qué hacer con ellos, así que inició el famoso programa de entrenamiento. Yo sabía que Vida había estado con la Liga desde hacía mucho tiempo, pero no tenía ni idea de que era una de los Cinco de Wyoming.

—Vaya.

—Lo sé.

No sabía qué decir, así que solté lo único que se me ocurrió:

—Lo siento.

Jude hizo una mueca.

—¿Qué es lo que sientes? Tú no hiciste nada. Y, además, nosotros fuimos los afortunados. Cate es la que lo tiene más difícil. No creo que llegue a superar haber perdido a sus niños. Especialmente los que murieron en el fuego.

—¿Qué? —exclamé casi con un gemido.

—Fue aquel grupo que ella tenía que vigilar en la casa de acogida —explicó Jude—. Algunos de los niños empezaron a mostrar signos de habilidades psi, y la persona a cargo simplemente se asustó. Cate no sabe si uno de los niños lo hizo accidentalmente, o si fue la mujer. Supongo que era muy… muy… muy religiosa, una fanática. Cuando la policía la encontró, ella seguía diciendo que había sido obra de Dios.

—Eso es realmente… —No existía ninguna palabra para definir lo horrible que era, así que no intenté encontrarla.

—De todos modos, esa es la historia —dijo Jude, y se encogió de hombros—. El principio, por lo menos.

Contuve la respiración mientras el autobús se detenía en lo que supuse que era un puesto de control, y alguien, probablemente uno de las FEP, subió a bordo. No podíamos oír su conversación, solo los pasos mientras caminaban arriba y abajo por todo el pasillo del autobús por encima de nuestras cabezas. Un soldado más profesional le hubiera obligado a abrir el maletero, pero supongo que nos dieron paso sin problemas porque el único sonido que oímos inmediatamente después fue el rugido de la carretera pasando por debajo de nosotros.

Sin embargo, aquel hombre se disculpó repetidamente cuando nos sacó de allí dentro. Yo tenía la intención de borrarle la memoria, pero no había coches por allí, no había nada en aquel tramo de la carretera, solo árboles y nieve a los lados. Se trataba de Andy u otro bonito par de días vagando por ahí con Jude en medio de aquel paraíso invernal, en busca de la civilización.

—¿Está seguro de que esto está bien? —Jude y yo habíamos tomado uno de los asientos delanteros para tener una mejor visión de la carretera mientras Andy conducía—. ¿Podremos pagarle?

—No me malinterpretéis —dijo Andy—. Esto es un derroche espectacular de gasolina, pero no me importa cargarle los gastos al bueno de mi jefe de vez en cuando. Me rebajaron mucho el suelo en cuanto las cosas se pusieron mal, así que no me siento muy generoso con ellos. Además, el autobús suele ir bastante vacío, y tengo que llevarlo a Richmond tenga o no tenga pasajeros. El viaje de regreso va por lo general bastante lleno. Algunas personas parecen creer que hay más trabajo en el norte que en el sur, y casi nadie puede permitirse esos estúpidos trenes.

Durante el día anterior, Jude me había demostrado al menos seis veces lo ingenuo que era, así que fue un milagro que todavía pudiera sorprenderme con su dejadez. Después de unos minutos se quedó dormido, confiado. Como si no existiera el peligro de que el conductor del autobús llamara por radio o nos llevara directamente a la primera comisaría por la que pasara.

—Pareces a punto de rodar del asiento y caerte al suelo, señorita —dijo Andy, mirándome por el espejo grande que había por encima de su cabeza—. ¿No sería mejor que sigas el ejemplo de tu amigo y descanses un poco?

Yo sabía que estaba siendo grosera e irracional y todo ese tipo de cosas, pero mantuve los ojos fijos en la radio del autobús y fruncí el ceño. Andy miró hacia abajo, siguiendo mi mirada, y luego empezó a reír.

—Eres inteligente —dijo—. Supongo que debes de serlo en estos tiempos, para estar por ahí fuera dando vueltas. Oh, ahí hay un peaje, será mejor que te agaches.

