CAPÍTULO SIETE

El suelo tembló debajo de mi mejilla, un estrépito sordo que subrayó el ligero dolor en mi cerebro. Tardé un poco en notarme las extremidades. Respiré hondo, tratando de tragar el sabor a hierro y a sal de mi lengua seca. Mechones de pelo enmarañado se me pegaban al cuello. Intenté alcanzarlos y apartármelos solo para darme cuenta de que tenía las manos atrapadas detrás de mí, con algo afilado que se me hundía en la carne.

Cuando me di la vuelta en el suelo sucio de la furgoneta, me dolieron los hombros. Estaba oscuro en la parte de atrás, pero de vez en cuando un destello de luz se veía a través de la reja de metal que separaba los asientos delanteros del resto del vehículo; solo lo suficiente para que pudiera ver que el conductor uniformado y el hombre sentado en el asiento del copiloto iban vestidos de negro.

Maldita sea. El corazón me latía en los oídos, pero no estaba asustada, no hasta que vi a Jude sentado y sujeto a uno de los bancos, con las manos atadas y la boca amordazada.

Aunque las FEP me habían atado las manos, por cualquier razón, probablemente porque ya estaba inconsciente, no me habían amordazado, y me sentí agradecida por eso. Me subía bilis, quemándome la garganta, y la única manera de hacer que todo el asunto empeorara hubiera sido ahogándome en mi propio vómito. Podía sentir la ansiedad construir una frase en mi interior a un ritmo lento y constante: «Otra vez no, otra vez no, no puedo volver allí, otra vez no».

«Cálmate», me dije. «No eres tan buena como eso. Contrólate».

No podía mover la mandíbula para decir algo que llamara la atención de Jude. Pasaron varios minutos preciosos hasta que se dio cuenta de que yo estaba despierta, y, cuando lo hizo, su cuerpo dio un enorme tirón de la sorpresa. Trató en vano de quitarse el paño de la boca con el hombro. Negué con la cabeza. Si íbamos a hacer algo, tendría que estar en silencio.

El miedo de Jude era real, algo vivo. Se cernía sobre sus hombros, negro, atronador. Empezó a temblar con violencia. Sacudió la cabeza desesperadamente, tratando de enviarle bocanadas de aire a sus pulmones.

«Está sufriendo un ataque de pánico». Mi pensamiento estaba en calma, me sentía segura, y me sorprendió la determinación que inundaba mis venas.

—No pasa nada —le susurré, esperando que los chicos de delante no me oyeran por encima del parloteo de sus radios—. Jude, mírame. Tienes que calmarte.

Él negó con la cabeza, y pude leer sus pensamientos claramente, como si hubiera estado realmente en su interior. «No puedo, no aquí, no ahora, oh, Dios, oh, Dios».

—Estoy aquí contigo —le dije, pegando las rodillas al pecho.

Fue doloroso, pero me las arreglé para sacar los brazos alrededor de las piernas, por lo que ahora aún tenía las manos atadas pero delante de mí.

—Respira profundamente por la nariz —le dije—. Ahora déjalo salir. No pasa nada. Saldremos de esta. Solo tienes que calmarte.

Y tenía que hacerlo más pronto que tarde. Mi mente giraba en círculos tratando de pensar en que el campamento más cercano era… ¿Al norte del estado de Nueva York? ¿No había uno en Delaware, cerca de un pueblo de tierras agrícolas abandonadas? ¿Dónde estábamos ahora?

Miré a Jude fijamente.

—Cálmate —le dije—. Necesito que te concentres. Tienes que detener el coche. ¿Te acuerdas de Saratoga?

Si había algo bueno que podía decir de los métodos de entrenamiento de la Liga, era que los instructores eran creativos. Tendían a saber, mediante una especie de sentido sobrenatural, qué tipo de situaciones nos encontraríamos, incluyendo un ejercicio práctico en un escenario casi exacto a este. En aquella simulación, Vida, Jude y yo habíamos participado en una supuesta Operación en Saratoga y habíamos sido tomados como rehenes. Vida y yo habíamos peleado a nuestra manera para salir de la camioneta y ambos habíamos sido abatidos a tiros en nuestra huida. El instructor Fiore señaló todo lo que deberíamos haber hecho, que incluía a Jude haciendo algo que no fuera esconderse en la parte trasera del coche.

Lo vi respirar profundamente y asentir.

Cuando viajé con Zu, el mayor obstáculo que tenía que vencer era controlar sus habilidades de Amarillo. Usaba guantes de goma durante la mayor parte del tiempo que pasamos juntas para evitar cargarse la maquinaria o el coche, pero la había visto perder el control dos veces sin llevarlos puestos para bloquear su tacto cargado de energía. Jude, creía, se había entrenado. Había tenido la ventaja de estar cerca de otros Amarillos que estaban dispuestos a ayudarlo a aprender. A pesar de que corría a una velocidad diez veces más rápida que todos a su alrededor, mantenía sus habilidades en jaque. La escena de la protesta había sido la primera vez que le había hecho dar un paso en falso, y de una manera horrible.

Cerré los ojos, y me di la vuelta sobre las rodillas, tratando de prepararme.

