CAPÍTULO UNO

El hueco de mi brazo presionaba contra la garganta del hombre, apretando mientras las suelas de goma de sus botas empujaban contra el suelo. Clavó las uñas en el tejido negro de la camisa y de los guantes, arañando desesperadamente. Empezaba a faltarle el oxígeno en el cerebro, pero eso no mantuvo a raya los destellos de sus pensamientos. Lo vi todo. Sus recuerdos y pensamientos ardieron al rojo vivo detrás de mis ojos, sin darme tregua, ni siquiera cuando la mente aterrorizada del guardia de seguridad trajo una imagen de sí mismo a la superficie, con los ojos muy abiertos y fijos en el techo del pasillo oscuro. ¿Muerto, tal vez?

Sin embargo, no iba a matarlo. El soldado me pasaba una cabeza entera, y sus brazos eran del tamaño de mis piernas. La única razón por la que había conseguido saltarle encima era porque estaba de espaldas a mí.

El instructor Johnson llamaba a esa llave el Bloqueo de Cuello, y él mismo me había enseñado toda una colección. El Abrelatas, el Crucifijo, la Maniobra de Cuello, la Doble Nelson, el Tornado, el Bloqueo de Muñeca y el Chasquido de Columna, solo por nombrar unos cuantos. Todos los medios por los que yo, una chica de uno setenta de estatura, podía inmovilizar a alguien que me superara físicamente. Suficiente como para no tener que usar un arma.

Ahora el hombre estaba medio alucinando. Deslizarme en su mente fue rápido y fácil; todos los recuerdos y pensamientos que emergieron a la superficie de su conciencia se tiñeron de negro. El color sangraba a través de ellos como una mancha de tinta sobre papel mojado. Y fue entonces, solo después de haberme introducido en él, cuando aflojé mi brazo en su cuello.

Probablemente eso no era lo que se esperaba cuando salió por la entrada lateral oculta de la tienda para fumarse un cigarrillo.

El mordisco del aire gélido de Pensilvania había enrojecido las mejillas brillantes debajo de la barba pálida de aquel hombre. Dejé escapar un solo resoplido de aliento caliente desde detrás de la máscara de esquí y me aclaré la garganta, con plena conciencia de los diez pares de ojos fijos en mí. Mis dedos temblaban mientras se deslizaban a través de la piel del hombre, que olía a humo rancio y a los chicles de menta que usaba para tratar de ocultar su mala costumbre. Me incliné hacia delante, presionando dos dedos contra su cuello.

—Despierta —le susurré.

El hombre se esforzó en abrir sus ojos grandes e infantiles. Algo en mi estómago se encogió.

Miré por encima del hombro al equipo táctico detrás de mí, que contemplaba la escena en silencio, los rostros invisibles detrás de sus máscaras.

—¿Dónde está el Prisionero 27? —le pregunté.

Estábamos fuera de la línea de visión de las cámaras de seguridad; razón, supongo, por la que aquel soldado se había sentido lo suficientemente seguro como para salir a tomarse un descanso no programado. Pero yo estaba más que ansiosa por terminar aquella parte.

—¡Date prisa! —dijo Vida a mi lado, con los dientes apretados.

Me temblaron las manos mientras una oleada de calor me subía por la espalda cuando el líder del equipo se puso justo detrás de mí. Pero no me dolió como solía hacerlo. No me estrujó, retorciéndome la mente en nudos de puro dolor. En cambio, me hizo sensible a los fuertes sentimientos de alguien que se encontraba cerca de mí, junto a la repulsión de aquel hombre. Su odio negro, negro.

Con el rabillo del ojo pude ver el pelo oscuro de Rob. De sus labios estaba a punto de salir la orden de seguir adelante sin mí. De las tres operaciones en las que había participado con él como líder, yo solo había sido capaz de terminar una.

—¿Dónde está el Prisionero 27? —repetí, espoleando los pensamientos del soldado con mi propia mente.

—El Prisionero 27.

Cuando repitió las palabras, un rictus le crispó su poblado bigote. Las canas le hacían parecer mucho más viejo de lo que realmente era. El archivo de la misión que nos habían encomendado en el cuartel general incluía información sobre todos los soldados asignados a este búnker, también sobre este, un hombre llamado Max Brommel. Edad cuarenta y un años, originario de Cody, Wyoming. Se mudó a Pittsburgh, Pensilvania, para trabajar de programador; perdió el puesto cuando se estancó la economía. Una buena esposa, actualmente sin trabajo. Dos hijos.

