RAÚL

Lo que Susana me propuso el miércoles era una locura aceptable. A duras penas, sí, pero aceptable.

Me explico: era de locos investigar aquellos asesinatos sin tener en cuenta a la policía. Era una locura la mera posibilidad de enfrentarse a gente capaz de matar, aunque siendo objetivos y teniendo en cuenta que ni ella ni yo estábamos preparados para la investigación policial, era improbable que llegásemos hasta ellos. Era una locura presentarse en una distribuidora de películas pornográficas y comprar un stock de cintas arguyendo la pertenencia a una nueva cadena de videoclubs —esa era la brillante idea que se le había ocurrido a Susana—. Era una locura pensar que en alguna de aquellas películas encontraríamos una pista que nos daría la clave de la muerte de la chica y de Fredo, circunstancia que hacía que la locura fuese aceptable.

La otra circunstancia que la hacía aceptable era que Susana estaba preciosa mientras me lo contaba, las mejillas se le arrebolaban de excitación y la respiración agitada le sentaba indiscutiblemente bien. Y aún era más aceptable por el hecho de que entre la explicación principal y los detalles, más o menos pormenorizados, habíamos hecho el amor de forma gloriosa.

Susana había llamado de nuevo a Sueños Húmedos Art Productions, en esta ocasión en horas de oficina, y tenía la dirección: una calle situada en el Raval. Yo tenía una hora libre entre las cuatro y las cinco y le prometí que la acompañaría.

También tenía la esperanza de convencerla de la inutilidad del intento durante el trayecto.

Los hombres acostumbramos a esperanzarnos estúpidamente cuando se trata de mujeres. Y si acabas de hacer el amor con ella y tienes la esperanza de que vas a repetir en cuanto puedas, aún más.

La calle a la que nos dirigimos olía a restos de comida abandonada en proceso de fusión con el universo, y la luz del verano barcelonés parecía haber sufrido un ataque de timidez que le impedía entrar en aquella calle. La puerta de cristal rotulada con el nombre de la empresa parecía una muestra de un mundo mejor, situada allí para resaltar la pobreza del entorno, estaba limpia de pintadas, la protegía un grueso y elegante cristal esmerilado, y un interfono con cámara de vídeo indicaba bien a las claras que la gente que estaba en el interior no acababa de bajar de la patera. La voz que desde el interfono nos preguntó nuestras intenciones poseía ecos de goces prohibidos e imaginé que nos recibiría una belleza nórdica ligera de ropa y mirada lasciva.

Una más de esas esperanzas infundadas, de las que les hablaba antes, que tenemos los hombres. Para nuestra desgracia, de vez en cuando aciertas.

Y seguimos confiando.

La recepción de Sueños Húmedos era una sala con tres sillones de cuero rojo y una mesa de cristal, tras la que se sentaba una mujer gorda embutida en un vestido de motivos florales que se desparramaba por su cuerpo creando la impresión de un prado extenso e irregular. A su espalda, un dibujo en carboncillo representaba la figura estilizada de una mujer desnuda.

Si la figura representaba a la recepcionista, habían transcurrido muchos años y la deglución de un par de toneladas de hidratos de carbono y grasas saturadas.

El prado mascaba chicle y atendía al teléfono, anotaba algo en un bloc de espiral y de vez en cuando hacía algún comentario del tipo «agotada», «sí, muy buena», cosas así. Nos señaló con la mano que sostenía el bolígrafo dos sillones de los cuatro que formaban la recepción. Los otros dos estaban ocupados por un par de mujeres vestidas de forma provocativa —su forma de vestir tenía alrededor de quince años menos que ellas— que fumaban en silencio y parecían esperar que alguien las recibiera.

Una de ellas me lanzó una mirada lasciva que mostraba la misma pasión que la tabla de planchar de la abuela. La otra observó con más interés a Susana, imagino que trataba de calibrar la competencia sin tratar de desmoronarse. Susana se dio cuenta y me tomó del brazo con fuerza.

Pensé en figuras de tiempos pasados, escombros de antiguas bellezas incapaces de encontrar su lugar en el mundo actual.

También pensé qué coño hacía yo allí.

Por la puerta situada en un pequeño recibidor se asomó un tipo con el aspecto de tomar el sol en tanga mientras se aventaba con un abanico decorado con flores fucsias. Llamó a las dos mujeres con un ademán floreado y entró sin esperarlas. Ellas se dirigieron hacia la puerta meneando las caderas. La que había valorado a Susana lo hacía como una top-model aquejada de artritis, la otra me lanzó una última mirada mientras recomponía su estructura pectoral con ambas manos.

Susana, cuando el prado florido de recepción acabó de tomar notas, le contó lo que deseábamos. El prado no puso ningún inconveniente, pero nos aclaró que el descuento de distribuidor solo se aplicaba a partir del segundo pedido y siempre que cubriese el importe mínimo establecido por el departamento de ventas. Tenían seis líneas distintas de producto: «Porno familiar», «Porno duro», «Especial lésbico», «Chicos traviesos», «Especial sadomasoquista» y «Especial zoofilia». Los dos últimos tenían un precio distinto. El prado nos aclaró que trabajar con animales resultaba más caro que con personas, ya que algunos, por mucho tiempo que se dedicara a su entrenamiento, no daban la talla, mostraban una falta de cooperación agresiva y negligente.

Imaginé a una cabra tratando de entender la razón de que un tarado la sodomizase mientras una vestal lúbrica le acariciaba las ubres, y me solidaricé con la cabra.

Por la convicción que el prado florido ponía en su exposición del problema, se podía pensar que cualquier persona servía con un entrenamiento mínimo, mientras que con las cabras, pues ya se sabe.

Quizás tenía razón.

La recepcionista vendedora le recitaba las bondades del catálogo de la empresa a Susana mientras yo buscaba un lugar habitable donde fijar mi mirada.

Mientras esperábamos la entrega del pedido, la ecológica recepcionista había decidido que Susana era una persona digna de confianza y le soltó una prolija explicación acerca de los secretos de la zoofilia que terminó cuando un mozo de almacén con granos en la cara, y que quizás tuviese futuro como estrella de la zoofilia, nos entregó una bolsa y un albarán.

Salimos de allí con la bolsa que contenía dos títulos de cada una de las especialidades de Sueños Húmedos. El albarán lo deposité hecho pedazos en un contenedor de basura cercano. El mozo de almacén con granos en la cara tenía pinta de chantajista agresivo, no sentía el menor deseo de verme amenazado por él y su serrallo de cabras.

—¿Y ahora qué? —le pregunté a Susana, quien en aquel momento miraba con aprensión a un gran danés que regaba con evidente placer la rueda delantera de una motocicleta. Mientras, su dueña usaba el escaparate de una tienda de suministros para el hogar para retocarse el peinado.

—Las tenemos que ver todas, prestando mucha atención —dijo Susana, sin dejar de vigilar al gran danés.

—Pero ¿qué es lo que buscamos?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? Supongo que algo nos llamará la atención.

—¿Y si no es así?

—Pues te habrás gastado ciento cincuenta euros inútilmente y seguiremos en el mismo sitio que estamos ahora, pero merece la pena intentarlo. ¿Cuándo quieres que empecemos?

Me encogí de hombros. No me seducía la idea de sentarme a ver películas pornográficas con Susana, pero antes no había sido capaz de negarme y no encontraba la manera de librarme de ello.

Le dije que pasaría por su casa alrededor de las ocho de la tarde y me largué a toda prisa al consultorio.

En el taxi, el conductor me explicó que estaba muy preocupado por su gata.

No quise confirmarle que tenía razones para ello.