SALVIO

Pasé todo el miércoles dudando entre llamar a Marta o empezar a pasar páginas de mi agenda hasta quemarla. Recuperar a alguna de mis antiguas amigas y olvidarme del feo asunto en el que me veía metido me parecía una excelente idea. Más buena a cada momento que pasaba.

Aunque, al parecer, el cielo no estaba dispuesto a favorecerme. El cielo nunca es imparcial, concede sus favores a quien en la Tierra se los ha ganado con violencia o simples malas maneras.

El cielo desprecia la razón.

Y a mí.

Por eso me había metido en aquel jodido embrollo.

Ahora les cuento.

A las nueve de la noche, cuando me disponía a cenar, el timbre de mi apartamento repiqueteó alegremente. No sé la razón, pero pensé que era un buen augurio. Tal vez esperaba encontrar a Cameron Diaz apoyada en el quicio de la puerta con una lasciva sonrisa en sus labios.

En lugar de Cameron Diaz, quien estaba apoyado en el quicio de la puerta era el inspector Colomer. Me molestó profundamente su presencia y lo miré de arriba abajo, sin disimulos, quería que fuese consciente de mi estado de ánimo. Él me correspondió con un relampagueo enloquecido de aquel ojo que parecía tener vida propia. A mí su ojo ya no me condicionaba tan fuertemente como al principio, pero aún tenía dificultades para mirarlo directamente a la cara sin que se notase que estaba prendido de los fulgores de su pupila. Así que mi mirada tenía tendencia a vagar erráticamente alrededor de su rostro.

Era francamente incómodo.

Antes de que pudiera evitarlo —¿cómo se le prohíbe la entrada a un inspector de policía?—, el tipo estaba caminando hacia el interior de mi casa. Lo de «enséñeme su placa o lárguese de mi casa» que dicen en las películas era absurdo, nos conocíamos sobradamente. Mientras lo seguía al interior de mi propia casa pensé, absurdamente: «Año de nieves, año de bienes»; y me respondí, en un susurro apenas audible: «En Groenlandia tal vez, pero si es en Valencia te jode la cosecha de cítricos».

Creo que hasta lo vocalicé en un murmullo bajo.

—¿Cómo dice? —preguntó Colomer.

—Nada, inspector. ¿Qué se le ofrece?

—Tuvieron ustedes suerte en la rueda de reconocimiento, ¿no es cierto?

—Cuando usa el plural, ¿a quién se refiere?

—A ustedes cuatro, naturalmente.

—Eche un vistazo por mi casa, inspector, le doy permiso, mire a ver si encuentra a mucha más gente viviendo aquí.

—Ya sé, ya sé, pero usted también sabe a qué me refiero.

—No.

—Bueno, no nos vamos a poner a discutir por esa minucia.

—Los cojones, una minucia. Me está usted haciendo la vida imposible, creo que a lo que hace usted conmigo se le llama «acoso policial».

—No es mi intención, créame, simplemente creo que usted podría ayudarme a esclarecer la muerte de aquella chica.

—Dígame claramente cómo puedo hacerlo y le doy mi palabra de que lo haré. Pero si no es capaz de darme una buena razón, lárguese de mi casa, desaparezca de mi vida, olvídese de mí.

—Mire, usted es el lado débil del cuarteto. No, no me malinterprete, no pretendo decir que sea usted débil o su inteligencia esté poco evolucionada. Simplemente creo que usted es el menos implicado en la muerte de aquella chica, por lo tanto es el más inocente, en consecuencia el que saldrá mejor librado, especialmente si colabora conmigo. Por ejemplo podría empezar contándome desde cuándo se conocían usted y la víctima.

No pude evitar reírme en su cara, aunque no las tenía todas conmigo. En ocasiones ser inocente no te libra de que te consideren culpable. Y más de un inocente ha ido a parar a prisión, en ocasiones durante muchos años. Pero lo de que me considerase el lado débil del cuarteto me había dejado jodido, por mucho que lo adornase me había dejado jodido. Así que continué burlándome de él.

—¿Le apetece algo para beber?, no sé, un poco de cicuta con hielo… Se lo puedo preparar con ron o solo, se me da mejor manejar bebidas que el cuchillo, aunque no puedo negar que el asesinato es una de mis debilidades.

—Whisky, por favor, con hielo y sin cicuta. ¿Qué le parece?, ¿responderá a mis preguntas? —Aquel tipo parecía ser inmune al sentido del humor, manejaba mis palabras con un sentido de la literalidad enervante.

—Por supuesto que lo haré, ¿qué otra cosa puede hacer el lado débil de un cuadrado?

