Bueno, sí, comprendo que Raúl se excitara. En realidad, yo también andaba un poco nerviosa con tanta verga descomunal, tanto suspiro y tanta expresión de «Ay, amor, que me matas de placer».
Ya, ya, todos sabemos de su falsedad. Pero, por muy falsas que sean, te hacen pensar en las verdaderas. No es verdad que las mujeres nos quedemos impávidas ante una exhibición pornográfica, en todo caso nos mostramos impávidas e incluso molestas, pero en muchas de nosotras la procesión va por dentro. No estamos hechas de material refractario, yo al menos no. Me gustaría ver la cara de Marta viendo una de esas películas guarras. Aunque vete a saber si no me llevaría una sorpresa, es una de esas mujeres que dan la impresión de encamarse con un hombre como quien va a la consulta del psicólogo, pero en ocasiones tengo la impresión de que su problema es que no ha encontrado al psicólogo adecuado. Con todo eso quiero decir que cuando Raúl me acarició el pecho, con mucho gusto habría hecho una pausa para demostrarle que yo también conozco un par de trucos para volver loco a un hombre. Y gimo mejor que aquella panda de guarras. Aunque sea por obligación.
Pero visionar aquellas películas pornográficas era un trabajo, y los trabajos se toman en serio o no hace falta que te molestes. Además, ya lo he dicho antes, yo tengo algo de bruja y estaba convencida de que algo descubriríamos entre tanto suspiro y tanto derroche de semen. Y acerté, aunque, si he de ser sincera, no había derroche de semen en la escena que me dio la razón.
Raúl se marchó dando un portazo cuando aquellas dos chiquillas, con tantas primaveras que ya estaban en pleno verano, fingían descubrir el sexo lésbico. De hecho, Raúl se marchó sin dar ningún portazo, el pobre es un encanto y creo que hasta musitó un «buenas noches». Pero a mí su marcha me dejó con la impresión de que se había marchado dando un portazo.
Pero estábamos con las dos fingidas chiquillas y sus juegos eróticos subidos de tono: en un momento de la escena, la cámara hace un barrido lateral y muestra en la puerta de la habitación a una tercera mujer que las contempla con expresión reconcentrada. Las niñas, al verse descubiertas, se azoran perceptiblemente, al menos los gestos son de disculpa y vergüenza. La mujer avanza hacia ellas desde el umbral, la cámara la sigue, sus movimientos son elásticos y tienen algo de marcialidad, se para frente a la cama, una de las niñas trata de alcanzar su ropa interior, mientras la otra está tan avergonzada que no se atreve a moverse. La mujer frena el movimiento de la niña con un gesto imperioso, la cámara solo muestra la espalda de la mujer y el gesto de su brazo y a las niñas. Una segunda cámara enfoca la escena desde el ángulo inverso. Ahora vemos la cara de la mujer que sonríe, y con un movimiento lento, se despoja de una camiseta roja con una leyenda que proclama: «Amor y Paz». En cuanto la camiseta deja libre sus pechos, estos saltan orgullosos, libres de cualquier sujeción. La cámara no muestra la cara de las niñas, pero cuando la mujer coge la mano de una de ellas y la conduce hacia sus pechos y se agacha para besar suavemente a la otra niña en la boca, el plano cambia bruscamente a las tres mujeres desnudas besándose y lamiéndose en un revoltillo húmedo. La cara de la mujer que se ha unido a la fiesta muestra un gesto de placer intenso, casi doloroso, y está mucho más guapa que cuando yo la encontré degollada en la bañera.
Creo que no hace falta decir que toda la excitación que pudiese haber sentido desapareció en cuanto recordé a la mujer degollada en la bañera, la misma que en aquel momento estaba besando los pezones de una de las niñas, mientras la otra jugueteaba con los dedos dentro de su vagina. Me obligué a ver el resto de la grabación, pero ya no descubrí nada más. Claro que con lo que había descubierto era suficiente.
«Suficiente ¿para qué?», me pregunté mientras guardaba el disco en su estuche. Estuve un buen rato sentada en el sofá pensando para qué demonios podría servirme aquel descubrimiento.
Una cosa parecía evidente: una posible relación entre la chica muerta y el gordo seboso de Fredo. Aunque en ocasiones las evidencias no se ajustan a la realidad.
En un alarde de atrevimiento di por cierta la relación entre Fredo y la actriz porno, posteriormente muerta en aquella maldita fiesta. Bien, que Fredo estaba metido en el negocio del porno ya lo había descubierto junto con su cadáver. Me acababa de agenciar un saco de nada, en cuestión de descubrimientos, sin embargo la chica estaba en la fiesta, Fredo me había enviado a la fiesta, la chica estaba muerta y Fredo estaba muerto.
Había un par de preguntas que no quería hacerme, pero en vista de las circunstancias no me quedaba otro remedio.
La primera era: ¿por qué estaba viva si ellos habían muerto y la fiesta parecía el nexo de unión de los tres?
La segunda decía: ¿por qué tenía yo que morir?
