CAPÍTULO SEIS

A Jude y a mí nos llevaron clandestinamente a Boston, a plena luz del día, viajando en los asientos plegables de un avión de carga con una bodega enorme. Era un modelo más antiguo que el que habíamos usado para volar de regreso desde Filadelfia, y su olor hacía que la hipótesis de Jude de que una vez había sido utilizado para transportar carne muerta tuviera muchas probabilidades de ser cierta.

Vi las enormes cajas frente a nosotros, tratando de ignorar la forma en que crujían bajo la tensión de las correas que las sostenían en su lugar. Todas estaban marcadas con el elegante cisne dorado de Leda Corporation, y que parecía una especie de terrible broma del universo. La parte racional de mí sabía que no significaba nada, que no era un mal presagio. Volábamos en aviones de Leda Corporation todo el tiempo. Se habían dado cuenta de las ventajas de jugar limpio tanto con Gray como con la Coalición Federal, lo que significaba que tenían «privilegios» especiales para viajar hacia y desde California para transportar sus productos. Tan poco cooperativo como siempre, Gray tuvo la brillante idea, para tratar de matar de hambre a la Coalición Federal de California, de prohibir las importaciones y las exportaciones en el estado. Por desgracia para el resto del país, California era el lugar donde se movía la mayoría del producto fresco, y tenían fácil acceso al petróleo que estaban perforando en Alaska.

Sin embargo, la Coalición Federal era nuestra celestina. Teníamos que aprovecharnos de vuelos como este a cambio de servirles de cuchillo en la oscuridad. Alban lo consideraba un «comercio justo» para el sistema de inteligencia que habíamos desarrollado y para las múltiples operaciones que habíamos ejecutado en su nombre a lo largo de los años, aunque yo sabía que él quería más. En concreto: respeto, dinero y la promesa de que tendría un lugar en su nuevo Gobierno en cuanto Gray estuviera fuera.

Al otro lado de la pila envuelta en plástico de cajas estaba el Equipo Beta, riendo, riendo, y riendo de una broma que se había perdido en el estruendo constante de los motores.

Presioné el dorso de las manos congeladas contra los ojos, tratando de aliviar las palpitaciones que sentía. El poco calor que seguía circulando por el espacio de carga debía de haberse aferrado al techo, porque no lo notaba en absoluto. Me hundí en el fondo de mi asiento, envolviéndome en el anorak negro con tanta fuerza como me permitía el cinturón de seguridad.

—Respira profundo —cantaba Jude—, espira profundo. Respira profundo, espira profundo. No estás en un avión, estás flotando por el cielo. Respira profundo…

—Creo que para que eso funcione de verdad tienes que respirar profundamente —le dije.

El avión descendió para elevarse un segundo más tarde.

—Eso —dijo, y se le quebró la voz—. ¿Eso era normal?

—Solo se trata de unas cuantas turbulencias —le dije, tratando de librarme de la mano con la que acababa de agarrarme el brazo—. Pasa en todos los vuelos.

Jude se había puesto el casco de uno de los miembros del equipo táctico y un par de gafas para protegerse los ojos. No tuve agallas para decirle que si el avión se estrellaba, una herida en la cabeza sería la menor de sus preocupaciones.

Dios. El pobre ni tan solo podía soportar el estrés de un viaje en avión.

Aquello era un error; yo debería haber luchado más, discutido más, insistido más para mantener a Jude fuera de esta Operación. De vuelta en el Cuartel General, la idea de tener que llevármelo para buscar a Liam había sido frustrante, una molesta dosis de realidad que tuve que tragarme, pero ahora… Ahora yo estaba asustada. ¿Cómo iba a soportar él la presión de escapar de Rob y del Equipo Beta si no podía quedarse quieto durante cinco minutos? ¿Si su imaginación ya le había robado el coraje y había echado a correr?

Tal vez pudiera encontrar una manera de dejarlo con Barton, pensé, frotándome la frente. El problema era… ¿cómo sabía que Barton no era uno de los agentes que habían tomado partido por Rob y su plan a favor de atacar los campamentos? ¿Cómo sabía que ninguno de sus compañeros de equipo no le metería a Jude, gustosa, limpia y fácilmente, una bala en el cráneo?

—Esto va a ser genial. Va a ser guay.

La carpeta de Jude de la Operación estaba llena de manchas de todo lo que había cenado la noche anterior, y ahora él parecía indefenso.

Yo quería gritar. Gritar. Era otra boca que alimentar y otra espalda que proteger. Jude era la encarnación viva de una distracción. Pero ¿cuál era la alternativa? ¿Enviarlo de vuelta a ese infierno, con la esperanza de que todavía estuviera allí, vivo, cuando yo regresara y Cole pusiera en marcha su plan?

No. Jude era un peso muerto que yo iba a tener que llevar sobre mis hombros todo el camino, pero ahora yo era más fuerte. Podría hacerlo. Quería encontrar a Liam, y mantenerlos seguros a ambos, porque esa era la única opción. Eso era lo único que estaba dispuesta a aceptar.

—Bartlett. ¿Qué crees que hace? —preguntó Jude. Las páginas se desplegaron bajo sus dedos—. Reconozco los otros nombres. Frances es agradable, me dio una barra de chocolate una vez. Me gusta Lebrowsky y Gold, y también Fillman. Tipos guays. Me enseñaron a jugar al solitario. Y también me gusta el líder. Me alegro de que Barton consiguiera el ascenso. Pero ¿quién diablos es Bartlett?