Me deslicé hacia abajo, entre el protector de metal y el asiento, y con la manta tapé el cuerpo dormido de Jude. Andy le devolvió el saludo a quien le había dejado pasar.

Al final no pude soportarlo más.

—¿Por qué nos ayudas? —le pregunté.

Andy volvió a reír.

—¿Por qué te imaginas tú?

—¿En serio? —dije, inclinándome hacia delante—. Porque creo que quieres cambiarnos por el dinero de la recompensa.

El conductor del autobús dejó escapar un silbido.

—Debo admitir que sería un buen negocio. Es curioso que el Gobierno pueda gastar dinero en eso, pero no pueda permitirse ningún tipo de ayuda para alimentos. —Negó con la cabeza—. No, cariño, tengo un trabajo. Hago lo que tengo que hacer. No quiero tener mala conciencia ni necesito dinero manchado de sangre.

—Entonces, ¿por qué? —le exigí.

Andy adelantó la mano izquierda, sacando algo del tablero de instrumentos. La cinta adhesiva con la que estaba pegado se despegó sin protestar, como si estuviera acostumbrada a ser arrancada y pegada de nuevo. Me lo tendió, y esperó a que yo lo cogiera.

Un niño me sonrió desde la superficie brillante de una fotografía, el pelo oscuro brillante. Parecía tener unos diez años, tal vez doce. Reconocí los colores apagados del telón de fondo detrás de él, era un retrato de escuela.

—Ese es mi nieto —explicó Andy—. Su nombre es Michael. Se lo llevaron de la escuela hace unos cuatro años. Cuando traté de llamar a la policía y averiguar qué había pasado, ni el Gobierno, ni la escuela ni nadie me dijo nada. Lo mismo les pasó a todos. No podía escribir en Internet sobre el asunto sin que me cortaran la conexión. No he podido ir a la televisión ni escribir a los periódicos porque Gray es dueño de todos ellos. Pero algunos de los padres de la escuela dijeron que oyeron por casualidad a algunos de las FEP hablando de un lugar llamado Black Rock.

Limpié las huellas de la superficie de la foto y se la entregué.

—Tienes razón —dijo—. Mi ayuda no es del todo desinteresada. Supongo que lo que estoy esperando es que tal vez puedas darme alguna información. Tal vez sepas qué es o dónde está Black Rock e incluso podamos llamar allí.

Fue la intensidad de la súplica implícita en su tono de voz lo que me llegó al alma. No podía separarla de la idea de que mi abuela también se había quedado sin saber lo que me había sucedido. Sentí que la piel del pecho se me encogía.

—Lo sé. Black Negro es un campamento de Dakota del Sur.

—¡Dakota del Sur! —Andy parecía asombrado—. ¿Hasta allí se lo llevaron? ¿Estás segura?

Yo estaba más que segura. La Liga tenía una lista de los quince campamentos donde estaban internados los niños Psi supervivientes. Algunos eran pequeños: un par de docenas de niños. Algunos eran escuelas que podían albergar unos cuantos cientos de ellos. Después estaban los campamentos como Black Rock y Thurmond que, debido a su ubicación remota, podían albergar a miles.

El campamento de Dakota del Sur era de especial interés para la Liga debido a los rumores que lo rodeaban. Todos los nuevos nacimientos a partir del momento en que la ENIAA fue reconocida oficialmente tenían que ser registrados en una base de datos especial. Se suponía que esos niños debían ser llevados a los médicos locales o a los científicos cada mes para que los examinaran, para que pudieran detectar «anormalidades». Cualquier niño que desarrollara habilidades psi antes de los diez años de edad pasaba a un programa de estudios especial en Black Rock. Los otros niños, si sobrevivían a la ENIAA y desarrollaban sus habilidades en el plazo de tiempo establecido, eran recolectados a la fuerza y llevados a los campamentos «normales» de rehabilitación.

—Podrían haberlo trasladado en algún momento —le dije—. ¿Sabe qué es él?

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Andy, volviéndose ligeramente—. ¡Es mi nieto, eso es lo que es!

Solo quería saber si era uno de los más peligrosos: uno Rojo o Naranja como yo. Para ver si había una posibilidad de que él ya hubiera sido eliminado de forma permanente.

