MARTA

Aquel martes por la mañana, la empresa era un mundo de rumores y, evidentemente, todos giraban alrededor de la ausencia de Pablo. Todo el mundo parecía estar enterado de que estaba retenido en la comisaría como sospechoso del asesinato de aquella chica. En realidad, yo solo lo había comentado con Ana, su secretaria, y con Noelia, mi secretaria.

En este caso, «solo» es un eufemismo, ya sabía que si ellas lo sabían, en poco tiempo lo sabría toda la empresa, pero no pude evitar demostrar que mi nivel de integración en las alturas de la empresa es la que es.

A lo largo del lunes había esperado inútilmente la llamada de Salvio, estuve a punto de llamarlo en un par de ocasiones, pero no lo hice. Raúl no vino a dormir, al parecer le había dado fuerte con la putilla.

Al salir de casa, camino del trabajo, me miré en el espejo. Me sentí tan sexy y deseable como de costumbre. Me prometí arreglar cuentas con aquel par de impresentables lo más pronto posible.

Al poco de llegar al trabajo, se produjo un revuelo en la empresa. Noelia, toda ella un aspaviento, entró para decirme que Pablo hacía diez minutos que había llegado y estaba en su despacho. Busqué a Ana para que me informase de las circunstancias en que se había producido la liberación de nuestro jefe.

Ana estaba en el cuarto de la fotocopiadora grande; en cuanto entré, cerró la puerta y me contó lo que Pablo le había comentado a su regreso.

Al parecer, una persona relacionada con el caso había sido asesinada en su casa, la habían matado exactamente igual a como lo habían hecho con la chica. Y había sucedido mientras Pablo estaba encerrado y lo estaban interrogando, así que una acusación contra él difícilmente podía sostenerse.

Lo habían soltado corriendo para evitar que su abogado entrase en la comisaría como un elefante en un almacén de porcelana. No sabía quién era el abogado de Pablo, pero con seguridad era un tipo que sabía lo que se llevaba entre manos.

Al cabo de cuarenta minutos decidí ir a ver a Pablo, la curiosidad me estaba matando, estaba excitada y con tendencia a distraerme, así que me dirigí a su despacho. Ana no estaba en su mesa y entré sin llamar. El despacho de Pablo es un espacio que tiene más o menos la mitad de la extensión de la provincia de Guadalajara. Una de las paredes es un cristal sin marco que se asoma a la ciudad, desde allí se ve el Mediterráneo a lo lejos y un mar de antenas de televisión. Al fondo, una pequeña puerta conduce a un baño privado del que en aquel momento salía un rumor de agua corriendo. Me acerqué a la puerta, que estaba abierta, y vi a Pablo; estaba desnudo, a excepción de una toalla ceñida a la cintura, parado frente al espejo afeitándose con una maquinilla eléctrica. Me vio antes de que pudiera retirarme y no pareció sorprenderse. Me sonrió con una cierta tristeza que me hizo sentir ternura y vergüenza, creo que yo también le sonreí.

—Hola, Marta, necesito algo.

—¿Quieres que busque a Ana?

—No, hazlo tú misma, ¿sabes dónde está el whisky?

Asentí con la cabeza sin decir palabra.

—Anda, sé buena chica y prepárame un trago, estoy algo nervioso y me irá bien.

Le preparé un whisky, con dos cubitos de hielo, como Ana me había contado que le gustaba tomarlo, y con él en la mano me dirigí hacia el cuarto de aseo. El rumor de agua había cesado y me pasó algo que aún ahora considero extraordinario: pensé que así sería más fácil que alguien nos escuchase si follábamos. Una idea loca que hizo que mi sexo se humedeciese.

Cuando le tendí el vaso, alguien habló con mi voz y preguntó:

—¿Quieres que cierre la puerta? —Tenía unas ganas locas de salir corriendo para prepararme un whisky y tomármelo de un trago.

—No, déjala abierta.

Pablo me cogió el whisky de las manos. Recuerdo que el roce de su mano me provocó un estremecimiento que seguro que él notó. Me quedé quieta mirando embobada cómo él sorbía lentamente de su vaso. Luego lo dejó sobre el lavamanos, sonrió, se acercó sin dejar de sonreír y se arrodilló frente a mí. Yo aquel día llevaba una falda blanca, amplia, Pablo introdujo sus manos debajo de la falda, y las mantuvo unos instantes quietas a la altura de mis rodillas, sin mirarme, como si no fuera consciente de lo que estaba haciendo. Yo sí era perfectamente consciente de lo que estaba a punto de suceder, pero no era capaz de reaccionar.

Al cabo de unos inacabables segundos subió sus manos lentamente por mis muslos, al llegar a mi cintura se paró y me miró. Cerré los ojos y tragué saliva ruidosamente. Lo curioso de este momento es que sentí vergüenza por el ruido que había hecho mi garganta, las manos de Pablo bajando hacia mis nalgas ya me parecía lo más natural del mundo. Sentí cómo la humedad corría muslos abajo, supongo que él también tuvo que notarlo porque su boca se apretó contra mi sexo, me mordisqueó con suavidad unos instantes, luego me bajó las bragas hasta los pies. Mientras lo hacía, alargué la mano, tomé el whisky, me llevé el vaso a los labios y bebí un trago. Pablo, sin quitarme la falda, hundió la cabeza entre mis piernas, introdujo la lengua en mi sexo y sorbió al tiempo que la movía.

Me corrí. ¡Dios, cómo me corrí! Estuvo así un rato, pensé que si entraba Ana me moriría de vergüenza.

Y ella de envidia.

Y no paraba de encadenar orgasmos. Me da un poco de vergüenza decirlo, pero esa es la verdad, no solo encadenaba orgasmos, me corría. A cada estremecimiento de placer, un pequeño chorro de líquido mojaba mis muslos.

Pensé que aquello no podía pasarme a mí. Pero era yo quien no paraba de correrse.

Y deseaba que aquello que no podía estar sucediendo no parase jamás.

Ana no entró, pero quizás me escuchó gritar. Pablo me dijo que había gritado. No sé si es cierto, en un par de ocasiones en que me miré en el espejo frente al que Pablo se había estado afeitando, recuerdo que tenía la boca entreabierta y mirada de loca.

Tal vez sí que había gritado.