—No sé, no importa —le dije, concentrada de lleno en las cajas de medicinas que tenía frente a mí.

En realidad, yo sabía quién era Bartlett, un chico nuevo que habían transferido desde la base de operaciones de Georgia. Había oído a algunas chicas Verdes en el vestuario hablar de que era un «buen espécimen», pero me habían visto y entonces me fui antes de que pudiera escuchar algo útil.

Ahora Jude tarareaba, siguiendo un ritmo frenético con el pie, contra las esteras del suelo. De debajo de la chaqueta se le había salido la brújula que le colgaba del cuello y se balanceaba al mismo ritmo. No creo que dejara de moverse durante las cinco horas que estuvimos en el aire.

—Bartlett recibió su entrenamiento en West Point. ¿Crees que eso significa que es bueno?

—Si has memorizado los archivos de personal, ¿por qué me lo preguntas?

—Porque las personas son algo más que lo que dice sobre ellas un pedazo de papel o un expediente de equipo. En realidad, no me importa que la especialidad de Bartlett sea cuchillo de combate, quiero decir, no me malinterpretes, coño, pero prefiero saber por qué se unió a la Liga, y lo que piensa acerca de esta decisión de ahora. Su comida favorita…

En ese momento, me di la vuelta para mirarlo, medio sorprendida, medio horrorizada.

—¿Crees que saber cuál es su comida favorita es más importante que conocer su método preferido de matarte en una pelea?

—Bueno, sí, es que…

No podía detenerme, y no podía explicar por qué la ira crecía tan rápidamente en mi interior.

—¿Quieres saber más sobre el Equipo Beta? —Podía escuchar mi corazón martilleándome en los oídos—. Durante las próximas doce horas, serán las únicas seis personas que no tratarán de matarte. Pero ellos no van a protegerte, especialmente si interfieres en la Operación. Así que sigue las órdenes del líder y mantén tu maldita cabeza agachada. Eso es todo lo que necesitas saber.

—Por Dios —dijo Jude, parpadeando—. No todos los adultos del mundo tratan de enterrarnos.

Mi lengua estaba atrapada detrás de mis dientes apretados. «¿Crees que matarte es lo peor que podrían hacerte?».

—Solo quiero conocer a la gente —explicó—. ¿Qué hay de malo en eso?

—Bueno, lo siento —le dije—. La mayoría de ellos no quieren conocerte a ti.

—No, quiero decir… —Hizo un gesto en el aire con las manos, como si fuera a desvelar el misterio de lo que trataba de decir—. Es solo que hoy en día la gente enseguida te resume a un par de huesos desnudos de información y te carga en un sistema, ¿sabes? Y creo que nadie puede realmente conocer a otra persona a menos que te intereses de verdad.

Se detuvo, estirando su largo cuello para mirar a su alrededor, pero nuestra cuidadora para esta Operación estaba ocupada jugando una partida de cartas con Frances.

—Por ejemplo, mira a Rob. Su historial es perfecto. Fue a la Universidad de Harvard, en el ejército fue un Ranger, y luego un agente del FBI durante un tiempo. Mide uno ochenta y cinco de altura y pesa noventa kilos. Sabe cómo utilizar las armas de fuego y habla español a la perfección. Pero, en cambio…, nada de eso deja entrever el hecho de que… —Jude se fue apagando—. No quiero ver solo la cara de alguien; también quiero conocer su sombra.

No creo que Jude hubiera perdido nunca a nadie antes de Blake. Había oído hablar de los agentes asesinados en tal misión, o en tal redada, o en tal explosión, pero, una vez has experimentado plenamente el tipo de dolor específico que llega con la separación de alguien al que conocías hasta la médula de sus huesos, aprendes a no repetir.

—¿Sí? —le pregunté—. ¿Y conoces a mi sombra?

Jude miró hacia otro lado, hacia donde los tacones de sus botas cómicamente grandes rebotaban contra la estera.

—No —dijo con voz tan baja que casi se perdió en los miles de kilómetros de aire azul y cristalino que había debajo de nosotros—. A veces creo que incluso nunca he visto realmente tu cara.

No me molestó. No sentía las manos, pero era solo por culpa del frío, no del hielo que se había manifestado de alguna manera entre nosotros en el lapso de unos pocos segundos. Apreté la mandíbula para mantener los dientes cerrados, para no poder hablar, para evitar murmurar el feo sonido de la frustración. Yo no tenía necesidad de ser querida, o deseada, o cuidada, no necesitaba amigos, y ciertamente no necesitaba al niño que una vez hizo caer toda la red informática de la Liga tropezando con sus propios pies enormes, tratando de culparme por ser algo que no era. Yo estaba muy bien. Solo tenía un poco de frío.

Me acurruqué un poco más en mi anorak, mirándolo por el rabillo del ojo. Inquieto, se retorcía las manos rojas.

—El Equipo Beta es un buen grupo —dije finalmente—. Te tratan bien, siempre y cuando sigas sus órdenes. A los del Alfa no les importas un comino, así que trata de asegurarte de que estás emparejado con otro chico que pueda vigilar tu espalda. El Delta está dirigido por Farbringer, y a él le gustan los chicos.