Sentí la enorme oleada de electricidad, se me erizó el vello de los brazos. Me crepitaron los oídos, el aire se calentó hasta arder en los pulmones.

Era demasiado para que la batería del coche lo resistiera. El coche ni siquiera se estremeció cuando murió; fue como si hubiera chocado contra una pared invisible. El impulso me lanzó contra la rejilla frontal. Los dos de las FEP gritaron confundidos.

Pero no había pensado en ello. Los coches de la Costa Este eran raros, con los precios de la gasolina por las nubes y los costes de mantenimiento. Solo había asumido que no habría nadie más conduciendo ahí fuera, que la furgoneta se detendría, y que encontraría una manera de deshacerme de las FEP.

Vi los faros blancos en el mismo momento en que lo hacían las FEP. La fuerza del impacto cuando el camión arrancó la parte delantera de la furgoneta nos hizo dar vueltas salvajemente. Los airbags explotaron con un olor a quemado. Me estrellé contra el banco de enfrente de Jude, que cayó al suelo.

La furgoneta se deslizaba sobre los neumáticos de la derecha, y por una fracción de segundo estuve segura de íbamos a seguir rodando hasta estrellarnos y morir. En cambio, la furgoneta cayó de nuevo sobre las cuatro ruedas. Por encima del siseo del motor humeante oí gritar a uno de las FEP, y oí los neumáticos del camión chirriar mientras frenaba hasta detenerse.

—¡Flowers, Flowers!

Sacudí la cabeza, tratando de aclarar mi visión doble mientras buscaba a Jude por el suelo con las manos. No me detuve hasta que encontré su huesudo y caliente tobillo y noté una contracción como respuesta. Vivo. Estaba demasiado oscuro para ver si de una sola una pieza.

—¡Flowers! ¡Maldita sea!

Si hubiera habido cualquier otra persona además de las FEP, podría haber sentido lástima por la molestia que le habría causado. Uno de los hombres de uniforme, Flowers, supongo, se desplomó hacia delante en su asiento, con el airbag desinflado y manchado de sangre.

—¡Mierda!

El conductor golpeaba con fuerza el volante. Palpó el salpicadero destrozado hasta que sus dedos alcanzaron la radio. Jude había hecho su trabajo. Cualquier cosa electrónica en un radio de quince metros había acabado frita. El hombre seguía tratando de conectarla, seguía diciendo: «Aquí Moreno, ¿me oye alguien?».

El de las FEP debió de recordar el protocolo, porque forzó la puerta hasta abrirla y saltó a la nieve. Ahora tenía que asegurarse de que estábamos bien.

Y yo estaba lista para él.

Me temblaban las piernas como un potrillo cuando me lancé por encima de Jude y empujé al soldado contra la puerta. Él tenía su pistola en una mano, pero necesitaba la otra libre para destrabar la puerta de atrás. Le rodeé el cuello con las esposas y tuve su cara entre mis manos antes de que pudiera dejar escapar un grito de sorpresa.

El soldado, Moreno, se sacudió, pero su cerebro no opuso mucha resistencia. Asumí el control con suavidad, fácilmente, sin el menor grito de dolor en mi mente.

—Quítanos… las esposas —le pedí.

Esperé a que lo hiciera antes de quitarle el arma de la mano. Jude dejó escapar un gemido de felicidad cuando lo liberó de sus esposas metálicas.

—Date la vuelta y empieza a caminar hacia Boston. No te detengas hasta llegar a Charles. ¿Entiendes?

Mi dedo se acurrucó en el gatillo de la pistola.

—Camino de regreso a Boston —repitió—. No me detengo hasta llegar a Charles.

Noté a Jude a mi espalda, balanceándose, pero mantuve el arma negra apuntando a la cabeza del de las FEP mientras se alejaba, desapareciendo entre las nubes arremolinadas de nieve, en lo profundo de la noche. Mis brazos empezaron a temblar, tanto por el gélido frío como por el estrés de mantenerme en pie.

El conductor del camión se tomó su tiempo, pero apareció por el lado del conductor y dio unos golpecitos en el cristal de la ventanilla.

—¿Están todos bien? ¡He llamado pidiendo ayuda!

Le hice una seña a Jude para que se quedara atrás. El de las FEP todavía era visible mientras se abría camino por la carretera a pesar de su uniforme oscuro y la carretera de color negro. El conductor del camión lo vio de inmediato. Conté sus pasos mientras corría tras él, gritándole: «¡Eh! ¿Adónde va? ¡Eh!».

Ante su mirada, Jude deslizó las esposas de sus manos temblorosas, que resonaron al caer al suelo. Cuando el conductor del camión se giró sobre sus talones, yo ya lo estaba esperando, levanté la pistola, las manos firmes.

El rostro del conductor del camión palideció rígido bajo la barba. Por un momento, no hicimos nada más que mirarnos el uno al otro mientras la nieve caía sobre su cabello hirsuto. Su chaqueta era de franela, de un color rojo vivo y a juego con el gorro de lana que se había bajado hasta las orejas. Lentamente, levantó las manos en el aire.

—Niños —comenzó, con voz temblorosa—. Oh, Dios mío, sois vosotros.