Ambos muertos.

Una tormenta de imágenes turbias inundó cada rincón oscuro y cada grieta de su mente. Vi a una docena de hombres, todos vestidos con el mismo uniforme de camuflaje y saltando fuera de la parte trasera de una camioneta, y a varios más saliendo de los Humvees[1] que escoltaban a los vehículos más grandes, llenos de delincuentes, sospechosos de terrorismo, y, si lo que nos había comunicado el de inteligencia de la Liga de los Niños era correcto, a uno de nuestros mejores agentes.

Vi, ahora con más calma, a esos mismos soldados sacar a uno… dos…, no, tres hombres de la parte trasera del camión. No eran oficiales de las Fuerzas Especiales Psi ni del FBI ni de la CIA, y definitivamente no era un equipo del SWAT o de los SEAL, que probablemente podrían haber aplastado nuestra pequeña fuerza con un golpe rápido. No, eran soldados de la Guardia Nacional, llamados de nuevo al servicio activo debido a los terribles tiempos que corrían; nuestra inteligencia había, al menos, acertado con eso.

Los soldados ajustaron firmemente las capuchas sobre las cabezas de los prisioneros, y luego los obligaron a bajar las escaleras de la tienda abandonada hasta la puerta metálica corredera del búnker que se ocultaba debajo.

Después de que gran parte de la ciudad de Washington fuera destruida por lo que el presidente Gray afirmó que era un grupo de retorcidos niños Psi, tuvo especial cuidado en construir estas llamadas minifortalezas por toda la costa por si se daba otra emergencia de esa magnitud. Algunos búnkeres se construyeron debajo de hoteles, otros en las laderas de las montañas, y algunos, como este, estaban ocultos a la vista en pequeños pueblos, en tiendas o edificios gubernamentales. Eran para la protección de Gray, para la protección de su gabinete y para la de importantes funcionarios militares, y, al parecer, para encarcelar a «amenazas de alto riesgo para la seguridad nacional».

Incluyendo nuestro propio Prisionero 27, que parecía estar sometido a algún tratamiento especial.

Su celda estaba al final de un largo pasillo, dos pisos más abajo. Era una habitación de techo bajo, solitaria y oscura. Las paredes parecían gotear a mi alrededor, pero el recuerdo se mantuvo estable. Todavía llevaba la capucha, y le habían atado los pies a las patas de la silla metálica que había en el centro de la celda, bajo el halo de luz de una bombilla desnuda.

Me retiré de la mente del hombre, liberándolo a él y a mí misma de mi presa física y mental. Se deslizó hasta el suelo por el grafiti en la pared de la lavandería abandonada, todavía bajo las garras de la niebla de su propio cerebro. Borrarle de la memoria mi cara y las de los hombres detrás de nosotros en el callejón era como sacar las piedras del fondo de un estanque claro, poco profundo.

—Dos pisos más abajo, sala Cuatro B —dije, volviéndome hacia Rob.

Teníamos un esbozo esquemático de la disposición del búnker, pero nada en cuanto a los pequeños detalles de dirección; no íbamos a ciegas, pero no es que estuviéramos moviéndonos por aquel espacio con mucha precisión. Sin embargo, el diseño básico de aquellos búnkeres siempre era el mismo. Una escalera o un ascensor que bajaba por un extremo de la estructura y un largo pasillo que derivaba desde allí hacia cada nivel.

Levantó una mano enguantada, interrumpiendo el resto de mis instrucciones y señalando al equipo detrás de él. Yo le di el código que había extraído de la memoria del soldado: 6-8-9-9-9-9-* y me aparté, tirando de Vida hacia mí. Ella me empujó hacia el soldado más cercano, gruñendo.

No podía ver los ojos de Rob detrás de sus gafas de visión nocturna cuando brilló la luz verde, pero no lo necesité para poder leer sus intenciones. No había pedido que viniéramos, y estaba claro que no nos quería por allí porque él —un ex Ranger del ejército, como le encantaba recordarnos— podría haber manejado todo esto fácilmente con un puñado de sus hombres. Más que nada, creo que estaba furioso porque después de todo tenía que hacerlo. La política de la Liga era que, si te capturaban, quedabas automáticamente desautorizado. Y nadie vendría a por ti.

