En cuanto entramos en el bar, Marta me arrastró al tocador, lo dijo así: «tocador». Me apetecía tanto encerrarme con ella en un lugar privado como una dieta de apio y agua durante cuarenta y ocho horas, pero no quería montar un escándalo o crear mal ambiente en el grupo, así que me fui al tocador con Marta.
Por cierto, el tocador era un meritoriamente modesto cuarto de paredes encaladas, estrecho y largo en comparación con su amplitud. Su mobiliario se reducía a un lavamanos y un retrete, además de la inevitable papelera metálica con una de esas tapas que en teoría se levantan apretando un pedal con el pie y que a la hora de la verdad nunca funciona y no te queda más remedio que levantarla con la mano temiendo pringarte con una porquería desechada por el anterior usuario. En el primer momento, Marta pareció algo desconcertada, pero el desconcierto le duró poco, cerró la puerta echando el pestillo, se apoyó en ella y se lanzó a fondo.
Me contó que el día anterior había estado follando con Salvio a una hora en la que podía haberse presentado Raúl, y que había pasado mucho miedo. Me lo contaba como si fuésemos amigas de toda la vida y entre nosotras no hubiera secretos. Por supuesto, trataba de que yo le contara si había algo entre su marido y yo, aunque también parecía haber un sincero intento de intercambio de interioridades.
Me contó que había tenido un orgasmo maravilloso, aportó bastantes detalles, si he de ser sincera. Y francamente, a mí me parece que para calificar un orgasmo de «maravilloso», dejando aparte que un orgasmo siempre es algo muy a tener en cuenta, hace falta algo más que lo que me contó ella.
En fin, cada una se corre como quiere o puede.
Cuando acabó de contarme su maravillosa experiencia, me preguntó:
—¿Y tú qué, querida?, ¿cómo has pasado el fin de semana?
Respondí que estuve en casa viendo una película, estuve tentada de añadir «de dibujos animados». Pero si le decía algo así, con ironía, o mala intención, no me creería, así que le dije que había pasado la tarde del domingo en casa viendo una película y puse cara de buena chica. Una de esas encantadoras muchachas que jamás se follarían al marido de una amiga.
Además, ¡qué, joder!, ella no era mi amiga.
Mi respuesta la dejó notable y visiblemente desanimada, ni siquiera me preguntó qué había estado haciendo el sábado.
Ya había adivinado que le respondería: «En El Corte Inglés, querida, en la sección de lencería».