—¿Sí? —dijo Jude con una voz sin vida, mientras observaba las rodilleras de tejido negro—. Ruby —continuó en voz tan baja que casi no lo oí por encima del rugido del avión—. ¿Es que Rob me ha elegido para esta Operación para matarme?

Vi a Rob por primera vez justo después de que Cate me sacara de Thurmond. Los dos agentes de la Liga tenían previsto reunirse en una gasolinera abandonada, y cada uno traería consigo a los niños que hubieran logrado liberar. Él había asegurado que no pudo sacar a ninguno y que tuvo que escapar solo para evitar ser detectado por los controladores del campamento. Cate, que por aquel entonces no lo conocía muy bien, lo había creído al instante. Pero él dio un resbalón, y me tocó accidentalmente, y su mente se abrió a la mía. Y pude ver la verdad.

De noche no me quedaba despierta aterrorizada pensando en lo que les habría pasado a Liam y a Chubs y a Zu y a las niñas que había dejado atrás en Thurmond, sino que eran los recuerdos de Rob los que se deslizaban en mi mente. Veía al niño encapuchado en el suelo, mientras su cuerpo convulsionaba cuando el agente le disparaba a quemarropa. Vi la cara de aquella niña, y sus labios moviéndose para pedirle misericordia, y la forma en que el contenedor se había sacudido cuando Rob había arrojado dentro su cuerpo. Y al final me despertaba sintiéndome enferma, y no solo por la pérdida de aquellas vidas, sino porque sentía como si yo misma hubiera matado a aquellos niños. Hablar de conocer la sombra de alguien, tratar de ser su sombra.

—No puedo dejar de pensar en Blake. Pienso en él todos los días, todo el tiempo. Deberíamos habérselo dicho a alguien —dijo—. Jarvin y los otros habrían sido expulsados, la Liga volvería a ser como antes… Antes de que todo esto pasara. Ellos son los malos. Si te deshaces de ellos…

No siempre era así como funcionaban las infecciones. A veces la putrefacción se propagaba demasiado como para poder extirparla de un solo corte. Rob y Jarvin y los demás eran unos cuanto de muchos más. Estaba tan tentada de decirle la verdad, de decirle todo lo que me había contado Cole… Pero aterrorizarlo para que sufriera un ataque de pánico era, con mucho, lo más estúpido que podía hacer. Si esto debía funcionar, él no podía saber cuál era el plan de antemano. No podía darle ninguna oportunidad de que metiera la pata y nos sirviera en bandeja a Rob y a los otros.

—Todo saldrá bien —le dije—. Estaré contigo todo el tiempo.

Estaba temblando, y no creo que oyera salir ni una sola palabra de mi boca.

—¿Cómo pudieron hacer eso? ¿Qué daño les hemos hecho? ¿Por qué nos odian tanto?

Cerré los ojos ante el sonido de las risotadas de Rob cortando el aire.

—¿Por qué no intentas dormir? —le dije—. Vamos a estar en el aire durante unas cuantas horas. No hay ninguna razón por la que los dos tengamos que llegar cansados.

—Está bien —dijo—. Solo quiero…

—¿Qué es lo que quieres? —le pregunté.

—¿Podemos seguir hablando un poco más? —me pidió sin levantar la vista de sus rodillas, y recogiendo torpemente los pies sobre su asiento.

—Realmente no puedes quedarte ahí sentado y en silencio, ¿verdad? —le pregunté—. Esto te está matando, ¿no?

Pasó un buen rato antes de que respondiera, como si tratara de demostrar que estaba equivocada.

—No —dijo—. Es solo que no me gusta el silencio. No me gustan las cosas que oigo en el silencio.

«No se lo preguntes. No se lo preguntes. No se lo preguntes».

—¿Como… qué?

—Los oigo pelearse, sobre todo —susurró—. Oigo cómo él le grita a ella, y la manera en que ella solía llorar. Pero es… La oigo a través de las puertas cerradas. Mi mamá… Ella solía meterme en su armario porque él tenía menos temperamento cuando yo estaba fuera de su vista. No me acuerdo de cómo sonaba ella normalmente, solo de cómo sonaba al otro lado de la puerta del armario.

Asentí con la cabeza.

—Eso me pasa a mí a veces.

—¿No es muy raro? Han pasado ocho años y aún los oigo, y recuerdo lo oscuro y estrecho que era el armario, y que sentía como si no pudiera respirar. Los oigo todo el tiempo, como si me persiguieran, y no puedo escapar de ellos, nunca. No dejarán que me vaya.

Yo sabía que él estaba agotado, y sabía de primera mano lo que el cansancio puede hacerle a tu mente. Cómo jugaba contigo, cómo derribaba tus defensas una a una. Los fantasmas no acosan a las personas, sus recuerdos sí.

—¿Hablarás hasta que me duerma? Solo… quiero decir, solo hasta que me duerma. ¿Y podrías no contarle esto a nadie, nunca?

—Por supuesto.

Apoyé la cabeza en el respaldo del asiento, preguntándome qué demonios podría decirle para calmarlo.

—Hay una historia que me gustaba mucho cuando era niña —comencé en voz baja, lo bastante fuerte para que pudiera oírme por encima del rugido de los motores del avión—. Sobre uno conejos. Tal vez la hayas oído antes.

