SALVIO

Me planté frente al televisor y me tragué una película de fácil digestión: indios malos, vaqueros buenos y prostituta rubia enamorada del sheriff que muere de un balazo para que la morena, bella y honesta hija del ranchero se lo pueda llevar envuelto en papel de regalo al rancho de papá. A la segunda tanda de anuncios lo dejé correr, si ya sabes el final pierde gracia. Y John Wayne es un valor seguro.

Mientras me desnudaba para acostarme me sucedió una cosa preocupante, me sorprendí musitando: «Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija», y sin solución de continuidad, seguí musitando: «Depende de la posición del árbol respecto al sol, ya que según sea puedes ser tú quien le dé sombra al árbol, por bueno que sea».

Ya me dirán si no era para preocuparse.

Fui corriendo al espejo del cuarto de baño y me miré a los ojos.

No, los ojos estaban bien.

Cuando llevaba media hora acostado, sin poder dormir, me levanté y busqué mi agenda de ligues. La estuve manoseando un buen rato, repasé nombres y calculé posibilidades.

Bueno, alguna solución de emergencia aún encontraría si la trabajaba convenientemente, pero en ningún momento me sentí entusiasmado.

Necesitaba pensar, y en casa no me sentía con el humor adecuado para hacerlo, así que me vestí y salí a la calle dispuesto a calmarme con el fresco de la noche.

Son esas cosas que un hombre soltero puede hacer porque en el dormitorio no tienes a nadie a quien darle explicaciones de adónde vas y cuándo regresarás.

Era la una de la madrugada y por la calle apenas circulaba gente. Ponerme a andar por calles solitarias me pareció insano, así que me dirigí al parque cercano y, aunque no era mucha mejor solución, me senté en uno de los bancos de la entrada. Vacié mi mente de cualquier pensamiento y dejé a mi imaginación tomar sus propias decisiones. Su primera decisión fue contar, entre los escasos viandantes que pasaban frente a mí, las mujeres con las que me gustaría mantener relaciones sexuales. Es un pasatiempo imbécil, pero tiene sus ventajas: mientras te dedicas a ello no haces algo aún más imbécil.

Transcurridos diez minutos, de las cuatro personas que pasaron por allí, solo una era mujer, y además no cumplía los requisitos mínimos para despertar mis sueños eróticos. Tenía las piernas cortas, la cintura ancha y una cabeza que hacía juego con ambas partes de su cuerpo.

Decidí cambiar de juego, mi vida sexual ya era bastante complicada para empeorarla con un juego estúpido, especialmente a aquellas horas de la madrugada en que las bellezas están en su cama con alguien más afortunado que yo.

Cambié de juego, le inventaría una vida a cualquiera que pasara frente a mí.

Mi primer cliente fue un hombre de alrededor de cincuenta años que andaba con cierta premura, lanzando miradas atentas a su alrededor. No me vio, antes de llegar a mi posición entró en un callejón sin salida débilmente iluminado por un solo punto de luz en la entrada. Observé cómo entraba en el callejón y quedaba atrapado en su oscuridad, convirtiéndose él mismo en una sombra densa.

Un violador en busca de víctima, evidentemente.

Salió al cabo de tres minutos abrochándose la bragueta.

Un caso claro de inflamación de próstata.

Mis segundos clientes, cinco minutos después, fueron una pareja. Se abrazaban y reían felices, al pasar frente al callejón miraron, él le dijo algo que provocó la risa de la mujer. Me vieron sentado en el banco y por un momento dejaron de reír, veinte metros más allá se pararon y se besaron con apasionamiento. Les adjudiqué el papel de ligue reciente camino de su primer polvo: ella estaría casada, había aprovechado la ausencia de su marido en viaje de negocios para darse una vuelta por algún pub. Él sería simplemente un tipo con más suerte que yo.

A continuación pasó una mujer joven, sola, andaba con pasos apresurados, vestía de forma informal y parecía asustada. Al pasar frente a mí me lanzó una mirada desconfiada y apretó aún más el ritmo de sus pasos, no tendría más de veinte años. ¿Una canguro ocasional regresando de su trabajo? Sus empleadores no habrían cumplido con la hora de regreso, su única disculpa había sido un ligero sobreprecio sobre lo pactado, una propina que no la libraba del temor de circular por la calle a aquellas horas.

Durante diez minutos no pasó nadie y llené este vacío tratando de leer los carteles anunciadores de conciertos que uno sobre el otro se amontonaban en el poste de servicio. La escasa luz que llegaba del alumbrado más cercano dificultaba la tarea, lo que no representaba ningún problema, en realidad no pensaba asistir a ninguno de aquellos conciertos; la mayoría de ellos, de música latina o discotequera, con nombres tan atrayentes como Bepo Ramírez y sus cachalotes o DJ Skinner.

Reavivó mi interés la llegada de un grupo de cuatro muchachos, cada uno de ellos con la brasa de un cigarrillo colgando de los labios, las manos hundidas en los bolsillos de los pantalones tejanos, acentuando la caída de la cintura. Un par de ellos mostraba la goma de los gayumbos y el inicio de la curva del culo, una visión poco enriquecedora. Me miraron sin demasiada curiosidad. Unos metros más allá, uno de ellos dijo algo y los otros se giraron a mirarme. Me levanté y caminé a buen paso en dirección a casa. No es que tuviese miedo de aquellos tipos, simplemente no quería que me moliesen a palos. No me entretuve en buscarles una historia hasta que llegué a casa, y lo dejé pronto, ya no me apetecía.

Tomé un sedante y me dormí. No recuerdo si soñé, probablemente no, los sedantes se toman para olvidar momentáneamente el mundo.

Hay quien queda fascinado por el confort de ese olvido y multiplica la dosis para experimentarlo de forma permanente.