Raúl se mostró comprensivo y encantador cuando le conté las razones por las que no quería ir a la policía, pero estaba muy asustado. Yo también lo estaba, no es una cuestión baladí toparme con un cadáver en cada ocasión que entraba en un baño ajeno.
Debatimos razonablemente acerca de la conveniencia de ir o no ir a la policía.
Las razones de Raúl tenían su peso, sin embargo, solo de pensar en exponerme a la malevolencia del inspector Colomer, me asustaba mucho. Y en este punto me mostré sumamente egoísta, preferí situarme en un punto en el que el miedo de Raúl prevaleciera sobre el mío. Le sugerí que fuésemos a la cama.
Como estábamos muy cansados, no puso inconvenientes.
En la cama me abracé a Raúl, no sé si para tranquilizarme o para que se tranquilizase él. Supongo que la mejor forma de tranquilizarnos los dos sería echar un buen polvo, pero no estaba de humor para efusiones amorosas, con dejar de lado la cuestión de la policía ya me conformaba.
Al cabo de un buen rato me levanté para tomar un somnífero y me dormí. Soñé que tenía una prueba en un teatro medieval. El escenario era un pasillo largo y estrecho lleno de ventanas con cristales emplomados, al fondo había un diván recubierto con una tela de color púrpura. Una voz que salía de alguna de las ventanas de cristales emplomados, no fui capaz de saber cuál de ellas era, por mucho que me esforcé, me pidió que me desnudara y me tendiera en el diván.
Cuando lo hice, la tela de color púrpura me envolvió, tenía la misma textura y calidez de la carne humana. La voz que me había ordenado que me tendiese desnuda me preguntó si me gustaba aquella sensación. Le dije que no mucho, que me resultaba extraña y que yo lo que quería era actuar. La voz dejó escapar una risita meliflua y supe, sin la menor duda, quién me hablaba: era Fredo.
Entonces la tela comenzó a moverse y ondularse sobre mi cuerpo, y ya no sabía si quería o no continuar en aquel diván. Y ya no soy capaz de recordar nada más. Me desperté agitada, y de nuevo pensé que un buen polvo sería adecuado para calmar los nervios, pero Raúl roncaba desagradablemente y dejé de pensar en ello.
Me levanté, tomé un segundo somnífero y al cabo de un rato me dormí otra vez. Ya no hubo diván, ni cualquier otra cosa que me recordase a Fredo.
Me desperté tarde, tanteé la cama con la mano, estaba vacía, y las sábanas, frías. No era una sensación desconocida, pero en esta ocasión despertó en mí una cierta tristeza. Miré el reloj, eran las diez de la mañana, Raúl debía de haberse marchado hacía rato y, por mucho que miré, no encontré ninguna nota suya. Mientras me duchaba, con el agua cegándome, pensé en lo que haría aquella mañana. En circunstancias normales telefonearía a Fredo por si había alguna novedad. Pero las circunstancias no eran normales, especialmente si pensaba en Fredo.
Me dejé resbalar hasta el suelo de la bañera, tapando el desagüe, y permití que el agua formase un pequeño charco que iba creciendo; luego crucé los brazos sobre mi pecho, me abracé e imprimí un ligero movimiento de vaivén, acunándome.
No sirvió de nada.