Si Alban quería que este agente volviera, es que tenía una buena razón para ello.

El reloj se puso en marcha en el momento en que se abrió la puerta. Quince minutos para entrar, agarrar al Prisionero 27, y largarnos de allí bien lejos y a toda velocidad. Sin embargo, ni siquiera sabíamos si disponíamos de tanto tiempo. Rob solo había estimado cuánto tiempo tardarían en llegar los de apoyo una vez se activaban las alarmas.

La puerta se abrió a la escalera de la parte trasera del búnker. Sumida en la penumbra, bajaba en espiral, sección por sección, con solo unas pocas luces en los escalones de metal para guiarnos. Oí a uno de los hombres cortar el cable de la cámara de seguridad de la pared, por encima de nosotros, noté la mano de Vida que me empujaba hacia delante, pero tardé mucho, demasiado, en conseguir que mis ojos se acostumbraran. Restos de los productos químicos de la lavandería flotaban en el aire seco reciclado, quemándome los pulmones.

Entonces, empezamos a movernos. Rápido, y tan silenciosamente como un grupo de personas calzadas con pesadas botas militares puede bajar tronando por un tramo de escaleras.

Me zumbaba la sangre en los oídos cuando Vida y yo llegamos al primer rellano. Seis meses de entrenamiento no era mucho tiempo, pero había sido suficiente para enseñarme a cómo mantener alrededor de mi núcleo la ya familiar armadura de mayor concentración.

Algo duro se estrelló contra mi espalda, después algo todavía más duro, un hombro, una pistola, y luego otra, y más, hasta que la cosa adoptó un ritmo tan constante que me veía obligada a presionar contra la puerta del rellano del búnker para evitar los golpes. Vida dejó escapar un ruido fuerte cuando el último del equipo pasó por delante de nosotros. Solo Rob se fijó en nosotras y se detuvo para hablarnos.

—Cubridnos hasta que hayamos terminado, y luego monitoread la entrada. Ahí mismo. No abandonéis vuestra posición.

—Se supone que nosotras… —comenzó a decir Vida.

Di un paso hacia ella, interrumpiéndola. No, esto no era lo que marcaban los parámetros de operaciones, pero era mejor para nosotras. No había razón alguna para que los siguiéramos por el búnker y, potencialmente, hacer que nos mataran. Y ella sabía —nos lo habían taladrado en el cráneo un millón de veces— que esta noche Rob era líder. Y la primera regla, la única que importaba cuando llega el momento en que el corazón se te sale del pecho de puro terror, era que siempre, incluso frente a un incendio o a la muerte o la captura, siempre, hay que seguir al líder.

Vida estaba detrás de mí, lo suficientemente cerca como para que notara su aliento caliente a través del grueso pasamontañas negro de lana. Lo suficientemente cerca como para que la furia que irradiaba cortara el aire helado de Filadelfia. Vida siempre irradiaba una especie de ímpetu sanguinario, más aún cuando Cate era el líder de una Operación; la excitación por probarse a sí misma ante nuestra cuidadora siempre había hecho que desaprovechara las mejores lecciones de su formación. Esto era un juego para ella, un reto, una ocasión para poder demostrar su perfecta puntería, su entrenamiento de combate, sus poderes, propios de los Azules. A mí me parecía más bien una oportunidad perfecta para conseguir que la matasen. A los diecisiete años, Vida podía haber sido la alumna perfecta, el estándar en el que la Liga podría haber reflejado el resto de sus hijos anormales, pero lo único que contaba era que nunca había sido capaz de dominar su propia adrenalina.

—No vuelvas a tocarme, zorra —gruñó Vida en voz baja, furiosa, y empezó a retroceder para seguirlos por las escaleras—. ¿Eres una maldita cobarde que te vas a quedar aquí quietecita? ¿No te importa que nos haya faltado al respeto? Tú…

La escalera vibró bajo mis pies, como si respirara profundamente solo para dejar salir la explosión inmediatamente después. La detonación pareció detener el tiempo, salí volando, lanzada con tanta fuerza contra la puerta que pensé que me fracturaba el cráneo. Vida se estrelló contra el suelo, y se cubrió la cabeza, y fue solo entonces cuando el rugido de la granada de conmoción llegó hasta nosotros, ya que voló en pedazos la entrada de debajo.