No es necesario hacer algo, con estar en el lugar equivocado en el momento menos oportuno es suficiente.
Me puse a temblar.
Lamenté profundamente no haber permitido que Raúl hiciese encaje de bolillos con mi pezón, si era eso lo que deseaba. Ahora estaría desnuda en sus brazos y no me haría preguntas ominosas.
Di varias vueltas caminando sin sentido por mi apartamento, hasta que me convencí de la inutilidad de una actividad que solo servía para enervarme, conducirme a un estado de histeria.
Me serví un vaso de whisky y lo mamé en dos tragos como una campeona. Con él en el estómago lanzando cañonazos de valor etílico hacia mi cerebro, me ordené tranquilizarme y cenar algo.
Mi nevera estaba vacía y triste como la mente de un político leyendo los resultados electorales que proclaman que su partido se ha ido a la miseria.
Desde mi ventana se ve la pizzería vecina. Sirven a domicilio, y en alguna ocasión hago uso de sus servicios, pero aquella noche necesitaba que me diese un poco el aire y pensé que lo mejor era salir a la calle, no sentir techo y paredes aprisionándome. Me sentaría en una de las mesas y pediría una Margarita y una cerveza.
La pizzería estaba bastante concurrida: en una mesa, una familia con tres niños que no cesaban de alborotar parecía que tenía la intención de acabar con el stock de la empresa, afortunadamente no parecía que les gustase la Margarita. En otra mesa, dos tíos con aspecto de culturistas y un cierto aire afeminado hablaban de algo que debía de ser muy aburrido, a juzgar por sus expresiones. Pasé frente a su mesa meneando las caderas y ni siquiera me miraron, así que mi primera impresión era acertada, debían de ser un par de moñas atiborrados de esteroides. En otra mesa, un fulano de aspecto decaído le daba vueltas a su pizza con el tenedor y de vez en cuando se tomaba el bocado que acababa de cortar con aparente esfuerzo. En la última mesa, dos mujeres jóvenes charlaban animadamente y esperaban a que el camarero las atendiese.
Me senté en una mesa del rincón desde la que podía contemplar todo el local. Uno de los moñas acababa de sacar de su bolsillo un móvil y parecía haberse adherido a él, solo escuchaba y de vez en cuando movía la cabeza afirmativamente. La madre de los niños trataba con relativo éxito de que se callasen sin necesidad de ahogarlos en un barreño. El tipo inapetente seguía dudando de la conveniencia de comerse su pizza o largarse a otro local donde le servirían otra parecida. Las dos mujeres jóvenes se reían mirando a los dos tipos con aspecto de culturistas floreados.
Todo estaba en orden. Le hice una seña al camarero, un bello ejemplar veinteañero de ojos azules y melena rubia hasta los hombros, para que me sirviese una cerveza. El chaval me conoce, asintió en silencio y dejó lo que estaba haciendo para traerme la cerveza. Por la expresión con que me mira, apostaría a que soy la protagonista de sus sueños húmedos; en el peor de los casos, una de ellas.
¿Peor de los casos?, ¿mejor de los casos? Teniendo en cuenta lo que me importaba el chaval, ya servía mientras me trajese rápido la cerveza.
Las dos niñatas de la mesa vecina me miraron con inquina, tenían ganas de coquetear con el camarero y yo me había convertido en una competencia imprevista. Los dos forzudos seguían sin reparar en mi presencia. Los homosexuales son gente encantadora, pero en ocasiones pueden llegar a resultar irritantes. Concretamente cuando no admiran los esfuerzos que ha hecho mamá Naturaleza para dotar a mi cuerpo de la colección de curvas que, con lo mejor de mi repertorio de movimientos sinuosos, había paseado frente a su mesa.
Supongo que de alguna manera la sesión de cine pornográfico me estaba afectando. Quizás al regreso me conviniese un pase de Los puentes de Madison para equilibrar mi estado de ánimo.
Pero eso no cambia en nada lo que acabo de decir.
Con la Margarita pedí una segunda cerveza fría. Mientras acababa de cenar, el local se fue vaciando. Los dos moñas forzudos pagaron y se fueron, cuando entró una mujer joven que solo tomó una cerveza en la barra. El tipo de aspecto decaído decidió que por aquella noche ya se había esforzado lo suficiente, y también se marchó. Las dos niñatas se habían reconciliado con el camarero y le lanzaban frecuentes miradas salpicadas de risas tontas. La familia tumultuosa continuaba inasequible al desaliento, consumiendo pizzas y polucionando el ambiente.
Pagué y me marché a casa, quería continuar con la sesión de pornografía, al menos un disco más; Los puentes de Madison quedaban para otro día. Mientras subía las escaleras, recordé a la mujer que había tomado una cerveza en la barra, su minifalda y la extraña mecha de color naranja en el pelo. Me recordaba a la mujer que dudaba acerca de qué dirección tomar en la esquina de la calle Hospital y las Ramblas. De nuevo me recordó a alguien, pero no sabía a quién. En realidad no había razón para que me recordase a nadie, así que traté de olvidarme de ella.
