SUSANA

Yallí estaban aquel par de tipos. Sentados en una mesa de la pizzería y mirando a la calle. Mirándonos a nosotros.

—Mira, allí están —le dije a Raúl, señalándole con la cabeza en la dirección de la pizzería.

—No juegues, niña, que eso no tiene gracia.

—No juego. Mira disimuladamente y dime si no son los dos pintores de la película.

Raúl miró en dirección a la pizzería y vi cómo su rostro adquiría un color roto y mostraba miedo. Yo hubiese preferido que en lugar de tener miedo se cargase a aquel par de fulanos con un Colt Magnum de esos que Clint Eastwood maneja con tanta soltura. Pero Raúl tenía tanto miedo como yo. Claro que, mirándolo por el lado bueno, al menos entonces ya no estaba sola.

Soy muy buena consolándome con lo que hay.

Háganse aspirante a actriz y verán qué pronto aprenden.

—Creo que sí que son ellos, pero la chica no está —dijo Raúl, mirando en otra dirección, como si tuviese miedo de que le leyesen los labios. O como si buscase a un policía. ¿Y qué le podíamos decir a un policía? «Mire, señor, estos dos tipos quieren matarnos. De verdad, señor policía, se cargan a la gente cuando no se están trajinando a amas de casa viciosas».

—¿Y para qué quieres que esté la chica?

—No sé, estoy hecho un manojo de nervios.

—Todo un consuelo. Vamos a andar un poco y veremos qué hacen —dije.

Nos siguieron, a distancia, sin aspavientos, pero nos siguieron.

—Cojamos un taxi —dijo Raúl.

—Nos seguirán y estaremos en las mismas. Ven, rápido, se me acaba de ocurrir una idea, tal vez podamos despistarlos.

Cerca de mi casa hay una iglesia. Conozco de vista al párroco, un ecuatoriano jovencillo que no está acostumbrado a que las piernas de las mujeres sean tan largas como las mías, y las observa con curiosidad cuando me cruzo con él. Doblamos la esquina y le dije a Raúl que entrásemos en la iglesia. Él me miró con extrañeza, imagino que pensó que aquella no era una buena idea, pero no tenía otra mejor, así que se calló y me siguió.

Entramos cogidos de la mano y, en la misma entrada, nos topamos con el párroco —evidentemente, en la penumbra, un señor vestido de negro tiene muchas posibilidades de que lo arrollen—, que estaba mirando con atención la imagen de un santo que tenía el cuerpo cosido a flechas.

Un oficio difícil, ese de santo.

El párroco nos miró con curiosidad y nos preguntó qué queríamos, lo hizo con la seriedad debida al santo y sus flechas, nada de mirarme las piernas. A pesar de que yo llevaba una minifalda muy apropiada para que lo hiciese.

—Buenas tardes, hijos míos, ¿puedo ayudaros en algo? —Tenía esa voz meliflua que parece que solo se puede adquirir en un seminario. El dulce acento latino ayudaba a pensar que de un momento a otro se lanzaría a cantar un bolero.

—Creo que sí, padre, nos tendría que dejar un lugar donde podamos escondernos.

—Pero hija, estamos en la casa de Dios, este no es lugar para juegos.

—Ya, padre, pero dos hombres nos están persiguiendo y no creo que tengan buenas intenciones, además me temo que en un par de minutos estarán aquí y entonces ya no habrá remedio. Son asesinos, padre.

Evidentemente, el buen padre le debía de estar rezando al santo de las flechas para que, al chasquear los dedos, Raúl y yo desapareciéramos envueltos en una nube con olor a incienso. Sin embargo, una parte de su cerebro debía de estar pensando en nuestra salvación, en este mundo, de momento, de la eterna ya hablaríamos luego, y sus ojos se habían fijado en un púlpito en forma de concha al que se accedía subiendo tres escalones.

—Gracias, padre —le dije cogiendo de la mano a Raúl y tirando de él hacia el púlpito. Raúl, en aquel momento pareció hacerse cargo de la situación y tuvo una buena idea.

—Padre, ¿esta iglesia tiene alguna salida trasera?

—Sí, hijo, pero…

—Si entran dos tipos con pinta de matones amariconados…

—Pero hijo, estas palabras en casa del Señor…

—El Señor sabrá perdonarnos, padre, en una situación de emergencia los exabruptos son pecado venial. Créame, nosotros somos los buenos, si vienen dígales que nos hemos marchado por la puerta trasera.

Subimos los tres escalones que daban acceso al púlpito y nos agachamos tanto como pudimos para hacernos invisibles. Mientras, el padre se santiguaba repetidamente mirando al santo acribillado a flechazos.

Apenas había transcurrido un minuto cuando los dos tipos que nos perseguían entraron en la iglesia y le preguntaron al cura si nos había visto, luego los oímos trotar en dirección a la puerta trasera de la iglesia.

Bajamos del púlpito, Raúl tiraba de mí en dirección a la puerta de la calle. Al pasar al lado del padre, me solté de la mano de Raúl y le planté un beso. No recuerdo muy bien el lugar de su anatomía al que fue a parar el beso, recuerdo que pinchaba, por tanto no debía de ser en los labios. Me alegraría que así fuera, no querría hacer pecar al pobre hombre, con lo bien que se había portado con nosotros. Por lo poco que conozco la Biblia tengo la impresión de que el Señor no mantiene buenas relaciones con los practicantes del vicio solitario.

En la calle, Raúl paró a un taxi y, ante mi sorpresa, le dio la dirección de mi casa. Cuando llegamos me dijo que cogiese lo más indispensable para una estancia corta en un hotel. Al taxista le dijo que esperase con el motor en marcha y este masculló algo acerca de que sí, que sería mejor que lo hiciéramos antes de que llegara mi marido. Yo no sé qué tienen los hombres contra las mujeres en cuanto se ponen detrás de un volante. Y si la mujer en cuestión tiene buenas tetas, aún se muestran más impertinentes, debe de ser algo que relaciona la frustración sexual con el motor de explosión.

Metí cuatro cosas en una maleta pequeña de viaje. Las cintas pornográficas iban entre las cuatro cosas. Luego entré en el taxi con Raúl, que le dio una dirección al taxista. De los tipos que nos perseguían no se veía ni rastro, debían de estar revolviendo los rincones de la sacristía.

Mientras nos dirigíamos al hotel, pensé que para convertirse en víctima no hace falta entrenarse, ni siquiera hacer méritos para ello, es suficiente con que alguien con más fuerza o más poder decida que lo seas.

Un pensamiento muy meritorio, pero poco adecuado para los momentos que estábamos viviendo.