RAÚL

El tipo que me dijo que Susana me rogaba que volviese en cuarenta minutos más o menos daba la impresión de ser una enorme montaña de tendencias homosexuales. Más tarde, Susana me diría que lo del tipo no eran tendencias, sino un convencimiento absoluto y militante.

La montaña de tendencias homosexuales me dijo que si quería podía acompañarme a tomar un café mientras esperaba, que así la espera no se me haría tan larga.

Le aconsejé que se comprase un caniche.

Bueno, en realidad le dije que me convenía estar solo un rato, que tenía varias llamadas telefónicas pendientes y aprovecharía el momento, que de cualquier manera le agradecía la amabilidad.

Di un paseo por los alrededores, entré en un bar y pedí un zumo de frutas; el camarero me preguntó qué fruta prefería y me encogí de hombros. El vaso que me alargó contenía algo que olía a enemigo y avanzaba una mañana difícil.

Me sentía sobrio como una imagen de santo en la penumbra del templo, pero mi estómago había decidido anexionarse a mi garganta, y la sensación me hacía sentir miserable. El líquido bajó lentamente por mi cuello, tratando de aferrarse a las paredes como si temiese que mi estómago reaccionase con furia a su presencia. Más o menos ya era eso lo que yo temía que sucedería.

El camarero cambió una botella de ginebra de sitio, me miró y preguntó:

—¿Desea algo más, señor?

«Que te jodan, hijoputa», pensé, mientras le sonreía y negaba con un movimiento de cabeza que pretendía ser seguro y que probablemente resultó errático.

El camarero subió el volumen de la música ambiental. Jazz. El sonido del saxo, tan pronto recordaba a una lluvia mansa como a un alud. Una música que ligaba a la perfección con la botella de ginebra que manejaba el tipo. Un excelente vendedor. Me dirigió una sonrisa dura como el silencio para quien espera una palabra amiga.

Bebí el zumo de un trago rápido, dejé un billete de cinco euros sobre el mostrador y me largué. En aquel momento un camarero tan eficiente era lo que menos me convenía.

Cuando regresé al apartamento de Susana, me abrió la puerta ella misma. El tipo enorme parecía haber sido absorbido por un agujero rosa en el continuo espacio-tiempo.

—Pensé que me llamarías antes de venir, tengo la casa hecha un desastre, pero pasa —me dijo la chica, apartándose para dejarme entrar.

—Sí, yo también pensaba eso, pero ya ves, no te preocupes por el aspecto de tu casa.

La puerta de entrada daba paso a un salón de reducidas dimensiones que mantenía un orden relativo. Nada parecido al orden prusiano, obsesivo, que mantiene Marta en nuestra casa —aunque sería mejor decir su hábitat—, que recuerda la funcionalidad del despacho profesional de un abogado o la tranquilidad estudiada de la consulta de un psicólogo.

Susana se había vestido con una informal camiseta de color negro que, en letras rojas, llevaba impresa una leyenda en caracteres cirílicos a la altura del pecho, y unos pantalones blancos que se ceñían a su cuerpo con ansia depredadora. La miré tratando de que no fuese demasiado evidente el deseo que despertaba en mí, aunque creo que fue un intento lamentable. La chica era perfectamente consciente de que mis ojos habían recorrido su cuerpo ya antes de inclinarme para besarla protocolariamente en ambas mejillas; ¿alguna mujer no es consciente de la mirada de un hombre?

También Angela Merkel.

¿Que no?

Vaya si no.

—¿Quieres tomar un café? También tengo alguna cerveza perdida por el frigorífico, y whisky, aunque quizás sea demasiado pronto para eso, ¿no? —Susana parecía ligeramente nerviosa.

—Sí, demasiado pronto para eso. Creo que un vaso de agua servirá.

—Te di mi número de teléfono para explicarte la razón que me obligó a decir que fuiste tú quien me invitó a la fiesta. Por cierto, gracias, muchas gracias.

—¿Y por qué lo hiciste?

—No sé, en realidad no debería haberle dado la importancia que le di en aquel momento, pero estaba asustada, absolutamente perdida, no estoy acostumbrada a ese tipo de situaciones. Y el policía mirándonos con aquel ojo, que parece que de un momento a otro va a estallar, me puso muy nerviosa. Pero será mejor que empiece por el principio. ¿Recuerdas al hombre que te ha abierto la puerta antes?

—Claro, es inolvidable.

—Sí, tiene un aspecto tan peculiar, tan grande y tan…

—¿Maricón?

—Sí, bueno, iba a decir amanerado, pero efectivamente es homosexual, se llama Fredo.

—Fredo, diminutivo de Alfredo, supongo.