—Esos campamentos… —comenzó a decir Andy protegiéndose los ojos de los faros de un camión que pasaba—. ¿Sabes qué hacen allí? ¿Has estado en alguno?

Miré de reojo a Jude.

—Sí.

—¿Y te dejaron salir porque te curaron? —me preguntó, y la esperanza en su tono de voz me rompió el corazón—. ¿Estás mejor ahora?

—¡No pueden curarnos! —exclamé—. Lo único que hacen todos esos niños a los que cogieron es trabajar y esperar. Yo me fui de allí porque alguien me ayudó a escapar.

Andy asintió, como si ya lo sospechara.

—Son tiempos terribles —dijo después de un rato largo—. Y tienes razón en no confiar en ninguno de nosotros. Lo que hemos hecho… Lo que permitimos que os hicieran es algo vergonzoso. Algo vergonzoso, vergonzoso, y nos iremos a la tumba sabiéndolo. Pero quiero que sepas que, por cada persona que entregó a un niño por miedo o por las recompensas, hay cientos, hay miles de personas más que lucharon con uñas y dientes para mantener a sus familias unidas.

—Lo sé.

—Es solo que… eran muy malos tiempos, y el Gobierno seguía diciendo que… aseguraba que si los padres no enviaban a sus hijos a los programas morirían como todos los demás. Así que no había opciones. Sabían que no podíamos hacer nada para recuperarlos, y eso me está matando. Me está matando.

—¿La gente realmente pensaba que los programas de rehabilitación iban a funcionar? —le pregunté.

Jude se acomodó en su asiento.

—No lo sé, cariño —dijo Andy—, pero estoy seguro de que querían creer que lo harían. No puedes hacer nada sin dinero, sin trabajo, sin casa…, y la esperanza es todo lo que queda, y, aun así, es un bien escaso. Dudo que nadie crea ya esas mentiras en estos días, pero… ¿qué podemos hacer ahora? No tenemos información con que ponernos a trabajar, solo rumores.

Eso me recordó que era tan importante para mí encontrar la unidad flash de Cole como encontrar a Liam. Todo el tiempo había estado pensando en ello como en un simple y pequeño dispositivo de plástico, sin pensar mucho en el valor de lo que estaba encerrado en él. Encontrar a Liam me importaba, él lo era todo para mí, pero la búsqueda de los datos de Cole… nos ayudaría a todos. Tenía el poder para reunir a las familias, a los seres queridos.

—Sacaré a todos los niños de todos los campamentos —le dije—. No me detendré hasta que todos vuelvan a sus casas.

Andy asintió, con los ojos fijos en la carretera.

—Entonces somos más que nunca.

La conversación se extinguió, y encendió la radio. Vi el amanecer, los colores iluminando el horizonte de un rosa suave, y me dolía el estómago de puro agotamiento. Pero, aun así, no podía conciliar el sueño.

Me eché la chaqueta de cuero de Liam por encima a modo de manta y algo se deslizó de uno de los bolsillos. Los dos billetes de tren que la mujer había comprado cayeron perezosamente en el suelo, uno hacia arriba y otro hacia abajo.

MANTENEOS

La palabra había sido garabateada con bolígrafo varias veces en la parte posterior de uno de los billetes, las letras salvajes e irregulares, y los trazos eran cada vez más oscuros y profundos.

Los recogí, comprobando el otro boleto.

A SALVO

MANTENEOS A SALVO

Al parecer no había tenido un control tan firme sobre aquella mujer como yo pensaba. Era una estupidez por mi parte estar tan asustada y ansiosa cuando ella estaba a cientos de kilómetros de distancia, pero no podía dejar de imaginarme lo peor. Ella podía haberle contado a todo el mundo que había llevado a un par de chicos con poderes en su asiento trasero. Podía haber entrado en aquella estación de tren y echar a correr o denunciarnos. Podía haber obtenido la recompensa, la satisfacción de saber que ya no estaríamos en la calle y que estaríamos lejos de ella.

Pero, en cambio, había hecho esto. Andy había hecho esto.