El inspector movió la cabeza afirmativamente mirando alrededor. Preparé dos whiskies y me senté frente a Colomer, que seguía de pie, ahora con su vaso en la mano. Por un momento pareció desconcertarse al verme sentado, pero duró poco, acercó una silla y se sentó frente a mí.

—Usted dirá.

—No ha respondido a mi pregunta. ¿Desde cuándo la conocía?

—Nacimos en la misma escalera, pero luego nos distanciamos por circunstancias que ahora no vienen al caso. Aunque creo que será mejor que se lo cuente: nos amábamos con locura, pero sus padres nunca me aceptaron, ellos querían que su hija hiciese un buen matrimonio, un delantero centro mediático, un astronauta, en fin, ya sabe. Después de mucho tiempo y cuando pensaba que nunca más la vería, la encontré de nuevo en la fiesta, muerta, como usted sabe.

—Ya veo… Permítame que le dé un consejo: si sigue haciendo el imbécil, me lo llevo a comisaría para interrogarlo. Y allí, hasta que un abogado lo saque, puedo hacerle pasar un buen mal rato. ¿Sabe quién mató a la chica?

—No.

—Respóndame en serio. ¿La había visto en alguna ocasión antes de aquella noche?, ¿la conocía?

No a la primera y no a la segunda.

—¿Alguno de ustedes la conocía?

—Yo diría que no.

—A quien sí conocería usted es a la mujer que la encontró… Susana, eso es, Susana.

—No, no la conocía.

—Entonces, ¿cómo es que estaban los cuatro juntos?

—Creo que ya se lo contamos: yo fui con mi pareja, me invitó ella.

—Se refiere a la esposa de Raúl.

—Sí.

—Y Raúl fue con Susana. ¿Es su… pareja?

—No lo sé, parece que sí.

—¿Y a Susana la invitó Raúl?

—Eso parece.

—Eso parece… ¿Y a Raúl lo invitó Marta, su esposa?

—Sí.

—¿Dónde estaba usted cuando Susana encontró el cadáver?

—Con Marta.

—¿Y Raúl?

—Pululaba por allí.

—Así que usted no puede asegurar dónde estaba Raúl.

—Ni Raúl ni la mayoría de la gente que estaba en la fiesta, si vamos a eso.

—Es evidente que Raúl y Marta se han distanciado a causa de Susana.

—No, por lo que yo sé es a causa de Zuleima.

—¿Y quién cojones es Zuleima?

—La amiga oficial de Raúl.

—¡Ah! Ustedes dan oficialidad a sus líos, supongo que lo hacen para no confundirse.

—Venga, inspector, no puede usted ser tan timorato.

—Yo soy como me da la realísima gana.

—¿Está casado, inspector?

—Únicamente con mi mujer.

—Y no…

—Aquí las preguntas las hago yo, si no le importa.

—Era para variar un poco, hombre, no se apure.

—Hábleme de Zuleima.

—Apenas sé nada de ella, solo que es una muchacha joven, pacifista, ecologista, cosas así.

—Movimientos antisistema, interesante, lo tendremos que investigar.

—Claro, por ahí puede estar escondida la solución.

—Zuleima y Marta, ¿se conocen?

—Creo que sí.

—¿Y se llevan bien?

—Tengo ciertas dudas al respecto.

—Menos mal. ¿En alguna ocasión escuchó que alguno de sus compañeros pronunciase una amenaza hacia la fallecida, aunque no la nombrara expresamente?

—No, nosotros no acostumbramos a amenazar de muerte a la gente. —En cuanto dije «nosotros», dando oficialidad a la idea de conjunto que tenía el inspector, me arrepentí, pero ya estaba dicho.

Le di duro al whisky, a ver si me entonaba.

—¿Qué intereses comunes tienen ustedes cuatro?, ¿de qué hablan cuando están juntos?

—No acostumbramos a estar juntos, no tenemos intereses comunes, no tenemos un local social donde reunirnos y planear asesinatos imaginativos. Si quiere que le diga la verdad, cuando estoy en el mismo lugar que Marta y Raúl experimento una enorme incomodidad.

—Eso lo puedo entender, y me tranquiliza. Cuando llegué a la fiesta, Susana les estaba contando algo, ustedes escuchaban con atención. Me gustaría que me dijera lo que les contó.

—Nada, inspector, no nos contaba nada, estaba demasiado asustada para hablar, parece ser que no está muy acostumbrada a los asesinatos.

—Ya veo.

—Si ha terminado de interrogarme, tengo una sorpresa para usted.

—De momento sí, he terminado. ¿Qué sorpresa tiene para mí?

—Dígame un refrán.

—¿Se burla usted?

—No, venga, dígame un refrán.