Jude me apretó el hombro con la mano.

—Ru… —comenzó a decir con incertidumbre.

—Piérdete —le dije, señalando con la cabeza el arma en mis manos.

—Pero… la ciudad más cercana está a kilómetros de distancia.

Vi que el conductor se relajaba, sus manos caían a los costados y la sorpresa había desaparecido de su rostro. Era evidente que él pensaba que yo no era capaz de pegarle un tiro si llegaba el momento. Yo no sabía si estaba furiosa o agradecida al respecto.

—¿Adónde vais? ¿Necesitáis que os lleve? No tengo mucha comida, pero… estaréis calientes y…

Tal vez el conductor pensó que estaba siendo amable. Jude obviamente pensó eso, porque tuve que agarrarlo de la chaqueta para que no saltara fuera de la furgoneta y lanzara sus brazos alrededor del hombre en lloroso agradecimiento.

O tal vez el conductor solo quería los diez mil dólares por cabeza que daban por nosotros.

—Necesito que te alejes —le dije, quitando el seguro de la pistola—. Vete.

Me di cuenta de que quería decir algo más, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. El conductor negó con la cabeza una vez, dos veces, y me hizo un gesto débil. Jude dejó escapar una protesta ahogada, levantando una mano en su dirección, como si pudiera obligarlo a detenerse. El conductor tardó un poco en darse la vuelta y marcharse.

—¿Por qué has hecho eso? —gritó Jude—. ¡Solo trataba de ayudarnos!

La fina capa de hielo de la carretera se agrietó cuando salté sobre ella, devolviéndome de nuevo a un pleno estado de alerta. No tenía tiempo para darle explicaciones, no cuando la necesidad de salir pitando de allí me quemaba en las venas. La noche iba a ser larga y los montones de nieve que cubrían los densos bosques que nos rodeaban estaban intactos. Tendríamos que movernos rápido y cubrir nuestras huellas.

—Nosotros nos ayudaremos a nosotros mismos —le dije, y lo conduje hacia la oscuridad.

Las luces distantes de los faros en la carretera no hacían mucho para aliviarnos el frío, que había clavado sus garras en mi pecho mientras corríamos. Seguí con la esperanza de encontrarnos con un coche que pudiéramos usar, pero todos los que habían sido abandonados en este tramo de carretera tenían la batería gastada o ni una gota de gasolina. Cinco minutos de marcha a través de la nieve hasta las rodillas por los bosques cercanos, siguiendo el borde de lo que supuse era la autopista de peaje de Massachusetts, y finalmente apareció la señal de la salida de Newton, Massachusetts, y otra que decía que faltaban setenta y dos kilómetros hasta Providence, Rhode Island.

Esto era lo que yo sabía sobre el estado de Rhode Island: estaba al sur de Massachusetts. Por lo tanto, iríamos a Providence. Y entonces buscaría una señal que indicara Hartford, la única ciudad que conocía en Connecticut, y luego hacia New Jersey. Y así sería como mi educación de cuarto grado haría que recorriera la Costa Este, por lo menos hasta que encontrara un maldito mapa y un maldito coche.

—Espera… —balbuceó Jude sin aliento—. Espera, espera, espera…

—Tenemos que avanzar más rápido —le advertí.

Lo había estado arrastrando detrás de mí durante todo el camino, pero estaba dispuesta a cargar con él si hubiera sido necesario.

—¡Eh!

Dejó que su cuerpo se relajara, cayendo de rodillas. Tiré de él con brusquedad, y casi perdí el equilibrio.

—¡Vamos! —le espeté—. ¡Levántate!

—¡No! —exclamó—. ¡No hasta que me digas adónde diablos vamos! ¡Probablemente Barton lleva toda la noche buscándonos!

La carretera estaba flanqueada a ambos lados por las colinas y los densos bosques de árboles, pero seguíamos avanzando demasiado expuestos. Cada vez que pasaba un camión de carga y nos bañaba con la luz blanca de sus faros, tenía que empuñar el arma.

Respiré profundamente.

—¿Tienes tu botón del pánico? —le pregunté—. Jude, mírame. ¿Todavía lo tienes?

—¿Por qué? —preguntó, buscándose por los bolsillos del pantalón—. Creo que sí. Pero…

—Tíralo.

Sus espesas cejas se juntaron encima de su larga nariz enrojecida por el frío. Usó la mano libre para rebuscar en su abrigo.

—Ruby, ¿qué está pasando? Por favor, ¡explícamelo!

—Tíralo —le dije—. No vamos a volver a Los Ángeles. Al menos no todavía.

—¿Qué? —Jude pareció empequeñecer y su voz sonó lejana—. ¿Hablas en serio? ¿Estamos… huyendo?

—Dentro de un tiempo volveremos —le dije—, pero primero tendremos otra Operación especial. Tenemos que seguir adelante antes de que alguien venga a buscarnos.

—¿Quién nos la asignó? —exigió Jude—. ¿Cate?

—El agente Stewart.

Jude no parecía muy convencido, pero ahora ya se había puesto en pie.

—Tengo que recuperar información de una de sus fuentes —le expliqué, tratando de hacer que sonara tan misterioso y peligroso como pude.