En casa escogí una cinta con un título sugerente: Mamá se lo monta con los pintores. Creo que el título ya es suficientemente descriptivo como para que les cuente el argumento. El reparto lo formaban mamá, la vecina adolescente y los pintores. En algún momento de la acción resultaba complicado saber de quién era la pierna que sobresalía más del revoltijo de cuerpos entrelazados.
Los dos pintores se parecían extraordinariamente a los dos moñas de la pizzería, aunque en la película no parecían tan moñas. Claro que todos esos tipos tan trabajados en el gimnasio acaban pareciéndose como un paquete de músculos a otro paquete de músculos. Y una polla gigante no deja de ser una polla gigante, por mucho que a una chica en un momento u otro de su vida le haga soñar, luego en la realidad aprende a convencerse de que el tamaño importa menos que la ternura, la habilidad, la empatía o la capacidad de tu pareja para generar bienestar en tu vida, aunque claro que si estamos hablando de follar…
Bueno, no vamos a hacer ahora un estudio acerca de la importancia del tamaño de un miembro viril en la vida de una chica.
La culpa es de esas malditas películas que había decido ver.
El último capítulo del DVD era bastante más duro, gente con máscaras negras y látigos en la mano, argollas en la pared y otras animaladas que después de tanto sexo no me apetecía ver. Regresé a «Menú» y seleccioné de nuevo Mamá se lo monta con los pintores.
Por mucho que trataba de convencerme de que el parecido de los pintores con los culturistas de la pizzería no era más que una incómoda casualidad, no acababa de quedarme tranquila.
Y en aquel momento ocurrió, mi cerebro se puso a trabajar: le bajé las bragas a la mujer que había pedido una cerveza en la barra, mientras los pintores abandonaban la pizzería. La misma —ahora lo sabía— que parecía dudar en la esquina de la calle Hospital.
Respiré hondo y le pedí a mi cerebro que no dejase de trabajar.
Recosté a la mujer en el lavabo del aseo de la piscina, le puse una cresta en el pelo, le saqué un pecho para que Pablo pudiera mordisqueárselo mientras se la follaba, y todo cuadraba.
Todo excepto la razón por la que me seguía, porque en aquel momento ya estaba segura de que me había seguido por el Raval, y me parecía que su entrada en el bar había sido una señal para los pintores. Una señal ¿para qué?
Empecé, de nuevo, a pasear por la casa, presa de una sensación de peligro de la que no era capaz de liberarme. En uno de los paseos me acerqué a la ventana. Uno de los pintores estaba apoyado en la pared, pude verlo con todo detalle, la luz del alumbrado público lo iluminaba. Estaba con las manos en los bolsillos y parecía esperar algún tipo de iluminación divina.
O a que alguien le diese la orden de asesinarme.
Con el corazón bombeando un cóctel de sangre y adrenalina, telefoneé a Raúl. El muy desgraciado tenía el móvil desconectado.
Corrí a la puerta y pasé los dos cerrojos, apoyé una silla y acerqué una pequeña mesa auxiliar a la que nunca había sabido darle una utilidad, y aquella noche se la encontré.
Revolví mi bolso hasta encontrar la tarjeta del inspector Colomer y, con ella en la mano, dudé si debía llamarlo o esperar. El problema era que si lo llamaba le tendría que contar un buen puñado de cosas a aquel policía loco, algo que no me seducía en absoluto. Me acerqué de nuevo a la ventana y miré a la pared donde estaba apoyado el culturista de la pizzería y que probablemente fuera el mismo de Mamá se lo monta con los pintores.
No estaba. Corrí a la puerta y presté oídos pegando la oreja en la madera; trataba de escuchar cualquier ruido procedente de la escalera. Miré por el visor, forzando la postura para alcanzar un mayor ángulo de visión sin conseguir ver nada sospechoso. El ascensor estaba parado y no se escuchaba el menor ruido, así que decidí que me estaba pasando de la raya, que la histeria no me iba a ayudar en absoluto, y me tumbé en el sofá respirando acompasadamente. Alguien me había dicho que era un remedio eficaz para un estado de nervios sobreexcitados. No recordaba quién fue, pero supuse que a él nadie pretendía cortarle el cuello, porque después de una buena tanda de respiraciones acompasadas mis nervios seguían igual de sobreexcitados y lo único que aprecié fue que aquella falda me apretaba más de lo conveniente y que tendría que empezar a hacer régimen.
Entonces me acordé de lo que hacen los protagonistas de las películas americanas en situaciones de estrés, cogí una bolsa y respiré profundamente dentro de ella durante un buen rato, hasta que llegué a la conclusión de que en EE. UU. la cosa debía de funcionar, pero en Europa era distinto. Entonces me acordé del remedio de la abuela: un terrón de azúcar empapado con agua del Carmen.
Creo recordar que me tomé seis, lo que es seguro es que me emborraché como una monja de clausura aquejada de un ataque de dudas teosóficas.
Me dormí y nadie trató de asesinarme, aquella noche.