Hicimos el viaje en silencio. Al llegar a mi casa, Raúl telefoneó a Marta para decirle que no iría a dormir. Ya me estaba molestando tanta atención para con Marta y estuve a punto de decirle que era mejor que fuese a dormir a su casa. Pero no era verdad, no era lo que deseaba, aquella noche necesitaba compañía. Me hubiese conformado con el Conde Drácula. Y Raúl era mucha mejor opción. Además temía que tendría que darle largas explicaciones si quería que continuase ayudándome, así que mejor dárselas cómodamente tendidos en la cama.
En aquel momento no tenía que pensar demasiado para saber por qué había acudido a aquella maldita fiesta. El hijo de puta de Fredo, a quien Dios tuviese en la peor de las compañías, dijo que quería presentarme a «gente interesante». O sea, iba a vender el producto, con la particularidad que el producto era yo, y ni siquiera lo sabía.
¿Cómo se las arreglaba el mariconazo de Fredo para empujar a las chicas a la prostitución? Debía de tener su método y le funcionaba. Ese era su negocio real. Y el porno. A mí me vio más aptitudes para puta que para actriz porno. No sabía si eso era para estar contenta o para volver a casa de Fredo y patear su cadáver de grandísimo mamón. Y además, calvo, el gordo seboso.
Si existía justicia en el mundo, estaría limpiando letrinas en el infierno, no en el paraíso de los homosexuales, donde él querría estar, rodeado de jóvenes culturistas en tanga sirviéndole exóticos licores color malva.
«En fase de lanzamiento», decía la anotación en mi expediente. De lanzamiento de puta más o menos de lujo.
¡La madre que lo parió!
La pregunta que acababa de cerrar el círculo era: ¿por qué no se presentó él en la fiesta? Ahora, la explicación que estaba con alguno de sus ligues no me acababa de cuadrar. Probablemente, si fuera capaz de responder a esa pregunta, tendría la clave de la muerte de aquella chica. Y, por supuesto, no estaría mal saber la razón de la presencia de la chica. Algo no programado debió de suceder, no creo que pensase que me prostituiría sola en aquella fiesta. Y además que le daría a él las ganancias. En fin, en alguna ocasión he tenido que ponerme algo cariñosa con alguien que me prometía un buen papel de actriz —o simplemente un papel—, eso es algo que hacemos todas, y si alguna le dice que no, cuéntele que está preparando el casting de una obra de teatro, aunque sea experimental, y verá con la rapidez que mira con cariño a su bragueta, pero aparte de alguna de esas situaciones colaterales mi comportamiento en materia sexual es intachable, solo hago el amor a quien creo que me ayudará a ser feliz.
O sea que, técnicamente, yo nunca me he prostituido.
Aunque siguiendo el hilo de mi descubrimiento, se me planteaba una nueva pregunta: ¿cómo llegaba el dinero a las manos de Fredo? Yo no lo veía reclamando el dinero del servicio a las chicas, demasiado blando, su ganancia debía de estar en otro lado, probablemente el dinero venía del afortunado que se llevaba a la chica a la cama. Por supuesto, eso era, el dinero venía del tipo que se beneficiaba a la chica y más tarde Fredo se repartía con ella las ganancias. Probablemente, la primera vez, ella ni siquiera sabía que se estaba prostituyendo, se enteraba al recibir de Fredo un buen fajo de billetes.
Y un buen fajo de billetes no le vienen mal a nadie, la chica piensa: «Me he tirado a ese fulano pensando que me iba a servir para mi carrera y, al parecer, no es cierto; por un lado, mi dignidad me dice que le arroje el dinero a la cara al gordo de mierda, pero, bien mirado, el dinero lo necesito y, aunque sea sin proponérmelo, lo he ganado».
Y la chica coge el dinero. Y…
¿Cómo dice el dicho?
«Puta una vez, puta para toda la vida».
Bueno, no tiene por qué ser cierto, pero más de una pica, seguro. Tal vez no lo haga cada día, ni siquiera cada semana, solo cuando lo necesita de forma perentoria.
O para comprarse un abrigo nuevo.