Empecé por el principio, por la huida, la fuga por el bosque, encontrando un nuevo peligro a cada paso, sintiendo la desesperación que acompaña al deseo de proteger a todo el mundo cuando apenas puedes cuidar de ti misma. El chico de los ojos oscuros y sin fondo, la traición, el fuego, el humo. Y, cuando me di cuenta de que le estaba contando mi propia historia, Jude dormía profundamente, escondido en sus propios sueños.

Lo que ocurre en los lugares como Boston es que no importa lo que eran antes, no importa el aspecto de la población, no importa que las empresas hubieran florecido una vez, no importa qué persona importante nació allí, la ciudad que conocía la gente ha desaparecido. Era el ser querido que viste por el espejo retrovisor, haciéndose cada vez más pequeño cuanto más tiempo y distancia se interponía entre vosotros, hasta que llegó a convertirse en una forma irreconocible.

Los edificios de ladrillos rojos seguían firmemente enraizados en el suelo, pero sus ventanas estaban destrozadas. En algunas zonas de los parques la hierba estaba muerta, o había demasiada vegetación en otras, y donde una vez hubo árboles ahora solo quedaban escombros. Grandes casas estaban cerradas y tapiadas, el hielo y la nieve vieja se aferraba a sus piedras oscuras. Había un carril abierto en cada concurrida carretera para coches y bicicletas, que se movían lentamente, pero muchas de las antiguas calles paralelas estaban repletas de tiendas de campaña improvisadas y la población se acurrucaba en su interior.

Era extraño ver aquellas brillantes y coloridas sombrillas viejas y las sábanas con estampados infantiles montadas como refugios improvisados. Las personas en peor situación estaban expuestas al aire helado con solo un saco de dormir o una pared para apoyarse.

—No lo entiendo —dijo Jude, mirando a través de los cristales tintados.

Ninguna de las farolas estaba encendida, pero había suficientes fuegos encendidos como para poder ver la escena, y los primeros copos de nieve, desde la parte posterior de la ambulancia de un hospital que habíamos recibido tan amablemente de los suministros de Leda Corporation.

—Una gran cantidad de personas perdió sus hogares cuando se derrumbaron los mercados —le dije, tratando de ser paciente con él—. El Gobierno no podía pagar su deuda, y por eso estas personas perdieron sus puestos de trabajo y no podían permitirse el lujo de quedarse con lo que tenían.

—Pero si todo el mundo en todas partes está así, ¿por qué los bancos no dejan que todos se mantengan como estaban hasta que las cosas se pongan mejor? ¿No hay nada que podamos hacer para ayudar?

—El mundo no funciona así —dijo Rob desde el asiento del conductor—. Hay que acostumbrarse.

Llevaba un uniforme azul oscuro de paramédico, y parecía disfrutar encendiendo las luces y las sirenas cuando la gente de la calle no se apartaban de su camino lo bastante rápido. Sentado delante con él estaba el único miembro del Equipo Beta que había sido asignado para servir de apoyo en nuestra Operación. Se llamaba Reynolds, y yo solo había tenido que echarle un vistazo a la cara de Jude cuando Reynolds y Rob se daban palmaditas en la espalda para saber que él había sido uno de los agentes que Jude había oído conspirar contra nosotros.

El resto del Equipo Beta iba tres manzanas por delante de nosotros, los siete hacinados en la parte trasera de una vieja camioneta. Iban vestidos de manifestantes, con ropa de calle, pelo desigual, gorras de los Red Sox y chaquetas bastante gruesas como para ocultar las armas.

El Profesor que buscábamos vivía en Cambridge, justo sobre el río Charles. La Facultad de Medicina de Harvard, donde llevaba a cabo su investigación, estaba felizmente situada en el centro de la zona noble de Boston. Rob había decidido, de un modo bastante cuestionable, dividir la Operación en un asalto simultáneo por dos frentes. El Equipo Beta se ocuparía de «deshabilitar» el laboratorio, y Jude y yo irrumpiríamos en la vivienda del objetivo y lo «sacaríamos» para interrogarlo.

Al menos, eso es lo que pensaba Rob.

Retrocedimos hasta el puente de Longfellow, cruzamos el río escuchando las ansiosas preguntas de Jude sobre el béisbol, el río, sobre la sustancia pegajosa que estaba en el suelo de la ambulancia, sobre cómo volveríamos a casa, hasta que Barton finalmente habló por el intercomunicador.

—Aquí el Líder, en posición, listos para comenzar la Operación a las veintidós treinta. ¿Cuál es tu estado, Cuidador?

—A cinco minutos del nido de la oca —respondió Rob, y noté cómo aceleraba la ambulancia.

Mi ansiedad eligió ese preciso momento para despertar. Me senté un poco más erguida, apoyé el pecho contra las rodillas y las rodeé con mis brazos.

—¿Estamos conectados con la retaguardia?

—Aquí la retaguardia. La línea es segura, seguimos las dos unidades. Listos para proceder a las veintidós treinta. El satélite muestra una interferencia mínima en Objetivo Dos. Cuidador, hay una considerable actividad en tu sector.

No estoy segura de a quién le molestaba más oírle llamarlo «cuidador», si a Rob o a mí. Él no tenía un equipo de niños como Cate, pero cualquiera que supervisara a los chicos con poderes en una Operación era bautizado así.

