RAÚL

Hace falta ser gilipollas para dar cobertura a la mentira de una chica que, pensándolo bien, podría ser una asesina. Porque no la conocía de nada, al parecer no podía justificar su presencia en aquella fiesta y, para más diversión, fue ella quien encontró el cadáver en un lugar en el que en teoría no debía estar.

Me refiero a Susana, al cadáver supongo que no le dejaron escoger.

¡Ah! Y no se lo pierdan, a continuación había ido yo allí para esparcir mis huellas por toda la escena del crimen. La habilidad con la que sin ninguna necesidad me estaba convirtiendo en sospechoso de asesinato era realmente meritoria. Y ni siquiera había pensado que tenía un buen polvo.

Bueno, sí que lo había pensado, buenísimo, en realidad, pero eso no me convertía en cómplice de asesinato ni me obligaba a dar cobertura a sus mentiras.

Traté de mirar a Susana sin que se notase demasiado. Ella captó mi intención y, sin mirarme, desplazó la mano de mi brazo a mi mano y la apretó. ¡Qué bonito, joder! Gracias, muchacho, te traeré pan con lima a la cárcel. ¿Fumas? Lo pregunto porque también puedo traerte tabaco. Yo soy joven, tengo toda una vida por delante, no permitas que me encierren.

Marta vio la mano de Susana estrechando la mía y sus ojos se pusieron a competir con los del comisario Colomer. Si Susana volvía a estrechar mi mano, mi casi exmujer, para empatar el partido, se follaría a Salvio usando al comisario como colchón.

Y hablando de Colomer, el tipo se estaba liando con la distribución de parejas y arrumacos que nosotros cuatro escenificábamos. Si en algún momento pretendía profundizar en el tema, y Marta y yo debíamos explicar los entresijos del planteamiento que habíamos hecho para solucionar nuestras diferencias, acabaría loco. Tal vez ese fuese el momento para contarle al comisario que me superaban las complejidades del mundo, que no me culpase de las cosas que no entendía, y que la culpa era del infinito cansancio que sufrió Dios Todopoderoso al término de la Creación, que lo obligó a tomarse un día de descanso sin dar el repaso necesario para pulir detalles.

El tratamiento especial que le daba Colomer a nuestro pequeño grupo concitaba el interés del resto de los invitados. Alguno de ellos trataba de acercarse y ver a los principales sospechosos de asesinato de cerca. ¿No harían ustedes lo mismo? En vivo y en directo no es lo mismo que en televisión. Imaginen la diferencia que hay entre que alguien te cuente el sabor del caviar iraní o comértelo a cucharadas. Dos de las personas que se acercaron fueron el quarterback y la muchacha atractiva que no era capaz de tomarse en serio a un hombre en la cama.

Al quarterback, sin el canapé de picadillo de cangrejo en la mano, se la veía distinta. Más humana, eso es. Por desvalida, me refiero. Era como el aire de desamparo que tendría al pensar en el inicio de una nueva dieta. «Señor, dame fuerzas para soportar tanta angustia».

La belleza que la acompañaba y que tenía mala suerte con los hombres en la cama me miraba con interés. Imaginé que nunca se había acostado con un asesino, y en mí veía un futuro prometedor. Me dirigió una sonrisa tímida que provocó un ataque de tos histérica en Marta. Susana fingió que no la veía.

La cosa prometía. Lamentablemente, el inspector Colomer detectó turbulencias ajenas a su investigación y lanzó una destellante mirada que impactó de pleno en el quarterback y la bella, provocando su huida.

De cualquier manera, si se presentaba la ocasión le pediría el teléfono a la bella. Para iniciar la conversación podría preguntarle al quarterback en qué equipo jugaba cuando no estaba devorando canapés de cangrejo.

—¿Me pueden explicar la razón por la que están ustedes apiñados como una asociación de protección mutua? ¿La señorita estaba sola cuando descubrió el cadáver o iban ustedes detrás de ella guardándole la espalda? —El inspector Colomer iba paseando su ojo loco por cada uno de nosotros, trataba de encontrar el punto flaco por donde pudiese colar una acusación de asesinato. A ser posible una que nos incluyese a los cuatro. El tipo debía de acabar de leer Asesinato en el Orient Express y la cosa de un degüello a ocho manos le parecería estimulante.

—Verá, cuando uno de nosotros cumple con sus necesidades fisiológicas acostumbra a ir solo al baño. —Tal vez no fuese recomendable enfrentarse al inspector con una ironía como aquella, pero su tono de burla no me había gustado, y yo no tenía ninguna razón para temerlo. Claro que estaba aquel pequeño detalle de dar cobertura a la mentira de Susana. Y lo de las huellas. En fin, que me estaba comportando como un tarado. Cuando me colgasen la perpetua ni siquiera podría argüir que era ignorante de mi condición. Fuera como fuese, lo dicho flotaba entre el inspector y yo, ya era tarde para rectificar.

—Eso me tranquiliza, se lo puedo asegurar. Así que ella entró sola.

