RAÚL

Aquel domingo me desperté abrazado a la cintura de Susana, estábamos en la cama y tardamos bastante en salir para dar un paseo. Nos contamos la clase de cosas que un hombre y una mujer acostumbran a contarse después de haber compartido sus cuerpos. No encuentro mayor placer que hablar con el alma de una mujer mientras acaricio lentamente su cuerpo. Nos sacó de la cama el tumulto que en algún lugar cercano del vecindario provocaban unos perros que parecían haberse vuelto locos y dirimían sus diferencias ladrándose imaginativos insultos.

Estuvimos paseando mucho rato, después fuimos a comer a un restaurante cercano al puerto. Al terminar le pregunté a Susana si le apetecía ir a algún lugar en especial. Me miró y se puso a reír.

Pasamos el resto de la tarde en la cama y más tarde llamamos al chico de la pizzería, quien, a juzgar por las miradas que le dirigía a Susana, debía de estar pasando por un período de abstinencia sexual agudo. También llamé a Marta y le dije que no se preocupara si no iba a dormir.

Cuando llamaba a Marta, Susana me miraba con una expresión entre tierna y sorprendida, no sé si me calibraba o me compadecía.

Probablemente las dos cosas.

Afortunadamente yo no tenía nada que esconder, aunque hay gente que opina que un hombre siempre tiene algo que esconderle a una mujer, y viceversa.