—Hay una protesta en el patio del Hombre Viejo —dijo Rob.

Miré hacia arriba, moviéndome a gatas para llegar a la ventana de atrás. Él estaba en lo cierto. Estábamos pasando por el parque arbolado de la universidad, con sus caminos entrecruzados. Cientos, quizá miles, de personas agrupadas alrededor de una gran hoguera, ignorando el aguanieve que les caía encima. Carteles y tambores llenaban el suelo nevado, lo único que se interponía entre los manifestantes y el pequeño anillo de policías descontentos que los habían rodeado. La gente parecía flotar en el borde del parque, como si buscaran una manera de romper la línea de uniformes y armas.

—¿Por qué están protestando? —susurró Jude, empañando el cristal con su aliento.

No le respondí, solo le hice un gesto para que se agachara. Empecé a contar las manzanas que pasábamos: una, dos, tres, cuatro, cinco.

La ambulancia se detuvo balanceándose a poca distancia de la agradable casita blanca del Profesor, con un tejado inclinado de pizarra gris. Rob se desabrochó el cinturón y se desperezó ligeramente mientras pasaba a la parte trasera.

—Estamos en posición —dijo, tocándose la oreja con la mano.

Noté que me miraba, pero yo seguí mirando fijamente a Jude, que había empezado a temblar de nuevo.

«Este chico va a hacer que lo maten», pensé, pellizcándome el puente de la nariz.

—Está todo despejado —dijo el agente de la vigilancia de la Operación en el Cuartel General—. Huevo de ganso en marcha.

—Roger —dijo Barton, y Rob le hizo eco.

El aspecto de Rob era un poco tosco, una barba oscura le cubría el borde de la mandíbula cuadrada, pero mantenía la mirada atenta. Le arrojó al chico la otra chaqueta de paramédico y una gorra similar que podría ocultar la evidencia de que Jude parecía un par de años más joven de lo que era.

—No digas una sola palabra, no te pongas nervioso, haz lo que yo haga y después trae tu culo de vuelta aquí —le dijo al muchacho. Luego, volviéndose hacia mí, añadió—: ¿Sabes qué tienes que hacer?

Lo miré directamente a los ojos oscuros.

—Sí.

Rob necesitaba a Jude para desactivar el sistema de alarma de la casa y al hombre de la camilla para llevar al Profesor si los vecinos curioseaban y descorrían las cortinas en el momento equivocado. Se suponía que le daríamos un paseo por la ciudad durante unos quince minutos para que yo pudiera inducirle a un estado de cooperación, y luego lo dejaríamos de nuevo en la acera, después de borrarle el recuerdo del encuentro. Si demostraba ser un hueso demasiado duro de roer, Rob tenía un piso franco donde emplearnos en él más a fondo… con métodos dolorosos de persuasión, supongo.

Rob abrió la puerta de atrás, dejando que entrara el aire helado. Él y Reynolds sacaron la camilla, junto con una bolsa de lona. Jude se retorcía las manos.

Lo agarré por el brazo justo antes de que saltara detrás de Rob.

—Ten cuidado.

Jude asintió brevemente y apretó los dientes de una manera que me hizo pensar que trataba de mostrarme una sonrisa tranquilizadora o que intentaba no vomitar todo lo que tenía en el estómago.

—Hasta luego, cocodrilo.

La puerta se cerró detrás de ellos. «Hasta luego, carahuevo».

Ninguno de todos los sueños salvajes que había tenido sobre el día en que por fin hiciera el equipaje y me marchara se parecía a esto. No esperaba sentirme tan tranquila como estaba. La primera vez que me había escapado de Cate y Rob, el miedo me había atenazado rápidamente, haciendo que moviera los pies antes de que el cerebro se diera cuenta. No sabía adónde iba o qué iba a pasar. Solo había corrido. Encontrar a Zu y a los otros fue una cuestión de suerte.

Esta vez no podía confiar en la suerte. No tenía tiempo para sentir miedo de lo que pasaría si me atrapaban. El constante autocontrol que ejercía me hizo sentir mucho más fuerte que cualquiera de las emociones crudas y salvajes a las que me había rendido en la gasolinera. Tenía algo que lograr, y que proteger a alguien, y nadie, y mucho menos Rob Meadows, iba a impedírmelo, siempre y cuando me quedara aliento en el pecho.

La luz del porche se encendió cuando los tres pasaron por debajo. Jude me lanzó una rápida mirada por encima del hombro, luego desapareció por el lado de la glorieta hacia la caja de empalmes que controlaba la electricidad de la casa.

Cuando apagaron la luz del porche y Rob se inclinó sobre la cerradura de la puerta dorada, me quité de los hombros el grueso anorak negro de la Liga, saqué un encendedor y la navaja suiza que había escondido en uno de los bolsillos y los metí en mis botas. La vieja chaqueta de cuero de Liam no me protegería del frío por mucho tiempo, pero no tenía ningún dispositivo de rastreo cosido al forro.

Pasé al asiento del conductor y abrí la portezuela. Mis botas acababan de aterrizar en la nieve cuando Jude llegó a la parte trasera de la ambulancia.

—¿Qué estás…?

Corrí hasta él, y le tapé la boca con la mano. Sus ojos se abrieron en una expresión de pánico hasta que presioné un dedo sobre mis labios. Jude estaba demasiado confundido para procesar lo que sucedía. Tuve que cogerlo por la muñeca y arrastrarlo detrás de mí, ocultos detrás de la ambulancia.