El humo y el calor eran lo bastante densos como para someterme por completo, pero la desorientación era mucho peor. Cuando me obligué a abrir los ojos, noté los párpados como si me hubieran arrancado la piel a tiras, en carne viva. Una luz carmesí pulsaba a través de la oscuridad, abriéndose paso entre las nubes de escombros de cemento. Un intenso palpitar me retumbaba en los oídos, pero no eran los latidos de mi corazón. Era la alarma.

¿Por qué habían utilizado la granada cuando sabían que el código para esa puerta sería el mismo que el de fuera? No habían sonado disparos, estábamos tan cerca que habríamos oído al equipo táctico cargando sus armas. Ahora todo el mundo sabría que estábamos allí, y eso no tenía sentido tratándose de un equipo de profesionales.

Me arranqué la máscara de la cara, arañándome la oreja derecha. Sentía un dolor agudo y punzante y la unidad de comunicaciones se desprendió en pedazos. Apreté la mano enguantada contra ella cuando cayó a mis pies, sintiendo una oleada de náuseas tras otra. Pero cuando me volví para buscar a Vida, para arrastrarla por las escaleras hacia la noche helada de Pensilvania, ya se había ido.

Aterrorizada y con los latidos del corazón retumbándome en el pecho busqué su cuerpo a través del hueco de la escalera; vi al equipo táctico pasar al otro lado. Me apoyé en la pared, tratando de mantenerme en pie.

—¡Vida! —Oí la palabra salir de mi garganta, pero desapareció bajo el zumbido en mis oídos—. ¡Vida!

La puerta del rellano estaba destrozada, abollada, chamuscada, pero al parecer todavía funcionaba. Crujió y comenzó a abrirse, solo para bloquearse a mitad de camino con un chirrido horrible. Retrocedí hacia la pared, subiendo dos peldaños por las escaleras rotas. La oscuridad me ocultó con su manto cuando el primer soldado se deslizó a través de la puerta, balanceando el arma de fuego en el estrecho espacio. Respiré profundamente y me puse en cuclillas. Tardé tres parpadeos en aclarar la visión, y, para entonces, los soldados ya cruzaban la puerta, saltaban por encima del agujero irregular en la plataforma del rellano y continuaban por las escaleras. Vi a cuatro, luego a cinco, luego a seis, tragados por el humo. Una serie de extraños estallidos y zumbidos parecía seguirlos, y no fue hasta que me puse de pie, deslizando el brazo por encima de mi cara, cuando me di cuenta de que abajo había un tiroteo.

Vida se había ido, el equipo táctico estaba ahora metido en un avispero de su propia creación, y el Prisionero 27…

«Maldita sea», pensé, moviéndome hacia el rellano. Habitualmente había unos veinte o treinta soldados en la dotación de personal de estos búnkeres. Eran demasiado pequeños para albergar a más, ni siquiera temporalmente. Pero, solo porque el pasillo estuviera vacío, no significaba que el tiroteo de abajo hubiera concentrado toda su atención. Si me atrapaban, eso sería todo. Estaría acabada, muerta, de una manera u otra.

Pero estaba ese hombre que había visto, el que llevaba la capucha sobre la cabeza.

No sentía ninguna lealtad particular hacia la Liga de los Niños. Había un contrato entre nosotros, un extraño acuerdo verbal tan formal como sangriento. Aparte de mi propio equipo, no tenía a nadie por quien preocuparme, y ciertamente no había nadie que se preocupara por mí más allá del mínimo indispensable para mantenerme viva y disponible para atacar a sus objetivos como un virus.

Mis pies no se movían, no todavía. Había algo en esa escena que se repetía una y otra vez en mi mente. Era la forma en que le habían atado las manos, en cómo se habían llevado al Prisionero 27 hacia la desconocida oscuridad del búnker. Era el brillo de las armas, la improbabilidad de escapar. Sentí que la desesperación crecía en mi interior como una nube de vapor, esparciéndose a través de mi cuerpo.

Sabía qué se sentía al ser un prisionero. Sabía qué era sentirte capturada por el tiempo y que cada día perdieras un poco más de esperanza de que la situación cambiara, de que alguien viniera a ayudarte. Y pensé que, si uno de nosotros podía simplemente llegar hasta él para demostrarle que estábamos allí, antes de que fallara el Operativo, valdría la pena el intento.

