Cuando me largué de aquel puto bar, dejándolos allí tramando estupideces, tenía la firme intención de no volver a ver a Marta nunca más. Le telefonearía y le diría que lo mejor era darnos un tiempo para pensar con calma nuestra relación. Aunque estaba lo del cadáver de aquella chica y el estado excepcional en que nos encontrábamos todos y me obligaba a convivir con su marido, algo que me sacaba de quicio. No, no era que le tuviese miedo a Raúl, quien, dicho sea de paso, me parecía un tipo sumamente civilizado, era que aquella situación confería a mi relación con Marta un estatus de oficialidad poco confortable, le quitaba el carácter provisorio que en realidad yo le concedía.
Luego estaba lo de la chica muerta, el policía loco y su insistencia en involucrarnos como grupo.
Me desgajaba del grupo y allá ellos, con el policía ya me arreglaría, en cuanto me viese como individuo dejaría de considerarme sospechoso. Yo no tenía nada que ver ni con el cadáver ni con la fiesta maldita. Yo me follaba a Marta.
Punto.
Pero cuidado, follarse a Marta no era algo para despreciar. Especialmente teniendo en cuenta que había aceptado un acuerdo tácito con ella en el sentido de que la nuestra era una relación monógama. Y por mi parte estaba cumpliendo, quiero pensar que también ella cumplía. Si buscaba una relación sin romper la que tenía con Marta, me sentiría mal, soy así de estúpido. Y si rompía con Marta y se cumplía aquello de que cuanto más lo necesitas, menos follas, y que cuanto menos follas, menos posibilidades tienes de encontrar con quién hacerlo, me sentiría mal por otros motivos y estúpido con total justificación.
Cuando decides no casarte para tener total libertad para relacionarte con quien quieras sin necesidad de sentirte atado, ni verte acosado por sentimientos de culpabilidad, no piensas que tendrás relaciones monógamas.
No creo necesario volver a los hierbajos y la higuera, ¿verdad?
Pues con Marta lo estaba haciendo. Era la negación del pragmatismo. Para eso, te casas, y si en alguna ocasión cometes adulterio, tomas un par de copas para mitigar los sentimientos de culpa, un Valium si la cosa se pone difícil, y haces acto de contrición.
Sin olvidar ensayar delante del espejo expresiones de dignidad ofendida mientras exclamas: «¿Yoooo?».
O sea que, siguiendo esta línea de pensamiento, iba camino de convertirme en el señor Marta.
Pero yo no quería convertirme en el señor Marta.
Un problema, lo mirase por donde lo mirase.
Antes de irme a dormir tuve el teléfono en la mano en tres ocasiones para llamar a Marta. En las tres colgué antes de marcar el último número.
El problema estribaba en no saber con exactitud lo que quería decirle.
En realidad no sabía cómo expresarle mi nulo entusiasmo en convertirme en el señor Marta.
También influía la seguridad de que, a Marta, saberlo no le iba a hacer ninguna ilusión.
Marta tiene un lado salvaje que puede resultar sumamente desagradable. Y a mí me horrorizan los problemas de parejas y las escenas desagradables.
Para eso, ella ya tenía a Raúl. Estaban bendecidos por la Iglesia, un banquete de bodas y un montón de invitados gritando medio ebrios «que se besen, que se besen».
Eso da para mucho, aunque no se lo crean.
Y la luna de miel ni les cuento.