Al fin y al cabo, para según quién, comprarse un abrigo puede ser una necesidad perentoria.
Cada uno tiene sus necesidades.
Y para cada cual son distintas.
Y la chica muerta… trabajaba para Fredo, según todos los indicios. ¿Puta?, ¿actriz porno?, ¿ambas cosas?, ¿se puede ser ambas cosas? Demasiado cansado, supongo; pasar de aguantar a un frustrado medio impotente a soportar a un superdotado, probablemente moña, debe de ser agotador. Y además, que te filmen mientras finges que enloqueces de placer no es lo mismo que una pequeña y digna actuación a solas con un tipo soso. Y todo el equipo de filmación allí, haciendo cachondeo mientras sueltas suspiros.
«¡Aaaaaahhhh, oooooooooh. No pares, amor, no pares!».
Toda esa mierda.
Lo mataría, ¡joder!, mataría al gordo cabrón, si fuese posible. Y por si fuera poco, siempre en plan paternal.
Papá Fredo. ¡Dios, qué rabia!
Las siguientes preguntas eran: ¿por qué se habían cargado a Fredo y quién lo había hecho? Bueno, la segunda era fácil de responder: el mismo que se había cargado a la chica, alguien con una habilidad especial para manejar un cuchillo de hoja afilada. El «por qué» tenía que ver con la razón por la cual Fredo no se presentó a la fiesta.
Le conté todo esto a Raúl.
Por cierto, Raúl estaba muy asustado. Más que yo, diría. Y yo lo estaba mucho. Claro que a mí el cabreo me ocupaba una buena parte de mi capacidad mental. En aquel momento me vino a la mente una frase que había leído alguna vez en algún sitio, «capacidad cognitiva», lo llamaba aquel tipo a la habilidad para pensar qué ibas a hacer para cenar al mismo tiempo que evitabas clavarte el canto de la mesa en la rodilla.
A la mierda la capacidad cognitiva.
Raúl quería llamar a la policía, llamarla inmediatamente.
Yo no quería llamar a la policía. No inmediatamente. Probablemente nunca. A aquel policía loco, lo único que le faltaba era saber lo que yo sabía en aquel momento. A ver quién lo convencía de que yo estaba limpia.
En las películas lo decían así: «estar limpio». Una estupidez como otra cualquiera, para estar limpio lo único que hace falta es ducharse. Y te puedes duchar después de acabar de cargarte a alguien, ¿no es cierto?
Y hablando de ducharse, no me acordé de pasar por el aseo hasta que le acabé de contar todo esto a Raúl. No sé cómo pude aguantar tanto tiempo sin mear. Cuando encontré a Fredo, aunque sería mejor decir «lo que quedaba de Fredo», solo pude quedarme horrorizada unos pocos segundos y salir a refugiarme en Raúl. Aunque no grité como hice al encontrar a la chica aquella de la fiesta. Hasta para encontrar gente recién asesinada resulta útil la práctica. Salir aullando no resulta muy digno, que digamos, ni siquiera con un cadáver como excusa.
Así que, por fin, entré en mi aseo. Afortunadamente, allí no había ningún cadáver.
Pero si Raúl hacía alguna de sus cofias o mencionaba la idea de ir a la policía, lo habría.
Lo que no hice fue contarle a Raúl que tenía en mi poder una agenda que había encontrado en el escondrijo que usaba Fredo para guardar lo que fuera que guardaba allí. Lo descubrí en una ocasión en la que me encontré la puerta abierta y entré sin llamar. Al llegar al despacho de Fredo lo encontré tratando de encajar su gordo culo entre la mesa y el suelo. Tenía levantada la punta de una alfombra mugrienta sobre la que se apoya la mesa y me pareció ver que acababa de cubrir un hueco. Al entrar yo, simplemente dejó caer la punta de la alfombra. Dijo que se le había caído una moneda en el suelo. Yo miré y no vi ninguna moneda.
—Déjalo estar —dijo Fredo—, no merece la pena, ayúdame a levantarme.
No me pregunten la razón por la que no se lo conté a Raúl en aquel momento.
Tampoco me pregunten por qué la cogí.
A la agenda, me refiero.