MARTA

Escuché el ascensor pararse en el rellano, mis vecinos de rellano nunca están en domingo, así que alguien venía a verme. Eran las cinco de la tarde, probablemente sería Raúl.

Era Salvio, llamó al timbre de la forma en que siempre lo hace para que sepa que es él. Antes de abrir la puerta me pegué a la mirilla y lo observé con detenimiento: traía cara de perro apaleado, los sentimientos de culpabilidad por no haberme llamado a lo largo del sábado lo estaban matando, junto con alguna que otra apretura de bragueta.

La situación ideal para una chica.

Puse cara de dolor contenido y abrí la puerta.

En el momento que abría la puerta el ascensor se puso en marcha camino de la planta baja y tuve la seguridad de que en aquella ocasión sí que era Raúl. La adrenalina que el día anterior había recorrido mi cuerpo como un torrente regresó, me sentí inundada de una excitación enloquecedora. Sentí mi sexo húmedo y receptivo, deseé a Salvio como no lo había deseado nunca y pensé que nunca más volvería a desearlo con aquella urgencia.

Hice algo que no había hecho jamás, con nadie. Me arrodillé delante de Salvio, le abrí la bragueta y empecé a acariciarle el pene con la lengua. El ascensor se paró en la planta baja y en pocos segundos reanudó su camino ascendente. Salvio, a pesar de la sorpresa evidente, reaccionó rápido, el trozo de carne inerte que yo había empezado a lamer era ahora una erección de buen tamaño. Salvio había dejado caer su cuerpo en la pared y respiraba pesadamente, entorné la puerta con el codo pero sin acabar de cerrarla. El ascensor se detuvo en lo que me pareció sería el cuarto piso y, casi inmediatamente, reanudó su camino, de nuevo hacia la planta baja. Ahora sí, probablemente Raúl.

Las manos de Salvio se habían enredado en mi pelo y movía la pelvis atrás y adelante cada vez con mayor urgencia. Traté de tranquilizarlo, me aparté ligeramente y le bajé los pantalones y el slip, entonces le besé la parte interior de los muslos y el escroto.

Sentía mi propia humedad bajando lentamente por mis piernas. Salvio me levantó tropezando con sus pantalones hechos un hatillo entre los zapatos y me condujo hacia la habitación. Cerré la puerta con el pie procurando que quedara entreabierta y me dejé conducir a la cama. Desde allí, el rumor del ascensor no se escucha, pero cualquiera que entra en casa sí que oye los rumores que se producen en la habitación. Y Salvio y yo, en aquellos momentos, ya hacíamos bastante ruido.

Follamos como animales y tuve un orgasmo que me hizo pensar que en realidad algo me había estado perdiendo hasta aquel momento.

Salvio se marchó a las nueve, intranquilo por si Raúl nos encontraba aún en la cama. Se despidió de mí envolviéndome en besos y prometiendo llamarme en cuanto llegase a casa. En su sonrisa se hubiese podido aparcar un camión de gran tonelaje. Mi adrenalina aún circulaba a buena velocidad por mi cuerpo.

Aquella tarde se mereció la presencia de Raúl en el salón, viendo la televisión y escuchándonos follar. Una lástima.

Raúl llamó a las once para decirme que no me preocupase si no venía a dormir.

Le contesté:

—Tú sí que sabes hacer feliz a una mujer.

Soltó un bufido y colgó sin darme tiempo a que lo insultase.

Seguí apostando por la putilla.

Aquella noche, antes de cerrar los ojos para dormir, pensé en lo que me estaba pasando. Quiero decir en la nueva urgencia sexual que sentía y que no sabía si calificar de exhibicionismo.

Por mí, podía ser la fiebre amarilla.

Me dormí rápida y profundamente.