—Por supuesto.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—La estaba observando mientras subía la escalera. —Lo dije con la seguridad que da decir la verdad. Era cierto que la había estado observando mientras subía la escalera, creo recordar que en otro momento hice un comentario acerca de su culo.

—Y la puerta estaba abierta… El dueño de la casa asegura que esa puerta acostumbra a estar cerrada, es un baño de uso particular. Le ha extrañado verla abierta, creía haber dejado la puerta cerrada, aunque admite que pueda estar equivocado.

—Inspector, es evidente que estaba abierta o que alguien la abrió para entrar el cadáver, a no ser que la matasen allí.

Mi comportamiento de oligofrénico cabal había provocado que el diálogo se estableciese entre el inspector y yo. Los demás escuchaban confortablemente instalados a nuestro alrededor.

—Sí, es una buena observación. Y es curioso que lo diga usted porque hay un detalle realmente extraño. Parece ser que la mataron en el baño, hemos inspeccionado toda la planta alta de la casa y no hemos encontrado rastros de sangre, y en el resto de la casa estaban ustedes, los invitados.

—¿Y qué le parece extraño, inspector? —Ya sentía el frío de las esposas rodeando mis muñecas.

El inspector paseó una de sus miradas góticas por nuestro grupo y sonrió desagradablemente. Con la naturalidad que da la costumbre metió la mano derecha en el bolsillo y se acomodó los huevos. Estuvo unos segundos hurgando en sus pantalones, luego, señalándonos a Susana y a mí con la misma mano que había trasteado en sus vergüenzas hacía un momento, dijo:

—¿A ustedes no se les ocurre nada?

Susana me miró con expresión aterrada, luego miró al inspector y movió la cabeza negativamente.

Yo pensé qué tonterías podía haber hecho en el cuarto de aseo aparte de dejar mis huellas esparcidas por todos los rincones por donde había pasado. No se me ocurrió nada, y me encogí de hombros.

—Ya veo, ustedes no han sido capaces de ver nada extraño, sin embargo yo tengo mejor ojo que ustedes.

Cuando el inspector Colomer dijo lo del ojo, se produjo un cierto revuelo en nuestro grupo. Marta, claramente hacía esfuerzos por contener la risa, Salvio miraba insistentemente al suelo y frotaba con la puntera del zapato una mancha que solo él veía. Susana y yo estábamos demasiado asustados para celebrar el chiste del inspector, así y todo intercambiamos un furtivo apretón de manos —lo de las manos de Susana y las mías se estaba convirtiendo en una Love Story de futuro incierto—. En honor a la verdad, yo dudaba de que aquel tipo fuese capaz de hacer un chiste a costa de su ojo.

—En el cuarto de aseo no había la menor señal de lucha. Porque usted, señorita, no arregló el baño antes de salir a la escalera para avisar de que había encontrado el cadáver, ¿cierto?

Por la expresión de Susana y la fuerza que imprimió a sus movimientos cuando negó repetidamente con la cabeza se podía deducir que ni lo había limpiado ni pensaba limpiar un baño en lo que le quedaba de vida.

—Y usted, Raúl. Me dijo que su nombre era Raúl, ¿cierto? —Afirmé casi hipnotizado por los destellos de ritmo cambiante del ojo de Colomer y ya sin el menor deseo de reír—. Usted, Raúl, ¿no limpió restos de sangre en el cuarto de aseo?

Negué con pausados movimientos de cabeza, trataba de dar una impresión de tranquilidad que en realidad no sentía.

—Pues si ni la señorita arregló el cuarto de baño ni usted limpió restos de sangre, ¿por qué no encontré signos de resistencia ni manchas de sangre a excepción de la bañera? Le encuentro tanto sentido como hacerle proposiciones amorosas a una furcia muerta.

Marta hizo un gesto de desagrado ante las últimas palabras del policía.

—¿La he ofendido, señora, o es que usted cree que hacerle proposiciones amorosas a una furcia muerta tiene sentido? —Tuve la impresión de que Colomer no había olvidado lo divertida que se mostró Marta con lo del ojo y estaba pasando cuentas con ella. Un punto para él; si seguía ganando puntos, por su cumpleaños le regalaría un parche para el ojo.

De repente, Colomer pareció perder interés en mi persona y se giró hacia Salvio.

—¿Qué bebe? —le preguntó.

—Creo que es bourbon —dijo Salvio con expresión de sorpresa.

—Usted no debería estar bebiendo, ninguno de ustedes debería hacerlo.

—¿Por qué? —preguntó Salvio, mirando el resto de licor de su vaso como si de repente se hubiese convertido en un bebedizo extraño que mediante un sortilegio le pudiese convertir en sapo, o como si ante las palabras del inspector temiera ver nadando en el licor a una cría de caimán.

—Porque yo estoy de servicio, ¡joder!, por eso.

Uno de los policías que antes había entrado con el inspector se acercó y susurró un par de frases en su oído, luego se marchó.