Mi cuota de ventas estaba hecha una mierda, a mis clientes potenciales les había dado por hablar de la crisis como único tema de conversación. Una conversación cojonuda si lo que quieren es decirte que no te van a comprar nada. Mi director se movía entre las mesas del Departamento Comercial como un vampiro por una sala de transfusiones.
Necesitaba que el Gobierno instaurase la jornada laboral de setenta horas al día. Y, sin embargo, estaba perdiendo el tiempo en un bar de tercera categoría por la sencilla razón de que estaba involucrado en un asesinato.
¿Ven qué sencillo se dice?
Estaba involucrado en un asesinato.
Prueben a decirlo, le sienta de maravilla a las úlceras.
Se lo contaría así a mi director comercial: «¿Sabes, macho? No me puedo concentrar en vender esos pocos millones de euros que te faltan para la puta cuota porque en cuanto trato de concentrarme me asalta la visión de aquella chica muerta. ¿Y qué más da que yo no la viese personalmente?, porque yo estaba allí y ahora la policía no me deja vivir. Haz el puto favor de dejarme en paz».
Y listo, punto pelota. Me despediría, claro.
Y yo no podría pagar la hipoteca.
Y el banco me agarraría de las pelotas, por supuesto. Si un banco te agarra de las pelotas estás listo.
A vivir debajo de un puente.
Claro que siempre podría ir a vivir con mis padres.
Mi madre diría aquello de «deberías buscar una buena chica y casarte, tener unas buenas y sólidas raíces». Y añadiría, con esa cara de dolor que solo las madres martirizadas por sus hijos saben poner: «¡Ay, Señor, Señor, qué hijo!».
¿Mis raíces? Es cierto, mis raíces tienen un poder tan tenue como el de esos hierbajos rastreros que en los solares abandonados tratan de cubrir la mayor cantidad de tierra posible para dar sensación de fuerza, porque saben que un buen tirón los arrancaría del suelo irremisible, definitivamente. Pero yo qué quieren que les diga, a mí me gusta sentirme como un hierbajo. Siempre he pensado que las higueras, con esas raíces enormes y sus ramas cargadas de frutos, son unas desgraciadas, todo dios se cree con derecho a trepar por ellas para coger higos y comérselos o esparcirlos por el suelo si así les parece oportuno, las pisotean y ni siquiera se paran a pensar en lo que la pobre higuera pensaría si pudiera escoger.
Miré a Marta, que me estaba observando con una expresión en que se mezclaban la especulación y algo que no supe determinar.
¿Mis raíces? Un hierbajo rastrero tratando de expandirse por el solar.
Mamá, querida, abrázame, soy tu hierbajo.
El día anterior me había ido a la cama de un excelente humor, aún sentía en todo mi cuerpo el roce de los labios de Marta, su desenfreno nada habitual. Me prometí un sueño tranquilo y profundo. Estaba equivocado, dormí con cierta dificultad, me desperté de madrugada y ya no pude dormir más. Me acodé en la ventana de mi habitación, la ciudad era una feria de luces frías. El silencio de aquella temprana hora solo era roto por la esporádica aparición de un vehículo acelerando, tratando de salvar el semáforo antes de que virara al rojo.
En la ciudad, el dios más respetado es el semáforo. Cruzarlo en rojo despreciando su autoridad es un acto de rebeldía comparado al de los ángeles ante el Señor. Si alguien duda del poder de esta deidad urbana, solo tiene que observar los rostros vacíos de expresión de las gentes paradas ante un semáforo en rojo. Es posible que en aquel momento ningún vehículo cruce ante él, su función es, por lo tanto, inútil, sin embargo se siguen respetando sus indicaciones. ¿Por qué no habrían de hacerlo? El semáforo es dios, un dios menor, uno de los muchos que ejercen su función controladora en la ciudad, pero dios, al fin y al cabo.
Vivimos en la sociedad de los dioses menores.
El Señor único y omnipotente ha huido superado en número.
Pero ¿no era omnipotente?
Cuando regrese nos aplicará la disciplina inglesa.
No pude dormirme de nuevo, evidentemente.
La luz roja del semáforo me recordaba la sangre de la chica muerta. Me la inventaba, yo no la había visto.
Pero me la recordaba.
Acabaría odiando a aquella pobre chica que había entrado en mi vida de una forma espectacular y subrepticia.
En algún lugar había leído que no es posible odiar a un muerto. Pero podía odiar el recuerdo indeleble que había dejado en mí y que interfería en todos los aspectos de mi vida.
¿Hay alguna diferencia?
Alguien acababa de preguntar: «¿Y ahora qué hacemos?».
Me levanté y me largué de allí, sin despedirme.
Yo al menos había tomado una decisión, había dado una respuesta a la pregunta.
Marta abrió la boca para decirme algo. La contuve, con un gesto de la mano y lo entendió.
Supuse que alguien pagaría mi consumición.
Aposté por Raúl, tiene cara de ser de los que no permiten que las señoras paguen.