Raúl parecía estar agotado, o quizás yo no supe transmitirle la importancia de lo que acababa de descubrir. Me dijo que no vendría a casa aquella noche, ni quiso que se lo contase por teléfono, me pidió que fuera a su consulta al día siguiente para contárselo.
La cuestión es que cuando llegué a casa después de la rueda de reconocimiento, cogí las fotografías que nos llevamos de casa del pobre Fredo —un sentimiento de compasión mal entendido aún me hacía pensar en el gordo cabrón como «el pobre Fredo»— y me puse a estudiarlas. Trataba de entender algo de lo sucedido aquel día y pensé que si lo hacía mientras tenía en mis manos un elemento que formase parte del lío, quizás algo se aclarase. Y sucedió.
Verán: me había preparado un té de jazmín y unos palitos de menta recubiertos de chocolate buenísimos que compro en la pastelería de la esquina —en realidad los compro muy pocas veces para ocasiones especiales, y cuando lo hago ni me atrevo a leer en la caja el contenido calórico, si lo hiciese no me los comería—, me había recostado en el sofá del salón con los pies sobre la mesilla revistero y, como les decía, tenía en mis manos las fotografías del gordo cabrón. Ya iba por el segundo palito de menta recubierto de chocolate —si tratar de desentrañar un misterio que te puede llevar a la cárcel no es una ocasión especial, ya me dirán—, cuando de pronto lo descubrí.
Casi se me cae la taza con el té al suelo.
En el dorso de las fotografías, Fredo anotaba una especie de datos que componían una ficha. No sé exactamente cómo lo hacía, ni siquiera lo que significaba cada anotación. Creo que las medidas corporales de la chica en cuestión formaban parte de la ficha, porque conozco mis medidas y coinciden con la anotación de Fredo en mi fotografía. Pero no es a mi fotografía a la que me refiero. En las dos fotografías pornográficas que me llevé, entre una serie de anotaciones había una que coincidía en ambas, era un número de teléfono. Las chicas eran distintas y los hombres que aparecían con ellas también, así que no podía ser el teléfono de los protagonistas.
Al principio me excité mucho porque pensé que había descubierto algo importante, luego comprendí que, por importante que fuera, si no sabía de qué se trataba, no me serviría. Y me calmé un tanto.
Estuve un buen rato con las fotografías en la mano, dudando qué hacer con ellas. Finalmente decidí llamar. Salí a la calle para hacerlo. En mi casa, por una cuestión de economía, no tengo teléfono fijo, y pensé que si llamaba desde mi móvil tendrían una pista para llegar hasta mí, y si lo hacía desde una cabina no tendrían nada. Podía ser una precaución banal, pero preferí tomarla. En aquel asunto, con dos muertos era suficiente. Y sobre todo me preocupaba la idea de que el tercero fuese yo.
Llamé a aquel número y me respondió un contestador: «Acabas de llamar a Sueños Húmedos Art Productions», me dijo la voz de una chica que parecía más propensa a suspirar que a hablar.
Así que aquel número pertenecía a Sueños Húmedos Art Productions. Las dos palabras inglesas después de «Sueños Húmedos» se daban de patadas, pensé que sonaba tan mal como «Metro Goldwyn Tetas» o «Paramount Polvos», por decir algo. Pero de lo que no cabía ninguna duda era que el número pertenecía a una productora de películas pornográficas, con toda probabilidad la que filmó las escenas a que hacían referencia las fotos del archivo de Fredo.
Y eso era lo que quería contarle a Raúl. Se me había ocurrido que podríamos investigar por nuestra cuenta, y cuando descubriéramos algo interesante se lo contaríamos a la policía de forma que nosotros quedáramos libres de toda sospecha.
Me parecía un plan genial, francamente. Y no tenía la menor duda de que Raúl coincidiría conmigo. Una de las cosas que me gustan de Raúl es que es un hombre aventurero. Además, yo le gusto.