SALVIO

Cuando les pregunté a los otros: «¿Alguien me puede decir qué cojones pasa aquí?», fue una pregunta retórica, una manera como otra de expresar mi descontento, que, dicho sea de paso, estaba firmemente convencido de que era culpa de ellos.

¿Que por qué era culpa de ellos?

Si ellos no existieran, yo no estaría metido en aquel lío.

¿No queda claro?

Si yo no me estuviese beneficiando a Marta, no hubiese ido a aquella fiesta de mierda y no conocería a Raúl, gracias a Dios. Y hasta es posible que, conociéndolo en otras circunstancias, un día me ligase a Susana. Habría leído la noticia de la muerte de aquella chica en los periódicos y hubiese pensado que hay mucho chalado suelto por el mundo. Y ni siquiera se me ocurriría pensar en el lío en que estarían metidos los asistentes de la fiesta. Los problemas de los demás son simples anécdotas.

Pero así es el mundo, alguien tiene que hacer de gilipollas.

Por ejemplo yo.

Marta me había contado que se habían cargado a un tío gordo que estaba liado, de una u otra manera, en aquel asunto. Al parecer, se lo habían cargado de la misma manera que a la chica. Si a ello le añadimos la manía que nos tenía el loco del comisario, no era extraño que quisiera cargarnos el muerto, aunque tal vez solo pensaba que de alguna misteriosa manera teníamos la clave del asunto. Una locura que en algún momento yo también había sospechado.

Fuera como fuese, la relación con Marta había trasladado el caos que era mi vida de un escenario conocido y en el que me movía con comodidad, a otro que me resultaba, como mínimo, falto de todo confort y necesidad.

Y, sin apartarme de un punto de vista objetivo, era peligroso.

¡Coño! Mataban a la gente.

Y por si no fuera suficiente, estaba a punto de caerme encima una puta acusación de asesinato.

¿Alguien da más por el mismo dinero?

Marta me hacía convivir con una versión de mí mismo que no me gustaba en absoluto. Aquello no era para lo que me habían educado papá y mamá. Yo me largaba y en paz. Claro que ahora, largarse quizás ya no fuese tan sencillo, estaba lo del loco de los refranes. Aquel fulano me daba miedo, el día que lo conocí en la fiesta empleé el truco que empleo habitualmente con un nuevo cliente, lo miré a los ojos, tratando de ver quién vivía allí dentro, y lo que vi me asustó. Aquel tipo era una casa de huéspedes. Si el mundo fuese justo, habría que fusilarlo a diario, pero reconozcámoslo, nadie es perfecto, hay gente que no sabe silbar o tiene caspa, cada uno con lo suyo. Con que dejara de intentar colgarme aquel par de asesinatos, hasta podríamos ser amigos. Yo le diría: «Perro ladrador, poco mordedor»; y él respondería: «Depende, la experiencia me dice que hay perros que se organizan perfectamente para ladrar primero y luego morder».

Cosas así, nos lo pasaríamos de puta madre.

La otra noche, cuando hablé con Marta por teléfono, me dijo que mi problema era no ser capaz de integrar en mi mente la idea de que ella y yo formábamos una pareja con un porvenir común.

Una frase cojonuda, me gustó, estaba muy bien construida.

El único problema es que estábamos hablando de mí.

Más o menos quería decir que un hombre joven, sano y bien situado, sin el deseo natural y el buen sentido de formar una familia, es como un par de zapatos sin nadie dentro. No tiene ninguna utilidad.

Les recuerdo que estamos hablando de mí.

Así piensa Marta, la mujer a quien me estoy beneficiando.

Acojonante, ¿verdad?

Por alguna razón que no acabo de entender, no aproveché la ocasión para decirle que tenía razón, que era incapaz de integrar en mi mente la idea de una vida en común con ella.

Altamente preocupante, mi reacción de mierda.

Lo que tenía que hacer era encontrar otra Marta. Alguien que no tuviese la extravagante idea de que necesitaba un marido y niños para ser feliz.

Se lo diría en la primera ocasión que tuviera, tal vez en una de esas conversaciones sinceras después de un buen polvo.