SALVIO

Llegué a mi casa hecho unos zorros. Putadas en mi trabajo aguanto muchas, pero cadáveres en un cuarto de aseo a quince metros de donde estoy tomando una copa, no, seguro. Y luego, un inspector de policía loco obsequiándome con un tratamiento de sospechoso no es lo mío, me supera.

«Cuéntele a su esposa que acaba de perder su sueldo en el casino y que, por lo tanto, debe adorarlo. Cuéntele y verá». Y mientras lo decía, me miraba con aquel ojo que no cesaba de lanzar destellos. No sabes dónde cojones mirar cuando te habla, y si apartas la mirada de su ojo loco, tienes miedo de ofenderlo, o lo que es peor, de que le caigas antipático y tenga tendencia a considerarte culpable.

«Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe», me diría el loco del inspector.

«Sí, y si se rompe el primer día, todo eso que te ahorras en viajes», le podría contestar.

En ocasiones me comporto como un capullo integral, por ejemplo en aquellos momentos componiendo y descomponiendo refranes a imagen y semejanza del loco de Colomer.

Tenía la seguridad de que con tanta bebida me costaría dormir, así que hice un esfuerzo para quitarme de la cabeza la historia de los refranes. Fue un buen intento con un mal resultado, ya que mi cerebro empezó a recibir oleadas de los sucesos de la noche.

Mientras pensaba en todo lo ocurrido aquella noche, con el colofón de la bromita de Marta de querer que su marido y yo nos sentásemos juntos en el asiento de atrás, mientras ella y Susana —joder, qué buena estaba la chica— hablaban de cosas de mujeres…, digo que mientras pensaba todo eso, iba trasteando en uno de los cajones del cuarto de aseo en busca de algún somnífero fuerte.

No recuerdo con exactitud si tomé uno o dos, la caja entera no, seguro, no estaría aquí contándolo.

La cuestión es que caí dormido en la cama sin tiempo a desnudarme, pasé del horror y el cabreo al sueño más profundo sin darme cuenta. Es lo que tienen esos somníferos potentes.

Adormilado, escuché el rumor bucólico de agua límpida despeñándose desde gran altura. Cuando conseguí despejarme lo suficiente para apoyar los codos sobre el colchón, identifiqué el ruido inconfundible de la cisterna del inodoro del vecino cumpliendo su función higiénica. La mala bestia de mi vecino podría cumplir sus funciones biológicas a cualquier otra hora, y no de madrugada.

Miré el despertador, era mediodía de un sábado.

Y comencé a recordar.

La fiesta.

Los gritos histéricos de Susana.

El culo de Susana.

La chica muerta.

Un inspector de policía.

Un ojo imposible.

La estupidez de los refranes.

La jugada de Marta.

¿Cuál de ellas, en realidad?

¡Joooooder!