RAÚL

Estábamos para hacernos una fotografía: cuatro adultos, en teoría con un nivel mental aceptable, reunidos para ver una película pornográfica con el fin de descubrir a un asesino. Quentin Tarantino en la cama con los hermanos Marx disfrazados de Sherlock Holmes.

Hay que joderse, hermano.

Ni siquiera faltaban las palomitas de maíz en unos cuencos de falso cristal de colores, probablemente comprados a última hora en la tienda de «Todo a cien» de nuestros vecinos chinos. Marta, oficiando de perfecta ama de casa, había preparado, además de palomitas, un surtido de frutos secos, cervezas y coca-colas.

Y mi botella de Lagavulin 17 años, el whisky que no comparto con nadie y que en aquel momento Salvio se estaba sirviendo en mi vaso favorito. Lo estaba estropeando con dos cubitos de hielo en los que podrían navegar con toda tranquilidad una familia de osos polares.

«Eso se bebe solo, gilipollas, saboreando lentamente el gusto a turba, la profundidad de los toques a madera», le grité telepáticamente a aquel fulano al que le podía perdonar que se tirase a mi mujer-en-fase-de-adiós-muy-buenas, pero de ninguna manera que se fumigase mi whisky favorito.

¡Coño, que estamos hablando de un Lagavulin 17 años!

Miré con inquina a Marta, quien me devolvió una sonrisa envenenada, y al pasar al lado de Salvio le rozó ligeramente la nuca con el brazo, ¡la muy puta!

Susana se había puesto un vestido ligero de punto que realzaba todas y cada una de sus curvas, Marta llevaba una falda ligera apropiada para lucir sus magníficas piernas, Salvio ponía cara de mala leche y se bebía mi whisky de los momentos buenos. Yo no recuerdo qué llevaba puesto, toda mi atención estaba puesta en la alarmante desaparición de mi whisky favorito. Susana, de vez en cuando, sintiéndose en territorio enemigo, me dirigía una mirada en la que se leía una petición de apoyo.

Y no era descartable que en algún lugar de la ciudad, un par de matones bisexuales nos estuviesen buscando para liquidarnos. Si se presentaban de improviso, los podríamos invitar a palomitas.

Desgraciadamente, a whisky no podría invitarlos, ya se lo habría fumigado el mamón de Salvio.

En el momento en que Susana cogió el CD, anunció que la película se llamaba Mamá se lo monta con los pintores, y pidió permiso para ponerlo en el reproductor. Todos dábamos la impresión de llevar sobre nuestras cabezas un cielo encapotado que no nos permitía ver el sol radiante del exterior. Susana componía una expresión que procuraba transmitir a todo el grupo, decía que ella no era la responsable del título ni del contenido del bodrio que íbamos a ver.

Marta, amabilísima y procurando dejar bien claro que estaba reprimiendo una sonrisa burlona, le dijo que «claro, faltaría más».

Salvio, por un momento, desplazó su interés del whisky a la pantalla del televisor.

Yo rezaba por lo bajo para que aquel par de gorilas porno no fueran los mismos que nos siguieron el día anterior.