—Sí, es mi jefe, bueno, no es exactamente mi jefe, es el dueño de una agencia de representación de actrices. Yo soy actriz, aunque quizás sería mejor decir que soy aspirante a actriz, he aparecido en tres anuncios de televisión y en una obra de teatro alternativo, hacía de aspiradora.

—¿Perdón?, ¿has dicho que hacías de aspiradora?

—Sí, era una obra un poco rara, «conceptual», la llamaba su autor. Yo me paseaba por la casa, el escenario, vaya, andando de una forma rara, y le explicaba al público lo que pasaba entre los personajes, las cosas que ellos no decían. Iba vestida con un mono plateado muy ajustado, era para dar la impresión de electrodoméstico.

—Ya veo.

—Sí, Fredo me ha dicho que me va a convertir en una actriz respetada.

—Sería fantástico.

—Sí, sería fantástico.

—¿Y la fiesta?

—La fiesta… sí. Me invitó Fredo, dijo que me presentaría a gente interesante, que nos encontraríamos en los jardines de la entrada, que me pusiese guapa.

—Estabas preciosa.

—Gracias.

—De nada. Aquella fiesta la daba el jefe de mi mujer, Marta, la conociste, iba con Salvio, es su amante.

—Vaya, y yo que pensaba que iba a darte una explicación poco razonable, creo que me vas a ganar.

—Bueno, estamos en trámites de separación, o algo parecido. Te decía que esa fiesta la daba Pablo, el gerente y dueño de la rama española de una empresa multinacional de publicidad. Toda la gente que había allí, por lógica, no tendría demasiado que ver con el mundo de la actuación.

—No sé, supongo que Fredo ya me contará a quién me quería presentar. En estas fiestas acostumbra a acudir gente con dinero, gente que puede producir o colaborar en la producción de obras de teatro, películas, quizás gente que tiene contactos en televisión; además, si quien daba la fiesta tiene una empresa de publicidad, con más razón. La cuestión es que Fredo me dijo que nos encontraríamos en los jardines de la entrada. Mientras lo esperaba me llamó para decirme que le había surgido un imprevisto y que no se presentaría, que entrase yo sola y dijese que iba de su parte. Y bueno, Fredo no es el hombre más riguroso del mundo, y pensé que me arriesgaba a que me dijesen que no lo conocían o que necesariamente tenía que presentar la invitación, qué sé yo. La cuestión es que me colé, pensé que ya que estaba allí me daría una vuelta, la fiesta tenía muy buen aspecto y yo me había esmerado arreglándome, bueno, ya sabes.

—Te colaste.

—Sí, ya sabes, en estas fiestas, una vez has cruzado la puerta, nadie conoce a nadie, sonríes a todo el mundo, dices que te llamas Susana y ya está. En poco rato te han presentado a un puñado de gente que tú presentas a otros y ya eres una más de la fiesta, ya puedes ir a buscar la bandeja de los canapés y la bebida. ¡Quién iba a imaginar que iba a ser precisamente yo quien encontraría a aquella pobre chica!

—¿Y qué demonios hacías allí arriba?

—Buscaba un aseo, las actrices también meamos, ¿sabes? Los cuartos de aseo para invitados estaban copados, en uno me contestó una mujer que me hizo el efecto de que se estaba chutando algo más fuerte que los canapés, en el de la piscina había una pareja follando, creo que era Pablo, el jefe de tu mujer. No creo que nadie más llevase unos pantalones tan horteras como los suyos. Y yo no aguantaba más, así que busqué uno en el piso superior, mi suerte hizo el resto.

—Pues sí, es una explicación muy larga y un tanto confusa para explicársela al inspector Colomer, pero imagino que en un momento u otro tendremos que contar la verdad. Tendrás que hablarlo con Fredo, ¿o ya lo has hecho?

—No, la verdad es que estoy muy nerviosa, me alegra que estés aquí. Ven, vamos a la cocina, te daré el agua y prepararé un café para mí.

La acompañé a la cocina, iba detrás de ella con los ojos prendidos en la tela blanca que ceñía su cuerpo. Cuando se paró frente a un mármol atiborrado de cachivaches de cocina, me quedé a su espalda, admirándola. Pasé los dos brazos a escasos centímetros de la cintura y los apoyé en el mármol, su pelo olía a champú y a bestia joven. Giró su cuerpo lentamente y me sonrió.

Justo en aquel momento el timbre de la puerta comenzó una canción estridente. Pensé que algo en mi memoria estaba fallando, porque cuando yo llamé diez minutos antes me había parecido melodiosa.

Susana, sin dejar de sonreír, se agachó y pasó por debajo de mis brazos en dirección a la puerta y al hijo de la gran puta a quien no se le había ocurrido otra cosa que presentarse en aquel momento.

Supongo que alguien pensará que hacía un momento había tratado de cobrar la deuda que Susana tenía conmigo. Bueno, en realidad, si no era eso lo parecía, lo reconozco, pero yo no lo llamaría así, actué movido por el deseo puro que me provocaba aquella mujer y…

Vale, estaba convencido de que podía cobrar.

