Ya hacía rato que estaba sentada en el sofá cuando llegó Raúl. En cualquier otro momento hubiese procurado hacerle la vida imposible con alguna indirecta insidiosa, motivos para ello siempre tengo. Pero estaba pensando en los cambios que había experimentado mi vida sexual. Y lo que pensaba me gustaba. Me sentía voluptuosa, soñadora. Y en aquellos sueños Raúl no entraba, así que enmarañarme en una discusión con él me parecía una absoluta pérdida de tiempo.
Me había costado treinta y dos años descubrir que era una exhibicionista. Entendía los motivos por los que hasta aquel momento no me entusiasmaba follar. Me faltaba el componente de peligro, sentir la adrenalina correr por mi cuerpo, unirse a la oleada cálida del orgasmo y, en el momento de mayor tensión, derramarse por todo mi cuerpo, desde el cerebro hasta las ingles. Aunque en ocasiones era justo al revés: una tensión ardiente que se formaba en mi vagina y trepaba por mi cuerpo, se daba un paseo por mis pezones y explotaba en el interior de mi cráneo. Ahora deseaba follar a todas horas, pensaba en qué nueva locura me propondría Pablo, o la que le propondría yo a él. Soñaba con polvos imposibles: me sentía penetrada por Pablo en un rincón de la cúpula de la estatua de Colón, mecida por el ligero vaivén que allí se experimenta, mientras un grupo de turistas japoneses miran absortos el panorama ciudadano a través de su cámara réflex de última tecnología. Soñaba con perderme en un rincón del parque del Laberinto, el peso de Pablo sobre mi cuerpo, mientras un grupo de escolares escoltados por su maestra deambulan por el sendero superior y yo trato con éxito moderado de ahogar un gemido demasiado audible. Siento casi real el roce de la seda de mis bragas en los tobillos mientras Pablo me sodomiza en un rincón del escenario vacío de un teatro que en cuestión de pocos minutos se llenará, el rumor de los pasos de los tramoyistas acercándose provocan que mis gemidos se hagan más sonoros, siento el fuerte deseo de gritar, mientras Pablo acelera sus movimientos en mi interior y me susurra al oído frases sucias.
¡Oh, sí, muy sucias!
Deliciosamente sucias.
¿Y por qué siempre Pablo? ¿Por qué nunca Salvio, el hombre con quien deseaba casarme y formar una familia? Con quien tengo la seguridad de casarme y tener hijos, en realidad. El descubrimiento de mi nueva sexualidad no excluye mi determinación de casarme con Salvio, aunque casi lo excluya a él.
Salvio, un hombre que raramente me ha provocado un pálido orgasmo, ahora lo sé.
¿Por qué no Raúl, el hombre con quien más veces he follado y que nunca ha sido capaz de darme un hijo?
De acuerdo, ya sé que su incapacidad para darme un hijo y mi nueva sexualidad no tienen nada que ver, no soy imbécil. Simplemente que no se lo puedo perdonar.
¿Por qué Pablo?
Estaba sumida en esos pensamientos cuando entró Raúl. Casi sentí ternura por el pobre imbécil. Le ofrecí un té y me miró como si me acabase de descubrir. Si en aquel momento le hubiese contado en lo que estaba pensando, creería que estaba delirando, me tomaría la presión y me recetaría un sedante. Pobre, vulgar y previsible Raúl. Funcional Raúl. Prescindible Raúl.
Al poco rato sonó el móvil de Raúl, por lo poco que pude escuchar la llamada no era para celebrar nada, sonaba a agria discusión de pareja. Raúl pronunció la palabra «impotente», así que quien llamaba sería una mujer. En una conversación entre hombres, esta es una palabra que no se pronuncia sin antes hacer un conjuro cabalístico o una ofrenda sangrienta a alguna deidad salvaje. Necesitan hacerlo así para no sentirse amenazados por la peor de las pesadillas: la pérdida de su virilidad. Y es que todos ellos son muy machos, sin su virilidad son bien poca cosa. Supuse que sería Zuleima, la putilla era demasiado reciente para crearle esa clase de problemas. Aunque no me gustaría confundirles, mi marido es francamente soso en la cama, pero impotente no, conmigo, al menos, no.
Raúl fue a la cocina a prepararse algo para cenar, al poco volvió a sonar su móvil. Me acerqué por allí, no pude distinguir las palabras pero sí el tono: tampoco iba de fiesta.
Mi querido esposo tenía problemas con sus amigas.
Por mí, se podía joder.
Creo que ya he dicho que dormimos en habitaciones separadas pero contiguas. Pensé que no estaría mal masturbarme y dedicarle unos cuantos gemidos apasionados a mi querido marido-en-fase-de-separación. Después de discutir con una o dos de sus amantes tendría las defensas deterioradas, era tentador.
Hacerlo tenía sus ventajas y más de un inconveniente. En cierto sentido lo excitaría lo suficiente para no permitirle conciliar con rapidez un sueño profundo. Quizás no pudiera dormir hasta que se masturbase él también. Bastante gratificante, si lo pensaba bien. Sin embargo, también podía hacerle pensar que Salvio no me cuidaba lo suficiente. Y de Pablo no quería hablarle.
En otro sentido, una señora jamás le muestra a su marido que ella hace esas cosas, quienes se pasan la vida agarrados a su polla son ellos, nosotras sabemos comportarnos. Y si quieren imaginarlo es su problema, no el nuestro.
Mientras me entretenía con esos agradables pensamientos, lo escuché roncar.
Raúl y su falta de sensibilidad.