—Bien, ahí va: vísteme despacio, que tengo prisa.

—Será prisa por llegar tarde y quedar como un cretino con quien haya quedado citado.

El inspector Colomer me miró de arriba abajo y me dirigió una sonrisa torcida.

—Lo tenía preparado —dijo.

—No, dígame otro.

—El ojo del amo engorda el caballo. —Su ojo parpadeó furiosamente y me miró expectante.

—Si eso fuese cierto, lo único que demostraría es que hay caballos que comen cualquier cosa.

—A enemigo que huye, puente de plata —replicó sin apenas tiempo para respirar.

—Mejor pegarle un par de tiros y así te aseguras que no regresa cruzando el puente de plata y te forra a hostias.

La carcajada del inspector me sorprendió, el hombre estaba realmente encantado con el juego.

—Es usted realmente bueno, cuando les haya metido en la cárcel, vendré a menudo a verle y podremos jugar. Nos veremos de nuevo, y espero que sea pronto. Si recapacita y cree que necesita decirme algo, ya sabe dónde me puede encontrar.

Ya en la puerta, el inspector se giró y me espetó:

—La suerte es de quien la busca.

—No, inspector, no es cierto, la suerte es de quien la encuentra y es capaz de entender que la ha encontrado. Buscarla es el consuelo de los desafortunados.

—Quizás tenga usted razón, le deseo que encuentre la suya y se dé cuenta de lo que le conviene.

Cuando Colomer salió de mi casa eran casi las diez de la noche, llamé a Marta y le conté que aquel loco aún iba detrás de nosotros. Dijo que teníamos que reunirnos los cuatro, que ella se encargaría de organizarlo. Ninguno de los dos habló de nuestra relación. Me sentí entre vacío y aliviado.

Cené ligero y escuché música.

Aquella noche, de nuevo tuve mi agenda de ligues en las manos.

Quizás a alguno de ustedes le parezca que mi vida es un tanto triste. Creo que eso merece una explicación por mi parte, nada elaborado, una simple reflexión.

En ocasiones, si he de ser sincero cada vez con mayor frecuencia, yo también lo pienso. Encuentro en mi casa un vacío poco gratificante, una falta de sentido a la soledad que me asalta en cuanto cruzo la puerta de entrada y enciendo las luces. No importa a la hora que entre, lo primero que hago es encender las luces a pesar de que podría pasearme en medio de la más absoluta oscuridad sin tropezar, las enciendo para mitigar la sensación de vacío. A continuación prendo el televisor sin importarme lo que emitan, lo hago por la misma razón. En un par de ocasiones, una mujer con la que he creído —aunque más bien han sido ellas quienes lo han creído— que podría establecer una relación que fuese más allá del simple polvo ha venido a vivir conmigo. El resultado ha sido peor que la tranquila y apacible soledad. Así que sigo encendiendo luces y prendiendo el televisor cuando entro en mi casa.

Cierto, aquella noche, de nuevo tuve mi agenda de ligues en las manos.

Hasta hice un par de llamadas; en realidad, tres llamadas.

La primera mujer a la que llamé me dijo en voz muy baja, casi un susurro, que acababa de comenzar una relación seria y que no debía llamarla, mucho menos a aquella hora en que estaba su pareja en casa.

La segunda, simplemente me mandó a la mierda y colgó.

La tercera me dijo que estaba encantada de que la llamase, que le haría ilusión verme de nuevo. Me tuvo al teléfono media hora contándome detalles del maravilloso vestido con una chaquetilla desestructurada y falda amplia que se estaba haciendo para asistir a la boda de una amiga común. Cuando iba a entrar a matar, me dijo que al día siguiente se iba quince días de vacaciones a Egipto, y que regresaría a tiempo para asistir a la boda de nuestra amiga común.

La boda se celebraba en Burgos, estaría allí una semana. La boda más larga de la historia, a no ser que tras la boda hubiese juerga en la catedral. Pasadas estas tres semanas podía llamarla.

Cojonudo. En tres semanas yo podía estar en la cárcel acusado de un par de asesinatos y jugando a la destrucción de refranes con mi amigo el comisario Colomer.

Guardé la agenda en un cajón y me fui a dormir.

Por cierto, antes taché de mi agenda el nombre de la futura esposa. Más que nada, por si se iba a vivir a Burgos…

A los diez minutos de cerrar los ojos, me levanté, saqué la agenda del cajón donde la había guardado e hice un par de llamadas más.

Con evidente poca fortuna, por cierto.

Es lo que tiene mantener una relación exclusiva, se deterioran las otras.

Y tienes que empezar de nuevo.

Es agotador.

La alternativa es la masturbación.

Muy aburrido, en realidad.