Cuando llegué a casa de Susana, sentía más deseos de meterme en la cama con ella, después de desnudarla sin prisas, que de ir a casa de Fredo, donde en realidad no se me había perdido nada.
Cuando dije que iríamos a que nos contara un par de cosas, debía de estar imbuido del espíritu de Humphrey Bogart, pero esas cosas, en cuanto las has dicho parece que ya han cumplido su misión y te puedes dedicar a otra cosa. Compruebas que te has equivocado cuando la persona a quien se lo has dicho te está esperando vestida y con el bolso en la mano. También te das cuenta de que eres un perfecto bocazas.
Tarde, pero te das cuenta.
Así que fuimos a casa de Fredo, el gordo maricón que me había abierto la puerta en casa de Susana.
Fredo vivía en el borde de la ciudad, en una casa baja que hacía frontera con la nada. Una zona que a determinadas gentes les resultaba confortable, ya que allí era relativamente sencillo desaparecer del censo, y si había suerte, hasta de los ficheros policiales. El mar estaba cerca y no tardaría en convertirse en una zona de lujo, pero mientras eso no sucedía, el lujo, para sus habitantes, era vivir allí. Alguien me había contado que en muchos pisos de aquel barrio, los armarios en los que un tabique separaba un piso del vecino, un agujero disimulado por la ropa o cualquier otra cosa, permitía pasar de un piso al otro en caso de necesitar huir ante la presencia de la policía. Por aquellas calles pululaba gente que por un rato de ocio entienden el espacio de tiempo que transcurre entre una pelea y otra, o entre el tirón, desde una moto en marcha, a un bolso y el atraco a un supermercado.
El taxista, cuando le dimos la dirección, nos observó dudoso. Finalmente decidió que no éramos tan peligrosos como el barrio al que le pedíamos que nos llevara. En cuanto nos apeamos frente a la casa de Fredo, salió rechinando ruedas y con la luz de libre apagada.
—¿Cómo coño se puede tener una agencia de representación de artistas en este puto barrio? —le pregunté a Susana, quien se limitó a suspirar y mover la cabeza con desconsuelo.
Eran las diez de la noche, yo había pasado a recoger a Susana a las nueve y habíamos empleado diez minutos en decidir si visitábamos a Fredo antes o después, y otros veinte en besarnos y acariciarnos sentados en el sillón. Fue entonces cuando decidimos que sería antes de follar, ya que si era después nos costaría levantarnos de la cama.
La puerta de la casa de Fredo estaba solo aparentemente cerrada, ya que al empujarla se abrió sin ofrecer resistencia. Antes de empujar la puerta, habíamos hecho gala de nuestra educación y llamamos al timbre, pero nadie acudió a abrir la puerta.
A mí el detalle no me gustó. Para un médico aficionado a las películas policíacas, una puerta abierta a aquellas horas de la noche era tan indicativo de problemas como un análisis de sangre con un marcador tumoral disparado. Aquello olía a segregaciones corporales estancadas en el suelo con tu enfermera de vacaciones.
Se lo dije a Susana y me respondió que no me preocupase, que Fredo era un tipo muy despistado y que en aquel barrio lo único que tenía eran amigos, que hacía un montón de tiempo que vivía allí y todo el mundo lo conocía. Por cierto, el timbre era un horror, al pulsar un mando dorado orlado de arabescos sonaban las notas de una versión electrónica de «La Violetera».
Acabé de empujar la puerta y entramos. La luz encendida de una estancia al final del pasillo, que Susana afirmó que era el despacho de Fredo, nos guio al interior. El pasillo era corto, con una sola puerta en la parte central.
—El aseo —murmuró Susana, señalando la puerta. Luego dijo, levantando la voz—: ¿Fredo?
No contestó nadie, y avanzamos por el pasillo. Susana me apretaba fuertemente la mano, y ese contacto parecía darle fuerzas para seguir avanzando.
Yo hubiese preferido un vaso de whisky en la mano izquierda y un lanzallamas en la derecha, para sentirme tranquilo.