Cogí los billetes antes de que Jude pudiera despertar y verlos. No quería que tuviera la falsa esperanza de que estas personas eran simples llamas de velas en un mar de oscuridad.

Jude seguía cantando, literalmente, las virtudes de su nuevo héroe, Andy, cuando vimos que nos acercábamos a Wilmington. Cuando nos dejó en las proximidades de Richmond, nos dio instrucciones detalladas sobre las carreteras que debíamos evitar en nuestro trayecto. Y yo estuve demasiado nerviosa y molesta con el retraso para darle las gracias en ese momento. Ahora, cada vez que enfilábamos una nueva carretera con nuestro pequeño coche robado, recibía una punzada de remordimiento.

Wilmington lindaba con el Atlántico por un lado y con un río por el otro. Me sorprendió ver lo similar que era a algunas zonas de Virginia que conocía: el estilo de las casas, la forma en que los barrios se extendían. Incluso la forma en que el cielo gris caía sobre los tejados, oscureciendo hasta que por fin estallaban las nubes y empezaba a llover.

La dirección que Cole me dio, el 1222 de West Bucket Road, Wilmington, Carolina del Norte, estaba en un pequeño barrio llamado Dogwood Landing, no muy lejos de lo que supuse que era un campus universitario. Era una zona tranquila de la ciudad, rodeada de bosques helados y llena de un buen número de solares baldíos llenos de viejos carteles de: «Se vende». Elegí uno y aparqué frente a él el Volkswagen verde que habíamos robado después de separarnos de Andy.

—¿Eso es todo? —preguntó Jude, fijándose en la casa más cercana.

—No, aún queda un largo camino hacia abajo, creo. —Respiré hondo, preguntándome cómo era posible sentir emoción y terror en la misma frase—. Quiero entrar desde la parte trasera, en caso de que alguien esté vigilando la fachada.

Esa había sido la razón por la que Liam y los otros no se habían ido directamente a casa después de escapar de Caledonia, ¿verdad? Me debatía sobre ello. Los consejeros de Alban siempre nos recordaban lo agobiantes que eran los de las FEP, pero Liam era una prioridad. ¿Cuáles eran las posibilidades de que el Gobierno aún no hubiera apostado a alguien aquí para vigilar a los padres de Liam, si ya habían pasado unos buenos nueve meses?

Dios. Los padres de Liam. ¿Qué demonios iba a decirles?

Le hice una seña a Jude para que me siguiera por el pasillo lateral de una de las casas. La mayoría eran pequeñas, de una sola planta, con techos grises inclinados, fachadas de ladrillo y molduras blancas. Mantuve a Jude cerca y detrás de mí mientras nos abrimos paso a través de los árboles por un estrecho camino de acceso, de tierra, que corría a lo largo de los patios traseros de las casas.

La casa de Liam se encontraba en un bosquecillo de árboles, un poco alejada de las demás viviendas de la manzana. Era similar a las otras que la rodeaban, con suaves persianas azules y un largo camino que conducía hasta el garaje. Lo que realmente necesitaba era una vista de la parte delantera.

Mantuve a Jude a mi espalda y tiré de él para que se agachara junto a mí, y nos pusimos a observar. Buscamos cámaras de vigilancia, huellas humanas y huellas de neumáticos, y los de las FEP encubiertos que rondaran por allí.

—Parece… —comenzó a decir Jude, vacilando.

Vacía, concluyó mi mente. Parecía que no había nadie en casa, y la manera en que estaban obstruidas las cunetas, repletas de hojas del otoño y suciedad, me hizo pensar que no había vuelto.

—¿Tal vez se fueron para hacer unos recados? —ofreció Jude.

—¿A las cuatro de la tarde de un jueves? Parece improbable —dijo una voz nueva detrás de nosotros.

La chica era una serpiente. Era la única explicación, dada la forma en que se había deslizado en silencio a través de las hojas.

—Líder —dijo Vida, asintiendo con la cabeza mientras se agachaba detrás de nosotros—. Judith.

Jude tropezó y se cayó al suelo.