Y funcionó. Su mirada nerviosa cambió a una de interés. Y en ella se entrevió una pequeña emoción efervescente.

—Es vital para la misión de la Liga, pero no podía dejar que Barton supiera la verdadera razón de que nos hayamos marchado. Tenía que encontrar una manera de asegurarme de que Rob se fuera antes de que nosotros volvamos.

—¡Deberías habérmelo dicho! —dijo Jude—. Desde el principio, podría haber ayudado.

—Es secreto. Es información confidencial —le aseguré, y añadí—: Y peligrosa.

—Entonces ¿por qué diablos me llevas contigo? —me preguntó.

—Porque, si vuelves ahora, te matarán igual que mataron a Blake.

Me sentí avergonzada. El sentimiento se coló en mí, agarrándome por el cuello. Yo me lo había llevado sin darle ninguna oportunidad de elección, y luego había simplificado la verdad para que aceptara aquella realidad mucho más fácilmente. ¿No había odiado a Cate por hacerme a mí lo mismo? ¿Se había sentido tan desesperada por conseguir que yo estuviera de acuerdo como yo lo estaba ahora con Jude?

Jude ralentizó el paso de nuevo, mirándome como si nunca antes me hubiera visto.

—Estaba bien —susurró—. Por eso me recogió. Tenía razón.

—Sí —admití—. La tenías.

Jude asintió, moviendo la mandíbula hacia atrás y hacia delante, tratando de sacar las palabras. Finalmente, metió la mano en su chaqueta de paramédico y sacó el botón negro familiar. Lo arrojó a un lado.

—De todos modos, no funciona —murmuró, soltándose de mi mano—. Freí ese coche y todo lo que había dentro, ¿recuerdas?

Vale. Por supuesto. Entonces los dispositivos de seguimiento de sus ropas tampoco funcionarían.

—Muy bien —dijo, y su tono de voz sonó ahora más fuerte.

Este era el Jude que había creído que las operaciones serían tan guays como los videojuegos a los que jugaba con Blake y Nico.

Estiré la mano y le quité el polvo de nieve del pelo y los hombros.

—Tienes que hacer todo lo que te diga, ¿entiendes? Vamos movernos fuera de la red, y nadie puede saber dónde estamos. Ni Cate, ni Vida, ni siquiera Nico. Si nos encuentran y nos capturan, arruinaremos todas las oportunidades que tenemos en esta Operación de asegurarnos de que la Liga es un lugar seguro.

De la forma más rápida y sencilla que pude, le expliqué la Operación. Todo, desde adónde nos dirigiríamos primero hasta lo que habían estado planeando Rob y los otros. Le di una pequeña porción de la verdad: que viajé con Liam durante un tiempo, pero que nos habíamos separado antes de que Cate me trajera, y que había perdido su rastro.

¿De verdad sería tan horrible contarle toda la verdad? Me sorprendió que una parte de mí incluso estuviera tentada a hablarle de esos últimos momentos preciosos en la seguridad de la casa. Es solo que… no tenía sentido complicarlo todo dejándolo en ese momento de la despedida. Yo era la única que quería vivir en ella, pensar en ella, soñar con ella. Y, para ser honesta, necesitaba que él confiara en mí por completo, ahora más que nunca, si quería que esto funcionara. Si le decía lo que le había hecho a Liam, cada mirada de Jude a partir de ese momento estaría contaminada por el miedo de que pudiera hacérselo a él también. Si es que se atrevía a mirarme una sola vez.

Este era el chico que se había sentado conmigo en cada comida, cuando la mitad de la Liga tenía demasiado miedo hasta para mirarme a los ojos. No se inmutaba cuando lo tocaba, esperaba a que yo regresara de las operaciones para asegurarse de que estaba a salvo. Tan molesto como me parecía entonces, nunca hubiera pensado en qué significaría perder aquello, perderlo a él.

Jude lo escuchó todo, extrañamente tranquilo para ser él. No reaccionó cuando le dije lo que había en la unidad flash que tenía Liam. Al principio pensé que había dejado de prestar atención, pero, al final de todo, asintió con la cabeza y se limitó a decir:

—Está bien.

—¿Qué pasa? —le pregunté. Yo era plenamente consciente de lo estúpida que era aquella pregunta. ¿Qué pasaba?—. ¿Te encuentras bien? Ningún esguince, fisurado o roto, ¿verdad?

—Oh, ah, no, estoy bien, estoy entero. —Se dio un golpecito en la cabeza con el puño—. Pero me preguntaba…

—¿El qué? —le pregunté.

—Lo de antes. Antes, antes, quiero decir. —Se dio la vuelta para mirarme—. ¿En tu campamento tuviste que enfrentarte a las FEP muchas veces? Es que estabas tan tranquila. No me malinterpretes, cuando no parabas de decirme que me perdiera por ahí ha sido bastante épico, pero no parecías, ya sabes, asustada.

Levanté las cejas.

—¿Crees que no tenía miedo?

—¡Yo tampoco tenía miedo! —añadió Jude rápidamente—. Pero me preguntaba qué hacías antes de venir al Cuartel General…

—¿Tratas de preguntarme qué hacía antes de que Cate me trajera?