Si tenía suerte, Fredo me invitaría a un trago, lo del lanzallamas lo veía más complicado.
El despacho de Fredo desprendía el olor característico del oxígeno demasiado tiempo estancado. Unas motas de polvo danzaban en el aire como escondiéndose de la luz que emitía un fluorescente situado sobre la mesa de vidrio y patas metálicas. Las patas tenían el cromado deteriorado en alguna zona y daban al conjunto un aspecto miserable. Unos cajones metálicos movibles situados a los lados de las patas metálicas completaban lo que parecía el puesto de trabajo de Fredo.
—Esto huele a muerto —dije.
—Calla, hombre, ¡qué va a oler a muerto! ¿Fredo? —repitió Susana, esta vez casi gritando.
—En las películas, en una situación como esta, el dueño de la casa siempre aparece muerto, normalmente sentado en su sillón o en el armario ropero.
Cuando lo dije, creo que me estaba burlando de mi propio miedo, pero me temblaba la voz.
—Pues aquí no hay nadie… y haz el favor de callar, Fredo habrá salido a cenar, o con uno de sus ligues. Simplemente se ha olvidado de apagar la luz.
—Y de cerrar la puerta —añadí.
—De acuerdo, también se ha olvidado de cerrar la puerta, ya te he dicho que es un hombre sumamente despistado. Y haz el favor de no hacer esta clase de bromas, me estoy asustando.
Sonreí burlonamente, más que nada para que no se notase que yo también estaba asustado. Y mucho.
En la calle se escuchó el gruñido de un motor al que alguien estaba forzando en exceso y los gritos de un par de personas que parecían discutir la propiedad de algo. Me asomé a la ventana tratando de ver si lo que sucedía nos concernía. La ventana daba a un solar oscuro y con aspecto de no estar habitado.
Cada vez estaba más asustado y hubiese agradecido la presencia del gordo agente de Susana o de cualquier otra compañía bienintencionada. En el exterior, la oscuridad se había tragado las zonas menos iluminadas de la calle y amenazaba al alumbrado público. No pude ver al causante del ruido que me había sobresaltado. De cualquier manera, fuera quien fuese, se había callado.
Al apartarme de la ventana vi que los cajones de la mesa de Fredo estaban abiertos y su contenido parecía haber sido revisado con urgencia y poco cuidado. Susana se había acercado y miraba los cajones con las manos cruzadas detrás de la espalda.
—¿Qué miras? —le dije.
—No lo sé, pero estos cajones están siempre cerrados con llave.
—¿Están forzados?
—No lo parece.
—Entonces los habrá dejado abiertos el mismo Fredo. Si es tan despistado, es posible, ¿no?
—Claro. —La voz de Susana transmitía la sensación de que lo único claro era lo confusa que estaba.
Al fondo de la estancia, una puerta de hoja de persiana permanecía cerrada, aunque en su interior, a través de las láminas, se distinguía luz. Miré la puerta y se la señalé a Susana con un movimiento de cabeza. Cada vez me costaba más hablar, a mí se me dan mejor los bacilos que los misterios.
—Es el archivo, siempre está cerrado, Fredo es muy cuidadoso con sus documentos. Yo nunca he entrado ahí. —Susana había bajado la voz hasta convertirla casi en un susurro.
¿Qué había dicho yo de los muertos y los armarios? Un archivo no deja de ser un armario, ¿no? Nos acercamos y traté de abrir la puerta, que se me vino encima. Alguien la había arrancado de sus goznes y luego simplemente la había empujado hasta encajarla, de forma que parecía estar en perfecto estado.
Uno de nosotros soltó un grito sofocado, pero juro que no soy capaz de decir quién lo hizo.
Observando la puerta con detenimiento se podía ver la huella de la patada que la había forzado. El interior era una maraña de papeles, carpetas y fotografías esparcidas por el suelo. Los dos archivadores que los contenían habían sido forzados, probablemente con una palanca. Por fortuna, ningún muerto ejercía de guardián de los documentos.
