Aquella tarde fue especialmente frustrante, los enfermos, al igual que los albornoces de mala calidad, con el calor se convierten en cosas húmedas y pegajosas. Sus explicaciones se hacen erráticas, se mueven en círculos cada vez más amplios, como almas en pena. Tratan de encontrar una salud que han olvidado dónde dejaron, en qué momento la perdieron. Si quieren endurecerse ante las enfermedades ajenas, háganse médico. Es cierto que en un momento u otro todos somos pacientes, pero también todos hemos sido niños y eso no impide que, cuando somos adultos, los niños, en tantas ocasiones, resulten un tostón.
Aquel día, un tipo con un organismo incapaz de controlar su presión sanguínea me contó que si no se medicaba, la mínima le subía desaforadamente, y si se medicaba, la máxima le bajaba hasta un punto que el simple acto de moverse le costaba un esfuerzo tremendo. Por otro lado, tenía una autoestima sobredimensionada que lo impulsaba a tomar decisiones médicas por sí mismo: me contó que se tomaba la presión regularmente y que, en función de lo que veía, decidía tomar una u otra dosis del medicamento que yo le había recetado después de someterlo a diversas pruebas. En ocasiones dejaba de tomar el medicamento uno o dos días. Aceptaba que su proceder no tenía el menor rigor científico, pero que de aquella manera se libraba de los cansancios producidos por la bajada de tensión, y mantenía a esta dentro de unos parámetros aceptables, cosa que no sucedía si seguía mis instrucciones al pie de la letra.
Lo amonesté severamente por su proceder, lo avergoncé hasta donde un médico es capaz de avergonzar a un paciente.
O sea, bastante.
Algo que de paso me permitió no tener que admitir mi falta de recursos e interés para aliviar su dolencia. A los enfermos cuyas dolencias no quedan reflejadas de forma inmediata e indiscutible en una serie de análisis tipo habría que fusilarlos y enterrarlos con su análisis pegado al pecho.
Cuando llegué a casa de Susana, la encontré sentada frente al televisor. Observaba con atención cómo un tipo con más polla que cerebro taladraba a una rubia que movía la cabeza como si no pudiera resistir tanto placer. Detrás del tipo, una amazona que se escondía detrás de una máscara veneciana le azotaba el culo peludo con algo que parecía una espada flácida.
—¿De los hermanos Cohen? —pregunté.
—Calla y siéntate conmigo. Es la primera que pongo, de momento no he visto nada que me llame la atención —respondió Susana, sin mirarme.
—No me dirás que ves pollas de ese tamaño todos los días…
—Muy gracioso. Anda, ven aquí y ayúdame.
Me senté con Susana. Simulé que estaba atento a aquella sucesión de pretendidos orgasmos, viendo cómo muchachas sedientas de semen eran penetradas más o menos violentamente por las vergas hipertrofiadas de fulanos musculosos.
Dos pretendidas estudiantes de preuniversitario con manifiestas tendencias lésbicas y la banda sonora de gemidos en clave de andante con brio, camino del allegro maestoso, lograron captar mi atención y deslicé la mano hacia la teta más próxima de Susana.
Sin apartar los ojos de la pantalla y apartando mi mano con firmeza, me susurró:
—Luego, ahora estamos trabajando.
La miré con atención: estaba atenta a cada movimiento de aquella pandilla de actores fracasados que simulaban orgías mágicas, ligues imposibles. Me recordó a un agricultor escrutando cada nube en el cielo en busca de la lluvia que habría de salvar su cosecha.
Se lo estaba tomando en serio.
Me largué mascullando una excusa. No estoy seguro de que se diera cuenta de que me marchaba.
Cuando llegué a casa, Marta me recibió sentada en el suelo sobre dos grandes cojines y apoyando los talones levantados en el borde del sofá.
—¿Te has inscrito en un curso de yoga?
—Algo así.
—¿Y te gusta?
—Mira, no lo sé, lo que te puedo asegurar es que la primera vez duele.
No había oído nunca que el yoga doliese la primera vez que se practicaba, pero no presté demasiada atención. Las filosofías orientales han elucubrado tantas maneras —ninguna de ellas agradable para el cuerpo humano— de acercar el alma a su fusión con el vacío absoluto, que no dudé de que el yoga hubiese castigado las posaderas de Marta.
Me acerqué a la nevera buscando algo de cena. Mientras me preparaba una ensalada y un bistec, sonó el teléfono móvil de Marta. Ella me gritó que se lo alcanzara, que estaba en pleno ejercicio de yoga y no quería moverse.
Se lo alcancé y estuvo hablando un rato. Creo que era Salvio.
Fui a la nevera y descubrí un paquete de salmón ahumado junto a una pastilla sin estrenar de mantequilla con sal.
Me lo puse en una bandeja y me senté en la mesa de la cocina.
Luego lo remataría con un whisky.
Ideal para el colesterol.