—Estamos dentro —oí la voz áspera de Rob en mi oído a través del intercomunicador—. ¿Estado, líder?

—Según lo programado, Cuidador.

Levanté la vista hacia el cartel de la calle, estábamos en la esquina con Garfield, y traté de orientarme. Tenía que poner la mayor distancia entre Rob y nosotros antes de que él se diera cuenta de que habíamos desaparecido, y yo podía correr más rápido que cualquiera a pie, pero no podía correr más rápido que un coche… En especial, con Jude. Si llegábamos hasta la manifestación, es posible que pudiéramos perderlos a él y a Reynolds entre la multitud. Rob no pensaría en buscarnos en el único lugar que teníamos una buena oportunidad de ser atrapados. Él era un hombre despiadado y salvaje, pero no era muy imaginativo.

Jude jadeaba a mi lado, parecía un poco cansado pero por lo demás estaba bien. El viento golpeaba contra su gorro y tiraba del mío. Me bajé el gorro de lana negro, me lo apreté un poco más sobre las orejas, atrapando debajo un par de mechones largos de pelo suelto y amortiguando los sonidos del intercomunicador de la Operación.

El frío no se parecía en nada al que había sentido en Virginia. Era muy intenso, como un zarpazo persistente en cada centímetro desnudo de mi piel. Intenté aumentar el ritmo, correr más rápido, parpadeando para contener las lágrimas y las ráfagas de nieve, pero Jude luchaba demasiado por mantener la marcha. Las placas de hielo se rompían bajo sus pies, ramas ocultas bajo la nieve vieja se resquebrajaban cuando yo las pisaba al mirar desde los troncos de los árboles que separan las casas y los edificios. Al sur, al sur, al sur. Yo solo necesitaba mantenernos en dirección sur, y entonces llegaríamos a Harvard Yard, y nos toparíamos con los manifestantes, y escaparíamos.

—Objetivo a la vista. Mandarina, ¿el perímetro está despejado?

Jude tiró de mí con un miedo salvaje, pero yo negué con la cabeza en señal de advertencia.

La voz de Rob me recorrió la columna vertebral como una cerilla al ser encendida contra el raspador de la caja. El fuego que se encendió era pequeño, pero hizo arder el estricto control que tenía sobre mi voz.

—Oh, sí —dije después de presionar el botón de mi comunicador—. La costa está completamente despejada.

Supe en qué momento Rob había abierto la puerta de la ambulancia, y se había dado cuenta de que nos habíamos ido. Su extremo de la línea se quedó en silencio, aunque tanto el Cuartel General como Barton solicitaban que les actualizara la información. Pude ver su rostro en mi mente, blanco, volviéndose rápidamente de color púrpura por el esfuerzo realizado para contener la furia. Una pequeña sonrisa curvó las comisuras de mi boca. No podía gritarme sin revelar primero que me había perdido. El trabajo de un Cuidador, por encima de cualquier otra cosa, era mantener a los chicos con poderes bajo su cuidado.

—Mandari… —empezó a decir Reynolds solo para ser bruscamente interrumpido.

—Hola, Rob —dije en voz clara pero baja. Vi la luz de la hoguera del patio, el nuevo tono naranja del cielo. Jude se me agarró a la parte posterior de mi chaqueta, sus largos dedos retorciéndose en el cuero mientras se esforzaba por seguir mi ritmo. Ahora la nieve caía con más fuerza. Saqué la capucha de lana que llevaba debajo de la chaqueta y me la puse en la cabeza, metí las manos en los bolsillos y crucé la última calle—. Tengo una pregunta para ti.

—Ru —susurró Jude—. ¿Qué estamos haciendo? ¿Adónde vamos?

—Mandarina, mantén fuera de la línea todas las transmisiones que no sean de la Operación —llegó la voz de Barton.

Bueno. Yo quería que él lo oyera. Quería que lo oyeran todos.

El anillo de la policía y de la Guardia Nacional se había abierto, y los manifestantes allí reunidos corrían por delante de ellos, con los carteles aferrados en las manos, redoblando los tambores. Una marcha de medianoche, supongo, aunque no tenía ni idea de cuál era su objetivo. Y, a juzgar por la variedad de carteles que vi, ellos tampoco parecían muy seguros de sobre qué estaban protestando. ¿El proyecto que los obligó a servir en las FEP? ¿La falta de voluntad del presidente Gray para negociar con el Gobierno de la Costa Oeste? ¿El estado general de horror que se extendía como una epidemia por todo el país, como la contaminación que asfixiaba a la población de Los Ángeles?

La mayoría de los rostros que nos rodeaban eran jóvenes, pero no adolescentes. Una buena parte de las universidades y colegios del país había sido cerrada temporalmente debido a la falta de fondos, pero, si todavía había alguna que tuviera dinero de sobra, supongo que Harvard sería una de ellas.

«SOMOS TUS CANSADAS, TUS POBRES, TUS MASAS APIÑADAS», leí en el cartel que había junto a mí.

Dejé que nos adelantaran. Si nos colocábamos detrás y lo bastante lejos, ellos tendrían menos posibilidades de oír las proclamas por el intercomunicador. Esperé hasta que despejaron la plaza antes de activar de nuevo el micrófono del intercomunicador.