—¡La hostia! Vámonos de aquí, Susana, esto no me gusta nada.
No sé por qué demonios, en esas circunstancias, siempre se espera que sea el hombre quien se muestre valiente y decidido a seguir husmeando. Yo no tenía ningún deseo de husmear, lo único que quería era largarme de aquella mierda de casa situada en medio de aquella mierda de barrio, a aquella mierda de hora de la noche.
—Espera, por favor. —Susana estaba agachada en el suelo y miraba con atención algunas de las fotografías.
—Ven aquí, Raúl, mira esto.
Me agaché junto a Susana y miré. Casi pisé una fotografía de gran tamaño en la que un negro con una verga descomunal forzaba a una rubita de apariencia juvenil que expresaba su horror con un rictus de placer apenas contenido. Susana me pasó con el pie otra fotografía en la que tres amazonas azotaban a un tipo musculoso que se quejaba lastimeramente.
La cara de lástima de aquel tipo tenía algo erróneo, era la sonrisa que pugnaba por salir de sus labios. Le di la vuelta a una fotografía que mostraba a una chica desnuda que se apoyaba en una pared forrada de raso rojo con expresión soñadora y se la pasé a Susana.
—¡Mierda! —dijo Susana, y se levantó dirigiéndose a uno de los archivadores.
Me acerqué a ella, el archivador tenía una placa escrita a rotulador que decía: «Porno»; el rótulo del armario vecino decía: «Acompañantes».
Susana me dijo:
—Busca entre las carpetas que hay por el suelo y comprueba si alguna está rotulada con el apellido Garcés.
—¿Garcés?
—Sí, es mi apellido.
Mientras removía las carpetas, escuché a Susana que decía, en un tono de voz bajo y contenido:
—Mataré a ese hijo de puta, juro que cuando me lo eche en cara lo mataré.
Me acerqué a ella, Susana estaba junto al archivador rotulado como «Acompañantes». Tenía una carpeta en la mano, en ella una tarjeta adhesiva rezaba: «Susana Garcés». De su interior sacó una fotografía en la que ella se exhibía sentada en un taburete, vestía solamente unas bragas negras con muchas puntillas y emitía una sonrisa pudorosa. Dio la vuelta a la fotografía, escrito en rotulador rojo pude leer: «En fase de lanzamiento». En letra más pequeña, unos caracteres que daban la impresión de ser las marcas de patas de algún animal diminuto figuraban toda una serie de datos. Me dio la impresión de que era una especie de ficha, nombre completo, domicilio, número de teléfono, cosas útiles si en alguna ocasión necesitaba actuar en referencia a la chica de la fotografía.
Susana, sin dejar de repetir que mataría a Fredo en cuanto lo viese, se acercó al otro armario y removió las carpetas hasta convencerse de que allí no figuraba su nombre. Yo seguía removiendo las carpetas, cuando levanté los ojos y comprobé que Susana no estaba en la habitación.
La llamé tratando de contener la histeria que amenazaba modular mi voz.
Al momento, entró.
—¿Dónde estabas?
—He querido ver los cajones. Me extraña que Fredo los haya dejado abiertos, pero por alguna razón lo parece, no están forzados.
—¿Y qué opinas?
—No sé. Vámonos, creo que ahora puedo explicarte alguna cosa de mi encantador amigo Fredo, y tal vez el motivo por el que yo estaba en la fiesta aquella noche. Larguémonos de aquí.
—Gracias a Dios, esto me da muy mala espina.
Antes de cruzar la puerta, Susana se quedó parada mirando fijamente el suelo cubierto de fotografías y carpetas. Se agachó, recogió una de las fotografías y me la tendió. En la fotografía, una muchacha esbelta, desnuda de cintura para arriba y arrodillada frente a un tipo de verga hipertrofiada se relamía engolosinada.
—¿Qué miras ahora?
—Nada, me había parecido reconocerla, pero en realidad no la conozco. Supongo que con una verga en la boca todas las chicas nos parecemos un poco.
