SUSANA

Y Raúl, como un caballero, aceptó el plural. Me sentía muy acompañada, con Raúl a mi lado, tenía la sensación de que si íbamos juntos no me podía pasar nada malo. Me abracé a él, apoyé mi cabeza en su hombro y lloré un poco.

Mientras lloraba apoyada en el hombro de Raúl, pude apreciar que su abrazo se hacía más estrecho. En realidad se hizo mucho más estrecho.

A ese tipo de abrazos, lo mejor es dejarlos reposar en la cama, así que allí fuimos a parar Raúl y yo.

Si el inspector Colomer se había quedado vigilando en la puerta, con toda seguridad se extrañaría que tardáramos tanto en salir. Cuando al cabo de dos horas viese llegar al muchacho de la pizzería de la esquina, probablemente se haría una idea de la situación. Quiero dejar claro que a lo largo de aquellas dos horas en ningún momento pensé en él. Y me consta que Raúl tampoco lo hizo.

Claro que no tenía por qué estar vigilando la puerta de mi casa. Total, solo me consideraba implicada en un asesinato.

Mientras Raúl y yo dejábamos que nuestro abrazo reposara en la cama, me olvidé de Fredo y de la tarjeta de la agencia que encontraron en poder de la chica muerta. Pero aquello era algo que me hacía pensar. Y nada de lo que pensaba al respecto tenía buen aspecto. En mi vida las casualidades siempre han venido acompañadas de problemas.

Mientras dábamos cuenta de la pizza con doble de anchoas y queso, Raúl y yo dedicamos un buen rato a valorar la posibilidad de contarle toda la verdad al inspector Colomer. Llegamos a la conclusión de que eso sería lo más aconsejable, pero el maldito ojo de aquel policía nos daba miedo. Ninguno de los dos lo confesaba, pero era notorio. Así que decidimos que, antes de sincerarnos con el inspector Colomer, tendríamos una conversación seria con Fredo. Cuando digo que tendríamos me refiero a que Raúl accedió a acompañarme. Claro que la tarjeta de la agencia en poder de la chica podía ser una casualidad, pero lo más probable era que se la hubiese dado el mismo Fredo. Daño no nos haría hablar con él, poniendo las cartas sobre la mesa.

Una vez decidido que veríamos a Fredo, Raúl me miró a los ojos y me besó un pezón, su mano se deslizó por el interior de mi muslo y a mí se me ocurrió que no sería mala idea sentarme a horcajadas sobre sus piernas. Quizás ayude a visualizar la situación saber que la pizza con doble ración de anchoas y queso la comimos desnudos.

Y, de nuevo, durante un buen rato nos olvidamos de todo lo que no fuésemos nosotros mismos.

Aquella noche Raúl se quedó a dormir conmigo. El mozo de la pizzería nos volvió a visitar, Raúl habló con él y consiguió que nos trajera una botella de cava; dijo que teníamos mucho que celebrar.

Me sorprendió un detalle que tuvo Raúl: telefoneó a su casa para avisar de que no aparecería por allí hasta bien entrado el domingo, y que si no aparecía no pasaba nada. Me contó que, a pesar de la horrible situación que vivía con Marta, mantenía las formas y consideraba innecesario que ella se preocupase por no avisarla.

Creo que fue un detalle adorable por su parte, por mucho que Marta me parezca una zorra. No creo que mi reacción sea debido al tan cacareado corporativismo femenino. O quizás sí, bueno, ¿qué más da? Lo importante en este caso es que Raúl es un encanto. Y no habla mucho de Marta, pero creo que coincidiría conmigo en que es una zorra.