MARTA

Pablo estaba de viaje, me enteré cuando llegué aquella mañana a la oficina. Me extrañó que no me hubiese dicho nada. En realidad, lo que me molestó fue no tenerlo rondando por allí. Cuando él estaba, siempre cabía la posibilidad de encontrar el momento para charlar, en una empresa siempre hay asuntos que requieren un estudio objetivo de la situación del mercado.

Pasé la mañana con un humor de mil diablos, le solté un par de inconveniencias al director de Compras por una nimiedad. El pobre hombre se largó como si su sueño erótico lo hubiese llamado impotente.

En realidad, ya fue algo así lo que sucedió.

A las doce del mediodía me inventé una jaqueca y decidí refugiarme en casa. Cuando salía a la calle, repiqueteó mi teléfono móvil, era Pablo, que quería decirme que tenía que estar todo el día en Madrid, que me deseaba y que al día siguiente me invitaba a cenar y que luego iríamos a un lugar especial.

Llegué al coche notando la humedad en mis braguitas y deseando que Pablo me sentara en sus rodillas en un banco de Santa María del Mar durante un concierto coral.

El Réquiem de Mozart estaría bien, la iglesia estaría a rebosar.

En casa, me tendí en la cama y traté de encauzar mis pensamientos en la dirección adecuada para reencontrar a la Marta que siempre había sido, una mujer pragmática y con un control absoluto de sus sentimientos y emociones. Y ahora aquello, un hombre me telefoneaba para invitarme a cenar y sentía la humedad bajar piernas abajo como una criatura incontinente. Me molestaba, sinceramente, el problema es que cuando Pablo me ponía la mano encima, me olvidaba de las molestias.

De acuerdo, a mí, como a cualquier otro, alguien me había puesto en el mundo olvidándose de darme un manual de instrucciones comprensible. Pero yo, el manual, lo había confeccionado a mi medida y me había ido bien. Lo que me molestaba de todo el asunto era que al parecer había perdido mi capacidad de analizar, yo que siempre había basado mis decisiones en base a un análisis objetivo de la situación. Y ahora todo lo que se me ocurría para tratar de comprenderme era pedir hora a la vidente de la que Ana me hablaba tan a menudo. La pobre Ana dependía tanto de aquella mujer que cada día era menos capaz de tomar una decisión sin consultarla. Según ella, sus consejos le habían evitado más de una debacle. Claro que las debacles de Ana son una parte indisoluble de su carácter, ella sin sus debacles es como un inspector de Hacienda sin mala leche.

En la cocina me preparé un té de jazmín, lo preparé sin prisas, recreándome, el agua puesta a hervir a fuego lento. Contemplé las primeras burbujas subir a la superficie y estallar perezosamente. Seguí con atención el inicio de los movimientos casi sísmicos del agua en el fondo del pote, un ceremonial que uso para relajarme o concentrarme en una idea. Cualquiera de las dos cosas, depende de lo que necesite. En aquel momento no sabía con exactitud lo que necesitaba, pero seguir el ceremonial me pareció una buena idea.

Con la taza de té de jazmín en la mano, me acerqué a la ventana y contemplé a la gente que circulaba por la calle, cada uno con sus problemas a cuestas, mientras tomaba mi té a pequeños sorbos. Cuando la taza estuvo vacía, aún la sostuve en las manos durante un buen rato, ensimismada en mis pensamientos. Luego, con plena conciencia de lo que hacía, abrí las manos y la dejé caer, solo quería escuchar el ruido que hacía al estrellarse contra la acera. Un ruido muy amortiguado que me recordó la fragilidad de mis emociones.

Afortunadamente no pasaba nadie por debajo en aquel momento.

En el espejo de cuerpo entero del armario de mi habitación, me contemplé con mirada crítica, di media vuelta sobre la punta de mis pies para tener una visión de mi espalda y culo. En conjunto tenía el aspecto de un billete de lotería premiado, pero con mejor culo.

Luego suspiré y cogí el bolso de mano para encontrar el teléfono de la vidente que amortiguaba los efectos de las debacles de Ana. Mientras la llamaba pensé que me estaba convirtiendo en una perfecta estúpida.

Le dije que era urgente.

Aquella tarde estaba repasando unas estadísticas sin el menor interés. Una de esas estadísticas que alguien hace con el único propósito de conservar su puesto de trabajo, y que los demás leemos con el único fin de mejorar nuestro sueldo. El teléfono sonó, era Raúl, quien parecía muy alterado. Me conminó —ya sé que conminó es una palabra muy fuerte, pero es la que mejor le cuadra al tono que empleó Raúl— a que nos reuniésemos los cuatro aquella misma noche en mi casa. Me dijo que era de crucial importancia y que nos iba la salud en ello.

—¿La salud?, ¿qué tonterías dices?

—Tal vez la vida.

—Querido, ¿estás borracho?

—Nunca he estado más sereno en mi vida.

—Pues explícame de qué va todo esto.

—No, tú simplemente convoca esta reunión.

—Raúl…

—Hazlo.

Y colgó, no quiso decirme nada más acerca del asunto.

Lo hice. De acuerdo que Raúl no es el hombre más inteligente del mundo, pero tampoco es una persona dada a las histerias, así que algo debía de haber de importancia en su requerimiento. «Salud» es una palabra que como médico usa con frecuencia, y hasta «perder la vida» es un término que maneja con ligereza, lo que no acostumbra a hacer es usar el tono de urgencia que acababa de emplear. Ya les he dicho en más de una ocasión que soy una mujer analítica, además de muy intuitiva, así que después de darle un par de vueltas decidí seguir el consejo de Raúl.

Llamaría a Salvio y le ordenaría que viniese.

Por supuesto, Raúl se encargaba de la putilla.