Ya está.

Me quedé apoyado en el mármol observando la erección que abultaba mis pantalones. ¿Cuánto alcohol hace falta para mitigar el deseo sexual?

Tendría que consultar mis apuntes.

El inspector Colomer entró por la puerta, que Susana mantenía abierta, se dirigió hacia mí, observó el relieve de mis pantalones y preguntó:

—¿Les he venido a visitar en un mal momento? Bien, no se preocupen, no les entretendré mucho, luego pueden seguir con sus cosas.

Susana enrojeció violentamente y mi erección desapareció de modo fulminante. El ojo loco del inspector relampagueó con furia, dirigido a nadie en particular.

—¿Saben? Tengo una noticia para ustedes, ya sabemos quién era la mujer a quien asesinaron en aquel baño. Se llamaba Vanesa Valiente, natural de Ciudad Real, residente en Barcelona, veinticuatro años, profesión desconocida, vivía en un piso de la calle del Clot. —El inspector consultó las notas de una pequeña libreta de tapas verdes—. Concretamente, Clot, 77. Sus vecinos dicen que no era una chica especialmente sociable, no recibía visitas a menudo y…

—Perdone, inspector, pero ¿por qué cree que precisamente nosotros debemos estar interesados en saber quién era esa pobre chica? —Había decidido plantarle cara a aquel policía estúpido, aunque, en honor a la verdad, no estaba nada convencido de que fuese una gran idea.

—Yo también me lo pregunto. Créame, ustedes cuatro huelen a pista, y casi podría decirles que despiden un ligero aroma a culpables, lamentablemente no suficiente para aconsejarles que busquen a un abogado, aunque eso nunca está de más cuando hay una muerte violenta de por medio. Me desconciertan, y cuando algo me desconcierta me gusta agarrarme a ello y no soltarlo hasta que se me han acabado todas las dudas. Por cierto, ¿dónde están los otros dos?

—En su casa, imagino.

—En la suya, querrá decir, ¿eh, Raúl? —La sonrisa malintencionada de aquel tipo me estaba sacando de quicio y se la hubiese hecho tragar gustosamente.

—Es posible que estén en mi casa, es muy cómoda.

—Le creo, pero yo les estaba hablando de su olor a pista, estoy convencido de que me pueden contar algo interesante.

Miré de reojo a Susana. Ella me hizo un signo afirmativo imperceptible con la cabeza y entendí que iba a contarle a Colomer nuestro pequeño secreto. Pero el inspector parecía embalado.

—De una tarjeta que llevaba la chica en el bolso, hemos deducido que era aspirante a actriz, al menos tenía una tarjeta de una agencia que se llama Star Future.

Miré de nuevo a Susana, había empalidecido y me apretaba el brazo con fuerza como si necesitase apoyarse para no caer o tratara de comunicarme algo, pero fui incapaz de adivinar de qué se trataba. Empecé a hablar con la sensación de que eso no era lo que la chica deseaba, pero la sensación de mi estómago subiendo para unirse a mi garganta estaba allí de nuevo. Y quería hacer algo para librarme de ella.

—Verá, inspector, creo que Susana quiere decirle algo.

—No sabe usted con la atención que la escucho, señorita.

Susana sonrió estúpidamente y dijo:

—Tenemos reserva en un restaurante y vamos retrasados, no querría perder la mesa, ¿le importaría si hablamos en otro momento inspector?

En aquel momento, escuchando a Susana, miré con aprensión mi mano vacía, allí hacía falta un vaso de algo de alto contenido alcohólico. Abrí la boca para decir algo, pero no se me ocurrió nada que mejorase la situación y decidí callarme. El inspector, por un momento, pareció tan desubicado como yo, lanzó una mirada errática por toda la habitación y dijo:

—Les espero el lunes a las once de la mañana en comisaría, no es necesario que me acompañen.

Tiró una tarjeta sobre la mesa. Y se largó dando un portazo.

En cuanto nos quedamos solos, le pregunté a Susana:

—Pero ¿no hemos quedado en que le ibas a contar al inspector que te colaste en la fiesta porque te dejó plantada Fredo?

—Sí, habíamos quedado en eso.

—¿Y?

—¿Sabes cómo se llama la agencia de Fredo?

—¿Cómo lo voy a saber?

—Star Future.

—¡Coño!

—Sí, eso mismo he pensado yo. ¿Qué vamos a hacer ahora?

«¿Qué vamos a hacer ahora?», dijo Susana. Y yo, como un imbécil, acepté el plural.

Aquello no podía acabar bien, le estábamos poniendo a huevo al tarado del inspector Colomer que nos empapelase por la muerte de aquella chica.