—Bueno, sí —dijo Jude—. Todos nos lo preguntábamos. Corrían rumores, pero parecían muy difíciles de creer.

—¿En serio?

—En serio.

Viendo que su línea de interrogatorio era un camino de ida hacia Villasilencio, EE UU, cambió de tema tan torpemente como pudo.

—¿De verdad crees que los científicos descubrieron qué lo causó? —preguntó Jude—. La idiopática esa bla-bla-bla.

—La enfermedad neurodegenerativa idiopática aguda en adolescentes —le ayudé.

También conocida como la razón por la que la mayoría de nosotros había muerto y el resto se había convertido en fenómenos de la naturaleza. ¿Cómo iba a olvidar lo que representaban esas palabras?

—Bien, lo que sea —dijo Jude—. Oh, vaya, ¿te imaginas lo que la Liga podría hacer con eso?

Pude oír la esperanza que subrayaba su tono de voz y sentí que mi corazón descansaba, aunque solo fuera un poco. ¿Cómo podía decirle que sería un verdadero milagro si encontráramos a Liam, y mucho más si todavía tenía la unidad flash?

—Pienso mucho en ello —dijo—. ¿Tú no? Hay muchas cosas que no entiendo, y Cate y los demás realmente no me han sido muy útiles, pero es guay pensar que, de alguna manera, nuestro cerebro ha mutado. Quiero decir, sería un poco más guay saber cómo y por qué sucedió, pero sigue siendo guay.

Yo solía pensar en ello, cuando estaba en Thurmond y no tenía nada en que concentrarme más allá de mi propia miseria. Pasé incontables días mirando la parte inferior de la litera de Sam, preguntándome cómo y por qué nos había sucedido todo esto. ¿Por qué algunos éramos Verdes y otros Naranjas y otros estaban muertos? Pero, casi desde el momento exacto en que Cate me sacó, me obligué a no pensar en ello. Había cosas más importantes en las que concentrarse, como sobrevivir. No ser recapturada. Liam y Chubs y Zu.

—Sé que es tonto, pero he estado tratando de descifrarlo todo. A veces creo que es un virus, y luego otras veces… Quiero decir, ¿cómo puede ser un virus o una enfermedad si apenas se extendió fuera de EE UU? —dijo Jude, y añadió—: ¿En qué nos diferenciábamos de esos otros niños, de los que murieron?

Todo cierto. Todo pura distracción.

—No nos pongamos nosotros delante. Primero tenemos que encontrar al hermano de Cole.

Jude asintió.

—Vaya, va a ser un poco… raro. Conocerlo, quiero decir. Recuerdo cuando se marchó. Nadie se dio cuenta de que había desaparecido hasta que hicieron el recuento al final de la simulación.

Lo miré de hito en hito.

—¿Conocías a Liam?

Jude levantó la vista, sus ojos ámbar se abrieron ligeramente.

—Oh, no, no, no personalmente. Sabía cosas de él. Él estaba entrenando en el Cuartel General de Georgia, y Vida y yo siempre hemos estado en Los Ángeles. Pero Liam es la razón por la que se trasladó el adiestramiento Psi a California. Menos oportunidades para que las personas desaparecieran cuando todo el mundo se encontrara bajo tierra, supongo.

Claro. Por supuesto. Liam no habría estado en California. Me sorprendió lo mucho mejor que me hizo sentir aquella idea, saber que no se había visto obligado a vivir en aquel agujero húmedo en el suelo.

—¿Liam es una de las personas que buscas en la red FEP todas las semanas? —preguntó Jude—. Nico lo mencionó una vez. ¿Vamos a buscarlos también?

Sentí que se me resquebrajaba la paciencia como la capa de hielo sobre la nieve que crujía a nuestro paso. No parecía que tuviéramos muchas oportunidades esta noche.

—¡No es de tu incumbencia! —siseé—. ¡Probablemente no estarías aquí si no te hubieras metido en esa mierda hasta el cuello!

—Lo sé, ¿vale? ¡Lo sé! —dijo Jude, gesticulando con las manos—. No te gustamos, no te gusta la Liga, no quieres ser líder, no quieres hablar de ti misma, ni de Cate, ni de tu formación, ni de tu comida favorita, ni de tu familia ni de tus amigos. Perfecto. ¡Muy bien! Espera, ¿qué estás haciendo?

Pensé que lo había imaginado mientras caminábamos, pero eran unas formas distantes, aunque no identificables. Pero, a medida que avanzamos hasta la cima de la colina siguiente, el bosque se acabó de pronto, dejando al descubierto la calle pequeña y estrecha de un vecindario.

Oí a Jude resbalar hasta detenerse frente a la acera de la calle helada cuando vio que las casas tenían las luces encendidas. Había coches en los caminos de entrada y gente que se movía detrás de las cortinas de las ventanas, dispuestos a señalar en el calendario otro miércoles ya terminado.

