MARTA

El aseo era el equivalente de una chabola pero versión cuarto de baño. En cuanto entré, me di cuenta de que el ambiente no iba a ayudar. Un marco adecuado ayuda al intercambio de confidencias íntimas, un baño amplio con un espejo elegante en el que poder repasar el maquillaje mientras se desliza al oído de una amiga una de esas confidencias que sería mejor mantener en secreto, pero que al decirla crea la complicidad necesaria para desnudar el alma. Unas luces potentes que favorezcan la idea de que no es posible ocultar nada, el ruido súbito de una cisterna descargándose, mostrando que la suciedad forma parte de nuestra vida y no hay motivo para ocultarla. Un tenue perfume de ambientador para matizar la crudeza de la revelación y dotar de elegancia a la suciedad inevitable. Y ¿por qué no?, a tu lado otra mujer, una desconocida acabando de retocar sus labios. A ser posible con el aspecto sospechoso de acabar o de estar a punto de cometer una de esas transgresiones perdonables solo si somos nosotras quienes la cometemos. En definitiva, alguien a quien poder criticar.

Pero no había nada de todo eso en aquel cuchitril; por no haber, ni siquiera el ruido de la cisterna descargándose. Allí solo estábamos ella y yo, y evidentemente no nos entreteníamos descargando la cisterna. Hubo un momento en que sí escuchamos con toda claridad el ruido de una de ellas, venía del cuarto vecino, el correspondiente a los hombres. Y eso sí que es inexcusablemente sucio. Un hombre cagando no ayuda en absoluto a crear el clima adecuado para que dos mujeres sensibles se sinceren.

La putilla no era tan tonta como parecía a primera vista. A pesar de todo, me esforcé en crear un clima propicio al intercambio de confidencias y no dio resultado. Le conté la sesión de sexo que había tenido el día anterior con Salvio. Creo que me pasé un poco con los detalles, pero es que mientras lo contaba sentía un calor en los pezones que me excitaba. Que la putilla no reaccionara me hizo pensar que, tal como yo sospechaba, ella y Raúl estaban liados. Si no fuera así me hubiese contado alguna de sus aventuras, pero, claro, la que tenía para contar era con mi marido. Por eso dijo que se había quedado en casa viendo una película.

Solo le faltó decir: «una película de dibujos animados».

Bien, sí, de acuerdo, también podía ser que sea una de esas mujeres que prefieren mantener una discreción total y se pierden el goce de revivir y matizar sus aventuras en una conversación íntima con una o varias amigas. Pero no me lo creí, la putilla se estaba beneficiando a Raúl, era una intuición. Y mis intuiciones no fallan, tengo algo de bruja.

¡Ah! Y al respecto del calor en mis pezones que sentí mientras le contaba los detalles de mi sesión de sexo con Salvio a la putilla: creo que si en aquel momento hubiese tenido a Salvio a mano, hubiésemos follado. Y aunque me cueste decirlo, por un momento jugueteé con la idea de que para darle mayor emoción me olvidaría de pasar el pestillo a la puerta mientras lo hacíamos.

¡Jesús, qué cosas de pensar!

De regreso a la mesa donde nos esperaban Salvio y Raúl, la dejé pasar delante de mí y la estudié con detenimiento: tenía uno de esos culos pesados que tanto les gustan a los hombres, nada elegantes pero llamativos. En cuanto cumpliese unos cuantos años más y pariese un par de niños, aquel culo sería una exageración impresentable. Y con las tetas, lo mismo.

¿De cara?

Bueno, de cara, carísima, como dice el chiste.

Debo admitir que en ocasiones me comporto, aunque sea de pensamiento, como una mala persona.

Me encanta.