Pero no había manera segura de avanzar hacia abajo, y el fuego cruzado estaba haciendo esos estragos de los que solo son capaces las armas automáticas. El Prisionero 27 sabría que allí hubo alguien, y también que no habían sido capaces de llegar hasta él. Tuve que librarme de esa compasión. Tenía que dejar de pensar en que aquellos adultos merecieran ningún tipo de piedad, especialmente los agentes de la Liga. Para mí, incluso los nuevos reclutas apestaban a sangre.

Si me quedaba aquí, justo donde Rob me había ordenado, nunca podría encontrar a Vida. Pero si me iba y le desobedecía, se pondría furioso.

«Tal vez él quería que estuviera aquí de pie cuando se produjo la explosión —me susurró una vocecita en el fondo de mi mente—. Tal vez él esperaba que…».

No, no iba a pensar en eso ahora. Vida era mi responsabilidad. No Rob, no el Prisionero 27. Maldita Vida la víbora. Cuando yo estuviera fuera de aquí, cuando encontrara a Vida, cuando ambas estuviéramos seguras de vuelta en el cuartel general, valoraría de nuevo la situación en mi mente. No ahora.

Mis oídos todavía zumbaban con su propio pulso, demasiado fuerte para poder escuchar los fuertes pasos procedentes del puesto de vigilancia en la lavandería. Literalmente, chocamos el uno contra el otro cuando mi mano rozó la puerta exterior.

Aquel soldado era muy joven. Si solo me fijara en las apariencias, habría pensado que tenía un par de años más que yo. Ryan Davidson, me dictó mi cerebro, haciendo emerger todo tipo de información inútil desde el archivo de la misión. Nacido y criado en Tejas. Guardia Nacional desde que su colegio había cerrado. Estudiante de historia del arte.

Sin embargo, una cosa era tener la vida de alguien impresa en nítidas letras negras, y otra tenerla frente a ti. Era algo completamente distinto a encontrarse cara a cara con la carne y la sangre. Era distinto a notar el olor caliente de su respiración y ver el pulso en su garganta.

—¡A… alto! —exclamó mientras sacaba la pistola, pero le lancé una patada a la mano y envié el arma dando tumbos por el rellano hasta caer escaleras abajo. Ambos nos lanzamos a por ella.

Me golpeé con la barbilla en el metal plateado, y el impacto me sacudió el cerebro. El dolor me cegó durante un segundo, pero entonces vi un prístino destello blanco frente a mis ojos. Y después todo se volvió de color blanco brillante. El dolor empezaba a disiparse cuando el soldado se lanzó encima de mí y me golpeó contra el suelo, haciendo que me clavara los dientes en el labio inferior y se me abriera una brecha. La sangre salió a borbotones, salpicando por el hueco de la escalera.

El guardia me inmovilizó en el suelo con todo su peso. En el instante en que sentí que cambiaba de posición, supe que estaba cogiendo su radio. Pude escuchar la voz de una mujer que decía: «Informe de estado» y «voy a subir», y darme cuenta de lo jodida que estaría si cualquiera de aquellas dos cosas sucedía de verdad me sumió en ese estado que al Instructor Johnson le gustaba definir como un pánico controlado.

Pánico, porque la situación parecía intensificarse rápidamente.

Controlado, porque en aquel contexto yo era la depredadora.

Yo tenía una mano sobre el pecho, y la otra entre mi espalda y su estómago. Usé esta última. Palpé su uniforme lo mejor que pude, en busca de la piel desnuda. Los dedos invisibles de mi cerebro se extendieron por su cabeza y abrieron su camino, uno cada vez. Se deslizaron a través del recuerdo de la expresión de sorpresa de mi rostro detrás de la puerta, de las imágenes azules y cambiantes de mujeres bailando en escenarios con poca luz, de un campo, de otro hombre lanzándole un puñetazo…

Entonces, el peso se aflojó, y el aire, frío y rancio, inundó de nuevo mis pulmones. Me di la vuelta sobre mis manos y rodillas, jadeando en busca de más. La figura que ahora estaba de pie junto a mí había arrojado al soldado por las escaleras como si fuera una bola de papel arrugado.