Un hombre con un camión destartalado trataba de limpiar la calle, luchando a través de la gruesa capa de nieve. Le di un codazo a Jude, detrás de mí otra vez, con los ojos puestos en la casa que había justo al otro lado de la calle. Una idea se abrió camino a través de la bruma de mi cansancio. Había un pequeño sedan plateado estacionado en la calzada, pero, más importante aún, yo había visto una forma borrosa a través de la pequeña ventana de la puerta principal de la casa.

Efectivamente, tan pronto como pasó el quitanieves, una mujer salió y volvió a cerrar la puerta detrás de ella. Su cabello era de un rubio ceniciento, atravesado por mechones plateados. Asomaba por entre un gorro de lana esmeralda y un abrigo negro. Vi un destello de su vestido mientras se abrochaba el abrigo. El corte y el diseño parecían los propios de un uniforme de camarera de restaurante.

Sacó las llaves y las mantuvo en la mano mientras caminaba, levantando la vista hacia el cielo nocturno y hacia la nieve que caía suavemente a su alrededor. Esperé a que sonara el bip-bip del desbloqueo de las puertas antes de moverme.

—Vamos —dije, agarrando a Jude del brazo.

La mujer nos oyó llegar. Tensó la espalda aterrorizada cuando vio mi cara reflejada en la ventana oscura del coche. Vi el miedo y la confusión en sus ojos y aproveché la oportunidad para deslizar una de mis manos frías en la manga de su abrigo hasta dar con su carne cálida y desnuda. Olía a piña y a sol, tan brillante era su mente. Fue un toque rápido; de hecho, tenía que ser tan rápido que ni siquiera experimentara el habitual flujo de recuerdos. Ni siquiera estaba segura de que la tenía hasta que parpadeó lentamente, con los ojos vidriosos.

—Entra en el coche —le dije a Jude, buscándolo con la mirada por encima de mi hombro hacia donde estaba, boquiabierto—. Tenemos conductora.

Los beneficios de coaccionar a alguien para que condujera eran dos: ella no podía denunciar que le habían robado el coche y el teléfono, y, mejor aún, podría pagar los peajes y saludar con la mano en los controles de seguridad establecidos en la frontera de la ciudad por la Guardia Nacional o por la policía. Después pensar en ello dos segundos, la obligué a que nos llevara a la estación de transporte más cercana. En un mundo perfecto, Amtrak y todas sus muchas líneas aún habrían existido, pero la crisis económica hizo aflorar sus muchos defectos, y tardó solo un año en quebrar. Ahora, el Gobierno había puesto dos trenes eléctricos de ida y vuelta a las principales ciudades de la Costa Este cada día, sobre todo al servicio de transporte de la Guardia Nacional, de las FEP y de los senadores de las distintas zonas. El Elite Express, lo llamaban, y los billetes tenían un precio en concordancia con su nombre.

Colarnos en el tren era mucho más arriesgado que conducir un coche, pero no podía quitarme de encima la imagen de pesadilla de tener que parar y reponer combustible cada quince kilómetros. Sería como entorpecer cada valiosa hora que necesitábamos. Podríamos tener suerte y meternos en un tren casi vacío, por lo menos en el trayecto de un par de ciudades. Si nos parecía demasiado peligroso, o el tren empezaba a llenarse de miradas inoportunas, siempre podríamos bajarnos antes. Tenía una manera de hacernos desaparecer.

—Enciende la radio, por favor —le dije—. Un canal de noticias.

Jude y yo estábamos agazapados detrás, en el hueco entre los dos asientos delanteros y el trasero. Era muy incómodo estar sentada de esa manera y continuar con el contacto físico para mantener la conexión con ella. Respiré profundamente, apartando la mano, pero concentrándome en la línea brillante de conexión entre nuestras mentes. Tal vez así era como lo hacía Clancy, hasta que no necesitaba un contacto físico para establecer una conexión mental con una persona, apartándose un poco más cada vez.

La mujer obedeció y los altavoces detrás de mi cabeza emitieron el sonido de una pegadiza sintonía comercial. Era una locura que todavía anunciaran accesorios para piscinas, a pesar de que una buena parte de los estadounidenses habían perdido sus hogares.

Buscó más canales, pasando por alto la música y la estática, hasta que sonó la voz monótona de un hombre.

«La Cumbre de la Unidad, como se ha dado en llamar, se llevará a cabo en terreno neutral, en Austin, Texas. El gobernador del estado, quien recientemente negó las acusaciones de la alineación con la Coalición Federal en California, será el moderador de las conversaciones entre varios miembros clave del personal del presidente Gray y la Coalición para ver si se encuentra a tiempo un terreno común entre los gobiernos rivales para la realización de la construcción del nuevo edificio del Capitolio en Washington, D. C., para el día de Navidad. El presidente Gray fue quien pronunció las siguientes palabras sobre este evento, posiblemente histórico».

La voz cambió abruptamente del tono grave de la periodista al distendido y sedoso del presidente.

«Después de casi una década de tragedia y sufrimiento, tengo la sincera esperanza de que podamos reunirnos hoy y empezar a hacer progresos hacia la reunificación. Mis asesores presentarán planes de estímulo económico en el transcurso de la cumbre, incluyendo programas para reactivar la industria de la construcción y planes para devolver a los estadounidenses los hogares que hayan perdido en la catástrofe económica de los últimos años».