—¿Qué estás…? —empecé a preguntar—. ¿Cómo has…?

Era imposible que hubiera adivinado dónde estaríamos. Ella era buena, pero no tanto. Debí de haberme perdido un dispositivo de seguimiento, algo…

—El cuello de la camiseta —dijo Vida, señalando a Jude—. La próxima vez que decidas echar a correr, asegúrate de encontrar todos los malditos dispositivos de seguimiento.

—¿Dispositivos de seguimiento? —repitió Jude, mirándonos.

—Jude frio el coche —le dije—, y todos los trastos eléctricos que había dentro.

Incluyendo, había supuesto yo, los dispositivos de seguimiento de su ropa.

—Y los dispositivos de seguimiento de los Amarillos van siempre recubiertos de goma —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. Dios, ¿no lo sabías?

Era evidente que estaba orgullosa de sí misma, a pesar de que parecía que acabaran de torturarla y estaba empapada. Su pelo azul se retorcía ahora en sus rizos naturales.

Tiré de Jude hacia mí, le desabroché la chaqueta y busqué en las costuras de su camiseta. Efectivamente, noté la pequeña protuberancia, no mayor que un grano de arroz, cosida en el cuello. Corté la camiseta con mi navaja suiza, extraje el dispositivo de seguimiento y lo sostuve para que él lo viera. Antes de que pudiera agarrarlo, lo aplasté con la empuñadura de la navaja.

—¿Ellos… pusieron dispositivos de seguimiento en nuestra ropa? —preguntó Jude mirándonos con incredulidad, aunque estaba claro que hablaba consigo mismo—. ¿Por qué harían eso? Eso no puede ser…

Vida parecía a punto de estallar en su particular risa cruel, pero su expresión cambió, de alguna manera se reprimió. Enfocó la vista en algo que había detrás de nosotros, y se levantó de nuevo, sacando la pistola de la funda con un suave movimiento. Me volví, mi pelo cayó a los lados de la cara cuando me arrodillé para ver mejor.

El mundo se redujo.

De hecho, me pareció que se hundía debajo de mí, y sentí que cada hueso y cada músculo de mi pecho también lo hacían. No sé cómo me las arreglé para volver atrás o cómo llegué a levantarme, pero estaba demasiado entumecida por el shock como para que me importara exponerme a la vista de cualquiera que pudiera haber estado observando.

Entonces eché a correr. Oí a Vida y a Jude llamarme, pero el viento y la lluvia elevaron sus voces en la lejanía, y ya oí nada más que el latir de la sangre en mis oídos. Corrí por la ladera inclinada de la colina, a través de la maraña de ramas de los árboles, corrí a lo largo de una cerca derrumbada, y después la salté.

Él salió por una ventana, pasando una pierna tras otra por el alféizar, hasta que, por fin, sus zapatos se hundieron en el barro. Tenía el pelo más largo de lo que recordaba, los huesos de la cara hacían más nítido su perfil. Se había vuelto más grande, o yo me había vuelto más pequeña, o el recuerdo era en realidad una mentira. Me oyó llegar y se dio la vuelta, con una mano buscó algo dentro de su chaqueta de camuflaje, con la otra algo en la cintura de sus pantalones vaqueros. Sabía que cuando me viera se quedaría helado.

Pero entonces sus labios carnosos comenzaron a moverse, en silencio, hasta que finalmente se abrieron en una sonrisa diminuta. Mis pies ralentizaron la marcha, pero no me detuve.

Me costaba respirar. Mi pecho se agitaba por el esfuerzo de mantener el aire en movimiento. Apreté la mano con fuerza contra mi corazón. El agotamiento y el alivio y el mismo terror amargo que había sentido por la tarde me inundaron de nuevo, y ya no tuve fuerzas para luchar contra ellos, nunca más.

Me eché a llorar.

—Oh, por el amor de… —Chubs sacudió la cabeza y suspiró, pero oí su habitual afecto en su tono de voz—. Solo soy yo, idiota.

Y, sin decir nada más, avanzó los últimos dos pasos que quedaban entre nosotros y me envolvió entre sus fuertes brazos.