—Solo quiero saber cuáles eran sus nombres.

—Mandarina. —La voz de Rob era tensa, y sonaba sin aliento—. No tengo ni idea.

—Mandarina, detente.

La mujer del Cuartel General tampoco parecía particularmente feliz conmigo.

—¿Qué diablos está pasando, Cuidador?

También Barton estaba escuchando.

—Esos dos chicos que sacaste de aquel campamento, la noche antes de que nos conociéramos —le dije, manteniendo la mirada fija en un chico joven con rastas que nos indicaba que avanzáramos—. El niño y la niña. Estoy segura de que los recuerdas. Costó mucho esfuerzo sacarlos. Les ataste las manos y los pies.

Jude se quedó mirándome, sus oscuras cejas se unieron en una expresión de confusión.

—No tiene ningún sentido para mí. Los sacaste y luego los mataste en ese callejón, y los dejaste allí, ¿por qué? ¿Cuál era la razón? ¿Qué dijeron o hicieron para cabrearte tanto? Aquella chica te estaba suplicando. No quería morir, pero la sacaste de ese campamento, y la ejecutaste. Ni siquiera le quitaste la máscara al chico.

Apreté los puños para que dejaran de temblarme. Y en ese breve instante, de pronto oí la crepitante voz de Alban en mi oído.

—¿Qué es todo esto? —dijo respirando profundamente—. Necesito que os reunáis con el líder. Si es que no queréis volver al Cuartel General con el Cuidador.

—No vamos a volver al Cuartel General —le dije—, hasta que él se haya ido para siempre.

Era un juego peligroso; si Alban mordía el anzuelo y echaba a Rob, todavía había una probabilidad de que otros miembros de su manada sedienta de sangre tomaran represalias contra los niños en el Cuartel General. Pero… pero… ahora que Alban sabía que Rob era hostil, él y los agentes en que podíamos confiar identificarían a los que habían adoptado aquella actitud, al menos durante las próximas semanas. Jarvin y los otros conspiradores se sentirían más seguros sabiendo que Jude estaba ausente y no podía delatarles. Y yo no necesitaba largarme para siempre. Un par de semanas y estaría de vuelta con todo lo que necesitábamos para forzarlos a salir.

—Rob, escucha, solo quiero saber sus nombres. Quiero saber si te has molestado en preguntarles antes de matarlos.

—¿Crees que esto es un juego? ¡Deja de mentir, maldita sea! Cuando te encuentre…

—Será mejor que nunca me encuentres —le dije con un tono deliberadamente frío. Ni siquiera tuve que cerrar los ojos para ver la cara de aquella chica. Sentí que caminaba junto a mí, con los ojos abiertos, fijos en el cañón de la pistola y en la mano firme que la sostenía—. Porque lo que voy a hacerte será mucho peor que meterte una bala en el cráneo.

No esperé a oír su respuesta. Me quité el intercomunicador y lo tiré al suelo, dejando que los pies que venían detrás de mí lo rompieran y dispersaran las piezas. Le hice un gesto a Jude para que me siguiera mientras corría para alcanzar a los manifestantes. Éramos una avalancha de gente que corría por el amplio margen de la avenida Massachusetts. Me empujaban desde todos los lados, había decenas de brazos a mi alrededor, la gente gritaba y gritaba sin parar, y era el lugar más seguro en el que había estado en meses. Eché una mirada detrás de mí mientras me empujaban hacia delante, vi la cara pálida de Jude, los ojos muy abiertos, las mejillas y la nariz de color rosa por el frío violento. Me estaba relajando, sentí una oleada de fuego de poder y control. Habíamos escapado, y ahora ni siquiera nos buscaban.

Noté que Jude me agarraba de nuevo la parte posterior de la chaqueta y avanzamos, fluyendo con la multitud. Los tambores que nos precedían sacudían el aire con un ritmo frenético, y por primera vez sentí una punzada de pánico. Me pareció oír a alguien diciendo mi nombre detrás de mí, pero incluso las proclamas quedaron ahogadas por la furia que se apoderó de mi mente.

La multitud a mi alrededor seguía creciendo, y, cuanto más avanzaban por la calle, más parecía que aumentaba el frenesí de su excitación. La misma proclama era cantada a través de su sangre: «Más, más, más, más». Eso era lo único que tenían en común. La única cosa que todos querían, más alimentos, más libertad, más dinero, más.

Me di cuenta de hacia dónde nos dirigíamos casi de inmediato: de nuevo al corazón de Boston. El puente de la avenida de Massachusetts estaba más adelante, y allí estaban las conocidas luces intermitentes azules y rojas de los coches de policía que la bloqueaban.

Los manifestantes no se detuvieron.

Había docenas de policías antidisturbios, la Guardia Nacional apuntando, y ni uno solo de los manifestantes dejaba de marchar hacia delante. Noté que mis pies ralentizaban el paso, pero fui empujada hacia delante por el impulso de la ola aplastante que iba detrás de mí.

El policía que estaba en el centro de la línea de seguridad, un hombre viejo y canoso que nos miraba con recelo, levantó un megáfono.