Calamidades. Perfecto.

—¿Crees que Gray renunciará a la presidencia si llegan a un acuerdo? —preguntó Jude.

Negué con la cabeza. No conocía a Gray personalmente, pero sí a su hijo, Clancy. Y, si el hijo era como el padre, Gray tenía otro motivo para querer que se realizara aquella cumbre. Lo último que querría es perder el control.

Clancy. Me pellizqué el puente de la nariz, lo que me ayudó a librarme de aquel pensamiento.

La estación de Amtrak más cercana era la de Providence, Rhode Island, un enorme edificio de hormigón que antaño pudo haber sido hermoso, antes de que el paso del tiempo y los grafiteros dieran con él. Eché un vistazo al reloj de la fachada de su torre solitaria, pero o bien no funcionaba o eran las 11:32 desde los últimos cuatro minutos, según el reloj del salpicadero. Había unos cuantos coches en el aparcamiento cercano, y al menos tres docenas de personas amontonadas en un autobús de la ciudad que retumbaba por el carril de bajada.

Le toqué el hombro a la mujer, y me sorprendí un poco al notar su sobresalto. Ahora tenía la mente muy tranquila, como el cielo lechoso de fuera.

—Necesitamos que nos compres dos billetes de tren para llegar a Carolina del Norte, lo más cerca posible de Wilmington. ¿Entiendes?

La carne fofa de sus mejillas se estremeció ligeramente cuando asintió y se desabrochó el cinturón de seguridad. Jude y yo vimos la tambalearse por el camino a través de la nieve, en dirección a las puertas correderas automáticas. Si esto funcionaba…

—¿Por qué vamos a subirnos al tren? —preguntó Jude—. ¿No es muy peligroso?

—Valdrá la pena —le dije—. En coche tardaremos el doble de tiempo, si tenemos que seguir parando para echar gasolina.

—¿Y si alguien nos ve o hay FEP en el tren? —continuó.

Me quité el gorro de lana y se lo lancé, junto con la bufanda blanca y gruesa que había envuelto alrededor de mi cuello. Cuando nos sentáramos en el tren ya me ocuparía de taparlo con mi chaqueta, pero hasta entonces… tendríamos que encontrar un rincón oscuro de nuevo.

La mujer volvió más rápido de lo que esperaba, mirando al suelo, con algo blanco en las manos. Abrió la portezuela del conductor y se deslizó en el asiento, dejando entrar una bocanada de aire helado.

—Gracias —le dije cuando me dio las entradas. Entonces, cuando Jude salió, añadió—: Siento mucho todo esto.

Solo me volví para mitrar el coche una vez, mientras nos dirigíamos hacia la estación. Le había dicho que esperara dos minutos, y que luego condujera de vuelta a su casa. Tal vez fueran mis ojos cansados gastándome una broma o los remolinos de nieve que se elevaban entre nosotros, pero, cuando los faros de un coche que pasaba iluminaron el parabrisas del automóvil de la mujer, juro que vi el brillo de las lágrimas en sus mejillas.

Nos había comprado entradas para Fayetteville, Carolina del Norte, que por lo que sabía podría estar más o menos al otro lado del estado desde Wilmington. Y peor aún, la hora de embarque eran las 7:45. Es decir, que faltaban unas diez horas. Demasiado tiempo de espera, demasiadas oportunidades para que nos capturasen.

El interior de la estación no estaba tan lleno como el exterior. Había demasiado hormigón para que fuera realmente hermoso. Encontramos un banco en un rincón, frente a una pared de juegos arcade sin conexión. Nos sentamos allí y no nos movimos. Los trenes nocturnos iban y venían, los pies corrían por detrás de nosotros, el tablero de llegadas y salidas giraba y sonaba.

Estaba cansada y hambrienta. Había un carrito de café todavía abierto al lado de las taquillas, lo único que se interponía entre los empleados y el sueño, pero no tenía dinero, y no estaba tan desesperada como para usar mis habilidades con el pobre tipo atrapado en el carrito.

Jude se durmió en mi hombro. De vez en cuando, el locutor automático emitía por los altavoces alguna actualización sobre el tiempo o los trenes con retraso. Pero las lagunas de silencio entre ellas parecían crecer más a cada hora que esperábamos, y yo estaba empezando a arrepentirme cada vez más de aquella decisión. A las cuatro de la tarde, justo cuando estaba tambaleándome al borde del agotamiento, las dudas irrumpieron en mi mente. Cuando llegáramos allí, me pregunté, ¿Liam estaría todavía en Carolina del Norte? Era habilidoso cuando tenía que serlo. Podría cubrir una gran cantidad de distancia en el tiempo en que estábamos allí sentados, en el tiempo en que tardáramos en llegar hasta allí.

Había coches en el aparcamiento. ¿Quizá lo más inteligente era coger uno y tratar de evitar los peajes y los controles de la Guardia Nacional en las entradas y salidas de las grandes ciudades? No, porque eso también significaría que podríamos ser descubiertos por las miles de cámaras de carretera que el Gobierno había instalado con el propósito exacto de buscar niños como nosotros.