—Joder, Susana, larguémonos de aquí, esto parece la casa de los horrores. —Le devolví la fotografía y la guardó junto a la carpeta con su nombre.
Camino a la calle, en el pasillo, frente a la puerta del aseo, Susana dijo:
—Espera, necesito entrar ahí, supongo que es cosa de los nervios. Será solo un momento, si no entro me mearé encima.
Me apoyé en la pared para esperar a Susana. Me sentía agotado, aunque creo que en realidad trataba de confundirme lo máximo posible con la pared. No habían transcurrido más de quince segundos cuando Susana salió, estaba blanca como una sábana recién lavada por la abuela.
—No mataré a Fredo —dijo señalando al interior del aseo—. Está muerto. —Lo dijo como si recitase una dirección de sobras conocida o manifestase una obviedad que hacía innecesario dar más datos.
Entré sabiendo lo que iba a ver y seguro de que no me iba a gustar. Fredo yacía en la bañera en medio de un charco de sangre que aún manaba débilmente de la herida en el cuello y colmaba la bañera con su enorme cuerpo, de forma que una de sus piernas colgaba por el borde. La peluca de color negro se le había corrido lateralmente y mostraba que Fredo, además de muerto, era calvo.
—Venga, vámonos —dijo Susana, tironeándome del brazo.
Salimos a la calle, sentía un frío intenso, lo que no podía ser real. Frente a la puerta había un coche aparcado, en su interior una pareja manipulaba algo.
—Agacha la cabeza —le dije.
—Se están dragando —dijo Susana.
Di un vistazo al interior del coche en el momento en que se encendía una cerilla. Una mujer prendía un pitillo con ademanes nerviosos. A la luz de la cerilla mostraba el aspecto desastrado de una puta de las Ramblas tras una semana de permiso de la Sexta Flota americana en Barcelona. La mujer miró en nuestra dirección, pero no dio la impresión de que despertáramos su curiosidad, parecía más interesada en apresurar al tipo que la acompañaba y permanecía con la cabeza baja.
—¿Qué hacemos ahora?, ¿cogemos un taxi? —Susana llevaba la carpeta con su nombre bajo el brazo como si fuese un talismán que nos pudiese librar de cualquier mal.
—No sé, Susana. En primer lugar dudo que a estas horas pasen muchos taxis por aquí, y además no creo que sea conveniente que alguien pueda relacionarnos con el lugar y la hora, será mejor que caminemos un buen trecho.
—La gente del coche, los que se estaban drogando, deben de habernos visto.
—¿Quieres que los mate a cabezazos?
—Creo que sería más probable que nos matasen ellos a nosotros.
—Gracias por los ánimos, princesa.
—Estamos perdiendo los nervios, Raúl.
—Tienes razón, larguémonos.
—Sí. A tres calles de aquí hay una parada de metro.
—Pues eso es lo que nos conviene.
—Pero da miedo caminar por estas calles de noche.
—De acuerdo, si alguien nos ataca gritaremos los dos hasta que lo asustemos.
—Oye, Raúl, déjalo estar, no estoy para cofias.
—Yo sí, cada noche después de cenar me tiro un muerto al coleto para animarme. Si no lo hago duermo mal.
—Vete a la mierda —dijo Susana, pero no me lo decía a mí, se lo decía a su propio miedo.
Caminamos en la dirección que indicaba Susana y llegamos a la estación de metro sin mayores dificultades. A aquella hora el andén estaba vacío, a excepción de un tipo malcarado que, sentado en uno de los bancos, con los cascos de su MP3 soldados en las orejas, mascaba chicle con la pericia que da la práctica. Sus maxilares adaptaban su movimiento a la música que escuchaba. En aquel momento debía de estar sonando un rap, a juzgar por la conmoción de su boca y mejillas. El resultado era fascinante, hipnótico, indudablemente repugnante.
Hicimos el viaje en silencio.
Al llegar al apartamento de Susana telefoneé a Marta para decirle que no iría a dormir.