—Soy el sargento Boers del Departamento de Policía de Boston. Están invadiendo la zona en violación de la Ley General de Massachusetts, capítulo dos sesenta y seis, apartado uno veinte, y son objeto de un posible arresto. Están reunidos ilegalmente. Exijo que se dispersen de inmediato y de manera pacífica. Si no se dispersan de inmediato y de manera pacífica, serán arrestados. Esta es la única advertencia.

No vi la primera piedra que lanzaron. Ni siquiera vi la segunda o la tercera. Pero oí el ruido de su impacto contra los escudos de la policía antidisturbios.

—¡Entonces disparad! —gritó alguien—. ¡Disparad! ¡Disparad! ¡Disparad!

Las chicas que estaban a mi alrededor recogieron la palabra y comenzaron a gritar.

—¡Disparad, disparad, disparad!

Era el único rival para las proclamas.

Di un paso atrás, abriéndome paso a codazos a través de la multitud palpitante. ¿Querían que la policía abriera fuego contra ellos? ¿Para qué?

Para registrarlo en vídeo. Vi los dispositivos de grabación apretados entre los dedos rígidos por el frío. Los copos de nieve se adherían a las lentes de las cámaras, que seguían el trayecto de cada piedra, de cada bola de nieve, de cada ladrillo que era lanzado hacia los hombres y mujeres de uniforme. Me agaché, protegiéndome la cabeza con los brazos mientras me abría camino a la parte trasera de la multitud. Un codazo fortuito se me clavó en la nuca, y fue suficiente para sacarme de mi ensoñación.

Me di la vuelta y busqué el brazo de Jude, pero la persona que me agarraba la chaqueta era una chica asiática con gruesas gafas negras que parecía igual de sorprendida de verme como yo de verla a ella.

—¡Lo siento! —gritó—. Pensé que eras mi amiga.

«Maldita sea». Me di la vuelta, escudriñando la multitud. «¿Dónde está?».

El disparo fue lo bastante afilado para cortar las proclamas, lo bastante fuerte como para silenciarlas. La chica y yo saltamos hacia atrás, pero fuimos apartadas a empujones por la gente que todavía marchaba hacia delante detrás de nosotros. Tal vez el oficial o el soldado pensó que la amenaza disolvería la multitud, pero había juzgado muy mal la ira que alimentaba a aquella gente.

Los manifestantes a la cabeza de la multitud estaban acostumbrados a este tipo de intimidación. Eché un vistazo por encima del hombro; luchaban contra los escudos que bloqueaban su camino, clamando encima del capó de los coches de policía. Los más desafortunados eran arrancados de allí a tirones y golpeados en el suelo con las porras.

—¡Jude! —llamé, con un enorme sentimiento de culpa—. ¡Jude!

La primera lata de gas lacrimógeno lanzada emitió un silbido siniestro, pero no fue suficiente para amedrentar a la multitud. Solo consiguieron que los manifestantes se lanzaran a la carrera hacia los oficiales. Sentí que alguien trataba de agarrarme por el brazo y me di la vuelta para enfrentarme a él, pero al tirar me liberé de su presa.

«Mal plan —pensé, ahogándome en el aire envenenado—. Mal, mal, mal plan, Ruby».

Verlo fue una simple cuestión de suerte. Yo había empezado a darme la vuelta para dirigirme en dirección opuesta, y entonces vislumbré una cabeza de pelo rizado por el rabillo del ojo.

La chaqueta azul de paramédico se agitaba al viento, con una manga desgarrada irregularmente. Jude estaba quieto, de puntillas, con una mano en la farola más cercana para mantenerse en pie, con la otra hacía bocina mientras me llamaba.

—¡Ruby! ¡Ru! —gritaba una y otra vez.

Vi la forma en que el miedo se alimentaba de su ansiedad y la convertía en caos. Perdí de vista a Jude, oculto en una nube de gas lacrimógeno, escondido detrás de la súbita estampida de los cuerpos que trataban de escapar de las armas de fuego, del humo, del puente. La gente gritaba y los disparos no cesaban. Pero también se oían nuevos ruidos. El vuelo estacionario del helicóptero por encima de nosotros, iluminándonos con los reflectores. El zumbido de las aspas alejó un poco de humo, despejando el camino para que la Guardia Nacional corriera hacia nosotros. Por primera vez me di cuenta de que había más de un uniforme negro entre la gente.

Si hubiera sido una noche clara, si mis ojos no hubieran estado anegados en lágrimas, si hubiera podido oír algo que no fuera el estruendo de mi propio corazón, me habría dado cuenta antes. El aire parecía vibrar contra mi piel, y tragué la bocanada de ozono un segundo demasiado tarde para hacer algo al respecto.

—¡Jude, no!

La línea de farolas a lo largo del tramo de la carretera comenzó a zumbar, sus luces naranjas viraron al blanco un segundo antes de explotar, enviando una lluvia de cristales y chispas contra los manifestantes aterrorizados.

No estoy segura de que nadie pudiera reconocer lo que era Jude, no hasta que las luces de los edificios cercanos se encendieran, después de meses o años de oscuridad.

Llegué junto a él medio segundo antes de que lo hiciera un soldado de la Guardia Nacional y su arma, lanzándome contra su pecho y haciendo que ambos cayéramos al suelo. El impacto hizo sonar el aire de mis pulmones, pero pude levantarme y protegerlo de la culata del fusil del soldado, que con un solo golpe se rompió contra mi cráneo y me sumió en una oscuridad total.