Cuando llegué a la comisaría, donde el inspector Colomer nos había citado, faltaban cinco minutos para las once. Salvio y Marta ya estaban allí, di un vistazo circular y no detecté la presencia de Susana.
Salvio y Marta estaban cogidos de las manos. Cuando yo entré, él hizo ademán de soltarse, pero Marta se lo impidió. Pensé que en cualquier momento propicio le contaría a Salvio que le estaba muy agradecido por trajinarse a Marta. Era cierto, por mucho que en ocasiones sintiera deseos de romperle la cara, era cierto. Fenómeno que achacaba a una ligera avería en mis sinapsis cerebrales.
Afortunadamente, el impulso agresivo era de corta duración y me olvidaba con rapidez.
Susana llegó acalorada y nos contó —en realidad me lo contaba a mí, pero Marta y Salvio no se perdieron palabra— que la había entretenido Fredo. La había llamado, muy excitado, poco antes de salir para decirle que le tenía preparada una prueba para un papel no demasiado pequeño en una serie de televisión. Fredo se mostraba entusiasmado y no dejaba de hablar, así que finalmente ella se había visto obligada a cortar la conversación explicándole que la estaban esperando en comisaría, lo que provocó una nueva explicación, por lo que aún tardó un poco antes de poder sacárselo de encima.
Fue una explicación excesivamente elaborada y repetitiva que demostraba el grado de excitación e ilusión que la noticia de Fredo le había causado.
Marta se la miraba con su mejor expresión de «¡Ja!».
Salvio hacía esfuerzos para admirarle el culo sin que se notase demasiado.
Yo le hubiese hecho un chequeo a fondo en aquel mismo momento, estaba preciosa. La emoción y la prisa que se había dado con tal de no retrasarse en exceso le arrebolaban las mejillas, jadeaba ligeramente y los ojos le brillaban de excitación. De verdad, estaba preciosa.
Y para qué nos vamos a engañar: a Susana los jadeos le sientan maravillosamente.
Nos hicieron pasar de uno en uno, pero sin permitir que el resto abandonase la comisaría. Primero entró Susana, luego Marta, a continuación Salvio, yo fui el último. Luego nos obligaron a esperar alrededor de media hora, transcurrida la cual nos dieron permiso para abandonar la comisaría. No acabé de entender la jugada, ya que lo único que hicieron fue repetir las mismas preguntas que ya nos habían hecho el día de autos. Lo del día de autos lo citaba a cada momento el tipo que me tomó declaración, un fulano alto y delgado con una expresión de supremo aburrimiento. Yo no me imaginaba a aquel hombre, pistola en mano, defendiendo los derechos de los ciudadanos, pero si lo tenían allí puede que fuera capaz de hacerlo. Tenía un rostro de rasgos angulosos, cada uno de ellos acabados en una arista aguda de la que sin dificultad se podría colgar un sombrero. Esa es una característica que todos los forenses conocen bien, a muchos cadáveres les sucede, pero aquel tipo estaba vivo, me consta.
Con el resto de nosotros se comportó de la misma manera, según comprobamos posteriormente: una repetición de las preguntas que ya nos habían hecho.
En la puerta de la comisaría nos cruzamos con Fredo, el tipo gordo y amariconado que estaba el sábado en casa de Susana y que según nos había contado ella había sido la causa de su tardanza. Tanto Susana como Fredo pusieron cara de «no me lo puedo creer». Fredo sonrió con poca alegría y saludó tímidamente con la mano a Susana antes de desaparecer en el interior de la comisaría.
A mí hizo ver que no me conocía.
Yo tomé nota para hablar seriamente con Susana.
El cruce de miradas entre Susana, Fredo y yo mismo, así como el leve gesto de la mano del gordo, fue muy rápido y juraría que ni Marta ni Salvio se dieron cuenta de que allí pasaba algo.
Marta dijo que deberíamos ir a tomar algo a un bar cercano para comentar la jornada. Juraría que a ella era a la única que le apetecía comentar la jornada, pero mientras lo decía nos tomó del brazo a Salvio y a mí y caminó en dirección al bar. Negarse y desasirme de su mano obligaba a una acción más o menos violenta, así que simplemente alargué la mano, agarré a Susana para que no se quedase descolgada del grupo y me dejé llevar.
El bar al que nos arrastró Marta se llamaba El Chiringuito de Martín. El nombre, por sí mismo, ya daba una idea bastante aproximada de la imaginación de Martín, pero dentro estaba limpio y parecía suficientemente confortable para no tener que salir corriendo perseguidos por un escuadrón de cucarachas.
En cuanto ordenamos la consumición, Marta se llevó a Susana a retocarse el maquillaje. Salvio inició una explicación densa, aburrida e innecesaria de los problemas en que se encontraba en su trabajo. Hablaba rápido y con fingido apasionamiento, mostraba muy a las claras que no quería iniciar una conversación personal conmigo.
Yo tampoco con él, sinceramente.
Lo que he dicho antes de hablar tranquilamente de hombre a hombre con Salvio es algo que en aquel momento me parecía perfectamente aplazable.
Un par de siglos, quizás.
Para aliviar mi tedio, tendí el oído hacia la mesa de al lado, donde se desarrollaba una conversación mucho más interesante:
—A mí lo que de verdad me apena no es que el amor haya terminado, sino que se haya dejado manipular por una tía que vale mucho menos que él —decía la mujer de ojos ribeteados de un negro profundo, sus labios rojo pasión, su gesto cargado de fatalidad y sabiduría. Ella era la mayor de las tres amigas, le calculé unos quince años muy escasos. La duda residía en si lo razonable sería contarle que a su edad no se está capacitado para hablar de hastíos amorosos, o bien darle una mano de hostias para que tuviese algo en lo que entretenerse.
Comprendo que lo primero sería un acto inútil; ella, a un anciano camino de la cuarentena ni siquiera se tomaría la molestia de escucharlo, consideraría que a mi edad ya no se está capacitado para tener ilusiones, mucho menos una erección medianamente razonable, lo cual, combinado, te incapacita para sufrir los delicados y profundos problemas causados por el amor.
La mano de hostias cabría considerarlo razonablemente como un acto de venganza y hasta de envidia por mi parte, por tanto desechable.
Siempre queda una tercera opción en estos casos: rezar por el pobre tipo que en unos pocos años caerá en poder de un monstruo con semejante capacidad para el melodrama.
Reclamaciones al registro civil.
O a los reality shows de televisión.
O a los programas de famoseo de la misma casa. Al fin y al cabo, para ser famoso el único requisito imprescindible es estar dispuesto a hacer el ridículo en público exponiendo tus miserias y las de todo lo que se menee a tu alrededor.
O al Papa de Roma, tiene línea directa con Dios.
Mejor no se molesten.
Supongo que la chiquilla se dio cuenta de que la estaba mirando, porque me miró con esa sonrisa de superioridad mezclada con miedo que los adolescentes dedican a todo aquel que tiene más de veinticinco años. Una superioridad que se basa en la seguridad de envejecer más tarde que nosotros. El miedo que refleja su mirada es la sospecha de que ellos también llegarán a ser un engendro decrépito como nos ven a nosotros, olvidando que hay una tercera vía. Pero nadie piensa en su propia muerte, durante la adolescencia. No de forma real.
Salvio seguía perorando aburridamente.
La preadolescente decidió que yo merecía que se arreglara un mechón de pelo perfectamente ubicado.
Me sentí recompensado.