Estuve todo el día tratando de ubicar a Salvio, daba la impresión de habérselo tragado la tierra. En cuanto llegué a casa miré en el contestador automático. En ocasiones, cuando ha habido algún pequeño problema entre nosotros, acostumbra a dejarme un mensaje en el contestador del teléfono fijo en lugar de llamarme directamente al móvil y hablar conmigo.
Parece mentira lo cobardes que son los hombres, en ocasiones.
En el contestador no había ningún mensaje de Salvio.
Decidí no llamarlo, ya ajustaríamos cuentas.
No creía que tardase mucho, Salvio, como tantos hombres, es un tipo seguro de sí mismo hasta que la testosterona aprieta. Las mujeres esperamos mejor.
Alguna ventaja hemos de tener.
En ocasiones pienso en Salvio desde un punto de vista inverso. Me explico: no es excesivamente guapo ni excesivamente inteligente, pero es bien parecido y no es tonto. No es un hombre rico ni creo que lo llegue a ser alguna vez, pero nunca tendrá problemas de dinero, sabe buscarse la vida. No es un hombre capaz de volver loca a una mujer desde un punto de vista sexual, sin embargo resulta interesante y no es excesivamente exigente en materia de sexo, se le puede complacer sin demasiado esfuerzo. No le creo capaz de plantarme cara descaradamente, sabe que no tiene nada que hacer, sin embargo en un momento determinado puede sacar el genio y convertirse en un enemigo estimulante para una chica. No es muy sincero ni fiable como compañero, sin embargo es perfectamente previsible.
Resumiendo: no es el príncipe azul, pero puede resultar un marido realmente aceptable.
Eran cerca de las once y media cuando llamó Raúl. Le solté un «¡qué!» al teléfono que me hizo sentir como Sheena, la reina de la selva. Sí, es cierto, nos estábamos separando, si quería quedarse a dormir con la putilla o con quien demonios estuviese, podía hacerlo. En ocasiones hay que ser capaz de entender las circunstancias en las que vives, y si tu aún marido te llama para decirte que llegará tarde y que no debes preocuparte, lo aceptas y en paz. Pero cuando me dijo que no vendría a dormir aquella noche, le grité:
—¡Y a mí qué coño me cuentas!
Y colgué de golpe.
Me hubiese gustado que me llamase de nuevo para recriminármelo, Sheena, la reina de la selva, buscaba pelea.
El timbre del teléfono sonó a los diez minutos y descolgué convencida de que era Salvio. Resultó ser un tipo que quería saber qué ropa me había puesto para dormir.
Era justo lo que Sheena necesitaba para no tener que recurrir aquella noche a la pastilla de dormir: un imbécil a quien poder contarle lo que opinaba del género masculino, en general, y de los que llamaban a desconocidas para soltarles guarradas, en particular.
No apostaría a que aquella noche le quedasen ganas de hacer más llamadas.