—¡Arriba! Tenemos que…

Las palabras sonaban como si se pronunciaran debajo del agua. Si no hubiera sido por los mechones de cabello de color violeta intenso que sobresalían por debajo de su máscara de esquí, probablemente no habría reconocido a Vida. Su camisa oscura y sus pantalones estaban rotos, y parecía cojear un poco, pero estaba viva, y allí, y parecía que de una sola pieza. Oí su voz a través del sonido ahogado en mis oídos.

—¡Por Dios, qué lenta eres! —me gritó ella—. ¡Vamos!

Empezó a bajar las escaleras, pero le agarré del cuello de su chaleco de Kevlar y tiré de ella hacia atrás.

—Vamos afuera. Vamos a cubrir la entrada. ¿Tu comunicador sigue funcionando?

—¡Todavía están luchando allá abajo! —gritó—. ¡Podemos serles útiles! ¡Dijo que no abandonáramos nuestra posición!

—¡Entonces considéralo una orden mía!

Y tenía que hacerlo, porque esa era la forma en que esto funcionaba. Eso era lo que ella más odiaba de mí, de todo esto, que tenía el voto decisivo. Que tenía que hacer esa llamada.

Escupió a mis pies, pero oí cómo me seguía escaleras arriba, maldiciendo entre dientes. Se me ocurrió que en ese momento bien podría sacar su cuchillo y clavármelo en la columna vertebral.

Era evidente que el soldado que me encontré fuera no me estaba esperando. Levanté una mano, para apartar las suyas e impedir que él pudiera moverlas, pero el sonido de los disparos del arma de Vida por encima de mi hombro me hicieron apartarme del soldado mucho más rápidamente que las salpicaduras de sangre de su cuello.

—¡Nada de esa mierda! —exclamó Vida, levantando el arma y plantándomela en la palma de la mano—. ¡Vamos!

Mis dedos se curvaron alrededor de su forma familiar. Era la típica arma de servicio, una SIG Sauer P229 DAK negra, que todavía, después de meses de aprender a dispararla, limpiarla y desmontarla y montarla, notaba demasiado grande en mis manos.

Salimos a la noche. Traté de agarrar a Vida de nuevo para frenarla antes de que se encontrara con una situación a ciegas, pero se desembarazó de mí con un gesto rápido. Empezamos a correr por el estrecho callejón.

Alcancé la esquina justo a tiempo para ver a tres soldados, chamuscados y sangrando, sacando a rastras a dos figuras encapuchadas por lo que parecía ser nada menos que la boca de una alcantarilla de la calle. Ese punto de acceso sin duda no estaba en las carpetas que nos dieron los de operaciones.

¿Sería el Prisionero 27? No podía estar segura. Los prisioneros que estaban metiendo en la furgoneta eran hombres de la misma altura, así que aún existía una posibilidad. Y esa posibilidad estaba a punto de entrar en una furgoneta y alejarse para siempre.

Vida se llevó una mano a la oreja, y apretó los labios hasta que se le pusieron blancos.

—Rob dice que quiere que volvamos dentro. Necesita apoyo.

Ella ya se estaba transformando cuando la agarré de nuevo. Por primera vez, yo había sido solo ese poquito más rápido.

—Nuestro objetivo es el Prisionero 27 —le susurré, tratando de expresarlo de una manera que me permitiera conectar con su estúpidamente leal sentido del deber para con la organización—. Y creo que ese es él. Para esto es para lo que nos envió Alban, y, si se nos escapa, toda la Operación se habrá fastidiado.

—Él —protestó Vida, y se tragó cualquier palabra que fuera a salir de sus labios. Apretó la mandíbula, pero asintió con un casi imperceptible gesto de la cabeza—: No tendrán mi culo si nos hundes. Que te quede claro.

—Todo será culpa mía —le dije—, no hay nada contra ti.

Ninguna mancha en su prístino historial de operaciones, ninguna cicatriz en la confianza que Alban y Cate habían depositado en ella. En esta situación ella saldría ganando de todos modos, ya fuera consiguiendo la «gloria» del éxito de la Operación o viéndome castigada y humillada.

