Nunca había pasado por la experiencia de ser considerado sospechoso de asesinato. Es algo absolutamente desagradable. Sabes que no tienes nada que temer y sin embargo tienes miedo. Temes que te hagan una pregunta que no contestes con la claridad suficiente, que te confundas a causa de los nervios y que ello comporte problemas. Al fin y al cabo un policía acaba su trabajo cuando le cuelga el muerto a alguien. En aquel caso la frase era redonda: «colgarle el muerto a alguien». Se te ocurren ideas locas: mira que si yo… sería yo capaz de… has podido influir en la muerte de esa chica…
Y el policía confunde tus dudas con síntomas de culpabilidad, ¿ven por dónde voy?
¿No?, pues ya me gustaría verles a ustedes con la mierda hasta la cintura y un muerto flotando en ella.
Permítanme seguir.
¿Tendrán los policías la obligación de cumplir cuotas de casos resueltos como cualquier comercial? Oigan, si en cuestiones de tráfico las tienen, con más razón si se trata de asesinatos.
Les aseguro que por mi mente, en aquel momento, pasaban ese tipo de pensamientos. Me estaba volviendo definitivamente loco.
¡Por Dios! Déjenme en paz o acabaré confesando que maté a John Lennon en un ataque de celos. Quería beneficiarme al callo de Yoko Ono. De acuerdo, espósenme, no necesito abogado, soy culpable.
Cosas así.
En conjunto, todo muy desagradable.
Y, para acabarlo de arreglar, teníamos que lidiar con un pirado que manejaba los refranes como si fuesen un bate de béisbol.
Sin necesidad de que el inspector me provocase, me vino un refrán a la mente: «Ande yo caliente, ríase la gente». Y yo mismo hice de Colomer, me respondí: «Sí, especialmente las putas, huelen el negocio a tres esquinas de distancia».
Evidentemente, me estaba volviendo loco, en cualquier momento me creería Fred Astaire y lloraría por la muerte de Ginger Rogers. ¿Bailaría en silla de ruedas, la pobre Ginger, antes de emprender el viaje a un mundo mejor?
Por cierto, mientras nos dirigíamos hacia el policía de los datos —un tipo que nos miraba como si aquella fuese la última noche en libertad de nuestra vida—, Susana caminaba delante de mí. Tiene un culo más que respetable, alto, redondo y movedizo. A mí me gustan estos culos, van bien para morder. Solo morder, y suavecito, ¿vale?
Ahora solo falta que aparte de asesinato me acusen de violencia doméstica.
El culo de Marta es algo escuálido, pero muy elegante. Uno de esos culos que quedan mejor vestidos que desnudos.
Si en la cama Susana mueve el culo tan bien como lo hace andando, debe de ser una experiencia.
Marta me soltó un pellizco tremendo en el brazo. Es el problema de culos como el de Susana, son algo hipnóticos. Y a Marta no se le escapa una. Después de pellizcarme con saña me sonrió para que viese que todo era una broma entre colegas, nada de celos.
Al día siguiente era capaz de preguntarme quién me había hecho aquel morado y montarme una escena de celos, sabiendo perfectamente quién había sido.
Mientras le daba los datos al policía, este parecía tener problemas con el bolígrafo, ya que de cuando en cuando lo sacudía en el aire con expresión enfurruñada. Cuando Marta, que no había dejado de apoyarse en mi brazo, le dijo que era la esposa de Raúl, quien consolaba, a su vez, con voz suave a Susana, que lloriqueaba recostada en su hombro, el agente de mirada amenazante y bolígrafo rebelde levantó la mirada al cielo y musitó algo acerca de la democracia y la hostia. No pude captar exactamente el orden ni la frase completa. Yo no hubiese mezclado una opción política en el asunto, pero la verdad es que ya estaba hasta las pelotas de tanta pamplina y el exabrupto me pareció procedente. Me hubiese apetecido proponer un cambio de parejas, pero ya se sabe que los cambios de pareja son para que los matrimonios tengan un desahogo. Y ya me contarán.
Raúl le dijo a Susana que tomarían un taxi y la llevaría a casa.
Marta dijo que ni de coña.
En realidad dijo que menuda idea, encontrar un taxi a aquellas horas y por aquella zona, que nada, nada, que iríamos todos en su coche. Pero sonó a «ni de coña».
Yo, a la fiesta, había ido en taxi. Tuve la peregrina idea de que saldríamos pronto y Marta pasaría por mi casa para un restregón rápido antes de regresar a la suya. Ella me había dicho que iría en su coche, lo que no me dijo es que en el asiento del pasajero iría Raúl.
Raúl, ante la propuesta de Marta, insistió en que podían coger un taxi. Dijo que no había motivo para complicar la cosa, que incluso podía llamar al taxi por teléfono.
Marta se reafirmó en que «ni de coña», que no era ninguna molestia y que, además, así comentábamos entre los cuatro los acontecimientos de la noche, que había muchas cosas por aclarar. Esto último a mí me sonó ominoso.
Susana se mantenía prudentemente callada.
Yo también.
¿Raúl?
A partir de aquel momento también.