No fue el silbido de las puertas correderas de apertura lo que captó mi atención, sino un fuerte ruido de pasos. De vez en cuando, unas pocas personas entraban y salían de la estación, y a muchas sin hogar se les permitía dormir en el interior, con calefacción, por la noche, siempre y cuando ocuparan un rincón y no un banco. Pero aquellos pasos sonaron a muchos pies, y las suelas de goma de sus zapatos chirriaron cuando pisaron las baldosas. Por el rabillo del ojo vi al funcionario de la ventanilla sentarse más erguido.

Solo necesité un rápido vistazo por encima del hombro para confirmarlo. Uniformes negros.

Agarré a Jude, lo tumbé en el banco y me incliné encima de él, poniéndolo entre nosotros y la docena de miembros uniformados de las FEP que se habían detenido en el centro de la estación.

—Mierda, mierda, mierda, mierda —susurró Jude.

Puse una mano en su hombro, manteniéndolo firmemente sujeto y quieto a mi lado. Yo sabía lo que estaba pensando: las mismas preguntas brillaban en mi mente. ¿Cómo nos han encontrado? ¿Cómo sabían que estaríamos aquí? ¿Cómo vamos a salir?

Bueno, la respuesta a la última pregunta no era enloquecer de pánico; en uno de esos raros momentos fugaces, agradecida por las lecciones que me había enseñado la Liga, respiré profundamente para calmarme y empecé a reevaluar la situación.

Había once miembros uniformados de las FEP que acababan de sentarse en los bancos cerca de una de las puertas de salida hacia la zona de los autobuses. Dos de ellos eran mujeres, y ambas se levantaron para comprobar los monitores. Llevaban el pelo bien trenzado o peinado hacia atrás, los hombres parecían recién rapados. Más importante aún, a sus pies había once bolsas de lona de camuflaje, no armas.

Un chico del centro del grupo se levantó, riéndose a carcajadas mientras se abría camino hacia las máquinas expendedoras. Los demás le pidieron bolsas de Doritos o chicles o galletas saladas. No estaban escaneando la zona, ya que no estaban haciéndole preguntas al tipo de la taquilla. Iban de uniforme, pero no estaban de servicio.

—Son los nuevos reclutas —le dije a Jude—. Eh, mírame a mí, no a ellos. Van a subirse a alguno de los autobuses para servir en alguna parte. No nos están buscando a nosotros, solo tenemos que encontrar un lugar tranquilo para sentarnos hasta que llegue el tren. ¿De acuerdo?

Les di la espalda a los soldados, comprobé nuestra sala en busca de una puerta que pudiera ser desbloqueada o un pasillo que no hubiera visto antes. Apenas noté que Jude se tensaba de nuevo a mi lado, pero sí sentí cómo me tiraba de la trenza, mientras volvía la cabeza hacia las puertas correderas al mismo tiempo en que Vida entraba en el edificio con Barton y el resto del Equipo Beta. Todos iban vestidos con ropa de calle y observaban a las FEP, que no parecían haberse fijado en ellos.

«¿Qué hace ella aquí? ¿Qué hacen todos ellos aquí?». No había manera de… no había manera de que hubieran podido seguirnos…

—Mierda, mierda, mierda, mierda —susurró Jude, aferrándose a mí.

Por lo menos ahora ya comprendía el peligro que corríamos si nos devolvían al Cuartel General. No tuve que explicarle de nuevo que Vida no estaba aquí para ayudarnos. Miré a mi alrededor frenéticamente, hacia el panel de juegos arcade, hacia las taquillas de Amtrak, hacia el cercano baño de mujeres. Esto era mucho peor de lo que podría haber imaginado. Una parte de mí solo quería quedarse sentada y ceder a la imperiosa necesidad de estallar en lágrimas.

No me detuve para desbaratar el plan de Jude, que parecía a punto de echarse a llorar por lo que acababa de ver. Realmente no teníamos ningún plan. Lo arrastré detrás de mí, literalmente, hacia el pequeño baño familiar.

La puerta chirrió cuando la empujé con el hombro. No había ventanas en el baño, ni conductos de ventilación lo bastante grandes como para que pudiéramos salir. Había un retrete, un lavabo, y ninguna ruta de huida, así que entramos, extendí la mano, apagué las luces y eché el cerrojo. No más de un segundo más tarde, la puerta se sacudió cuando alguien tiró de ella.

Me senté en el suelo y apoyé las piernas contra el pecho, tratando de calmar mi respiración. Jude se derrumbó a mi lado. Presioné el índice contra mis labios.

No podíamos escondernos allí para siempre; alguien, con el tiempo, se daría cuenta de que el baño estaba cerrado y vendrían con una llave. Así que conté. Conté cuatro minutos, y me detuve y empecé de nuevo cada vez que oía las botas de alguien acercarse y alejarse.

—Vamos —le susurré a Jude, obligándolo a levantarse—. Tendremos que correr.

Ni siquiera avanzamos un metro.

Vida, que estaba agachada, se alzó y se plantó frente a nosotros, sus cejas subieron al mismo tiempo que levantaba la pistola con la mano.

—Hola, amiguitos —dijo ella con dulzura—. ¿Me echabais de menos?