RAÚL

Salimos los cuatro de la fiesta como penitentes en Semana Santa: medio borrachos y agobiados por el peso de una culpa que no era nuestra.

Aunque en ese aspecto el inspector Colomer no se mostrase tan ortodoxo como el Sumo Pontífice.

Marta abrió la portezuela del coche y dijo:

—Susana, tú pasa delante conmigo y deja a los hombres ir juntos detrás, así ellos hablarán de sus cosas.

¿De qué cosas íbamos a hablar los hombres allí detrás, pedazo de mala bestia?

Susana me miró en busca de auxilio, yo di la vuelta al coche, me acerqué a mi próximamente exmujer y le dije, en voz baja:

—Deja de hacer la imbécil o esta chica y yo nos largamos a buscar un taxi.

Y pasé detrás, guiando a Susana a mi lado.

—Jesús, cómo te pones por nada —respondió Marta, sinceramente ofendida. Esta es una de las mejores armas de mi-esposa-en-grado-declinante, autoconvencerse en cuestión de apenas décimas de segundos de que tiene derecho a sentirse ofendida por algo que, sin ningún lugar a dudas, es una ofensa que ella ha dirigido a su oponente. Y si se lo hacía notar, se pondría a llorar con sinceras lágrimas de dolor al sentir cómo el mundo la maltrataba. Y de paso, me retiraría la palabra creando esos silencios en compañía que tanto agradecen los psiquiatras.

La cara de Salvio denotaba algo muy parecido a la ira, pero no era capaz de asegurarlo. Salvio tiene una de esas expresiones algo ausentes a las que les cuesta expresar sentimientos potentes, sean del cariz que sean. Me pregunté si la ira de Salvio venía provocada por el intento de jugada de Marta o bien le había dolido mi golpe de autoridad con quien en aquellos momentos era su pareja. En realidad, nunca me había preguntado cuáles eran los lazos que los unía. Siempre me había conformado con que me sacase a Marta de encima, celos atávicos aparte.

Creí advertir en los ojos de Susana algo parecido a la admiración en la mirada que me dirigió.

Me sentó bien.

Me sentó muy bien, si he de ser sincero.

Susana nos dijo que vivía en una calle del barrio de Gràcia. Momentos después, su mano se deslizó en la mía y me dejó una tarjeta. Interpreté que me dejaba su número de teléfono y su deseo de que no subiese a su casa. Me guardé la tarjeta en el bolsillo y le palmeé la mano dos veces para transmitirle que había entendido perfectamente el mensaje.

En los asientos de delante la conversación entre Marta y Salvio era prácticamente inexistente.

Después de dejar a Susana, al pasar por la Sagrada Familia, cerca del lugar donde vivía Zuleima, le pedí a Marta que parase, y me apeé. Ella sabía que aquella era la zona donde vivía mi amiga e interpretó que iría a visitarla, justo lo que yo pretendía que creyese.

Paró el coche con un frenazo brusco y, sin decir palabra, permitió que bajase. Me despedí con un escueto «buenas noches» y me quedé en la esquina con la absurda ilusión de que pronto pasaría un taxi. Mis deseos de ir a visitar a Zuleima a las tres de la madrugada eran nulos. En parte porque no me apetecía verla, en parte porque me arriesgaba a encontrarla acompañada por alguno de sus correligionarios en las tareas de salvar al mundo, aunque en aquel momento no lo estuviesen salvando. O tal vez sí; a Zuleima, cuando alguna empresa captaba su atención, las tres, cuatro o cinco de la madrugada le parecía una hora estupenda para pergeñar acciones de protesta coloridas y con la adecuada banda sonora.

Últimamente parecía que su sagrada misión consistía en librar a la humanidad de los alimentos transgénicos, engendros capitalistas que tal vez causaran la muerte por cáncer a los cuarenta años a un buen número de africanos, que sin ellos morirían felizmente de hambruna a los cuatro años, felizmente desnutridos. También estaba participando en movimientos antiglobalización, aunque afortunadamente solo a nivel teórico. La lucha armada pacifista aún no formaba parte de sus planes a corto plazo. Además, y teniendo en cuenta la hora que era, cabía la posibilidad de que Zuleima simplemente estuviese follando cabalmente con alguno de sus correligionarios. Durmiendo lo dudaba, dormir a las tres de la madrugada es un signo evidente de aburguesamiento, algo que de ninguna de las maneras ella iba a permitirse.

Anduve sin dirección determinada, el aire era cálido y apetecía andar. Las luces del piso de Zuleima estaban encendidas. Como he dicho antes, las tres de la madrugada es una hora excelente para conspirar.

En la esquina, una de las pocas casas bajas de la zona ha sido derruida y observo los escombros. Son de primera calidad. Hay cadáveres que lucen mejor que otros, da lo mismo si son de personas o de edificios.

A las tres de la madrugada, un buen pensamiento estúpido reconforta.

Pruébenlo.

Paso a cosas más serias, aun sin pretenderlo.

Recuerdo a la muchacha muerta en la bañera con aquella enorme herida en el cuello y la sangre manchando todo su cuerpo. Probablemente era una mujer atractiva, pero eso no le sirvió para que la pueda considerar uno de esos cadáveres atractivos que acabo de mencionar. Las casas no sangran, por mucho que las derriben.

Sigo andando. Un tipo de estabilidad algo mermada por el vino barato, a juzgar por su aliento, y mirada enloquecida, sin venir a cuento, me cierra el paso y me dice que me serrará los brazos y luego me inflará a hostias. No le creo capaz de hacerlo, pero nunca se sabe. Me largo, él se queda sacando pecho y lanzando miradas furibundas a su alrededor. Probablemente, su exabrupto lo ha tranquilizado y ya no representa un peligro para nadie.

Estoy asustado, repentinamente mi ciudad me acecha con inquina, no me reconoce y trata con notable éxito de intimidarme. A cien metros de mi posición, me seducen las luces de uno de los muchos hoteles nuevos que han florecido por toda Barcelona. Entro y pido una habitación para pasar lo que queda de noche a un recepcionista poco entusiasta.

Es caro hasta la náusea, pero con toda seguridad en la habitación que me asignan no habrá ningún borracho deseoso de serrarme los brazos antes de forrarme a hostias. Eso espero.