Mantuve los ojos en la escena que se desarrollaba delante de nosotros. Había tres soldados, abatibles con las armas, pero para salirme con la mía necesitaba acercarme lo suficiente para tocarlos. Ese era el único límite frustrante para mis poderes que todavía no había sido capaz de superar, sin importar lo mucho que la Liga me hubiera forzado a practicar.

Los dedos invisibles que vivían dentro de mi cráneo se agitaban con impaciencia, como si estuvieran disgustados por no poder salir por su cuenta.

Me quedé mirando al soldado más cercano, tratando de imaginar los dedos serpenteando, extendiéndose por el asfalto, llegando a su mente desprevenida. Pensé que Clancy podía hacer eso. Él no tenía necesidad de tocar a la gente para obtener el control de sus mentes.

Me tragué un grito de frustración. Necesitábamos algo más. Una distracción, algo que pudiera…

Vida tiene una espalda tan fuerte y unas extremidades tan ágiles que hacen que incluso sus actos más peligrosos parezcan elegantes y fáciles. La vi levantar la pistola, estabilizarla, apuntar.

—¡Poderes! —le susurré—. ¡Vida, nada de armas, o alertarás a los demás!

Me miró como si se me estuviera saliendo el cerebro por la nariz. Abatirlos de un disparo era una solución rápida, y ambas éramos muy conscientes de eso, pero si fallaba y alcanzaba a uno de los prisioneros, o si ellos empezaban a disparar también…

Vida levantó la mano, y dio un único resoplido, irritada. Luego agitó ambas manos en el aire. Los tres soldados de la Guardia Nacional fueron alcanzados con tanta precisión y fuerza que salieron volando hasta la mitad de la manzana, y se estrellaron contra los coches aparcados allí. Por si no era suficiente que Vida fuera físicamente más rápida o más fuerte o tuviera mejor puntería que todos nosotros, también tenía un mayor y mejor control sobre sus poderes.

Dejé que la parte de mi cerebro que se ocupaba de los sentimientos se apagara. La habilidad más valiosa que me había enseñado la Liga de los Niños fue deshacerme del miedo y reemplazarlo por algo que era infinitamente más frío. Llámalo calma, llámalo concentración, llámalo nervios entumecidos, pero eso es lo que hice incluso cuando la sangre me hervía en las venas mientras corría hacia los prisioneros.

Olían a vómito, a sangre y a suciedad humana. Tan diferente de las estancias limpias y ordenadas del búnker y su olor a lejía. Me dio un vuelco el estómago.

El prisionero más cercano se acurrucó cerca de la cuneta, los brazos atados por encima de la cabeza. Su camisa colgaba a jirones de los hombros, destacando ronchas y quemaduras y contusiones que hacían que su espalda se pareciera más a un plato de carne cruda.

El hombre se volvió al oír el sonido de mis pies, levantó el rostro de la seguridad de sus brazos. Arranqué la capucha de su cabeza. Iba a decirle algunas palabras de consuelo, pero al verlo mi boca se desconectó de mi cerebro. Los ojos azules entrecerrados bajo una mata de pelo rubio desaliñado, pero yo no podía hacer nada, no podía decir nada, no cuando él se inclinó más hacia la pálida luz amarilla de la farola.

—¡Muévete, idiota! —gritó Vida—. ¿Por qué te paras?

Sentí como si hasta la última gota de sangre abandonara mi cuerpo de repente, rápida y limpiamente, como si me hubieran disparado al corazón. Y entonces supe, comprendí, por qué Cate había insistido tanto en que me reasignaran a una misión diferente, por qué me habían dicho que no entrara en el búnker, por qué no me habían dado ninguna información sobre el prisionero. Ni un nombre, ni una descripción, y ciertamente ninguna advertencia.

El motivo era que el rostro que estaba viendo ahora, más delgado, más marcado, y maltratado, era un rostro que yo conocía… que yo… que…

«Él no», pensé, sintiendo que el mundo se tambaleaba bajo mis pies. «Él no».

Al ver mi reacción se puso en pie lentamente y me mostró una sonrisa pícara que luchaba contra una mueca de dolor. Se esforzó hasta erguirse y se tambaleó hacia mí, parecía roto, pensé, entre el alivio y la urgencia. Pero su acento del sur era tan cálido como siempre, aunque su voz era más profunda, más áspera, cuando por fin habló.

—¿Estoy tan guapo… como creo?

Y juro, juro que sentí que el tiempo se desvanecía.