SALVIO

Allí estábamos los cuatro. Tenía a Marta colgada de mi brazo, dábamos la impresión de ser una perfecta pareja con veinte años de matrimonio a cuestas. Solo pensarlo ya me entraban escalofríos. Mientras, Raúl trataba de mirar a cualquier lado donde no viese a su esposa colgada del brazo de otro. O eso me imaginaba yo. Claro que de su brazo colgaba aquella preciosidad que paseaba por el mundo descubriendo cadáveres. Dos parejas felices, según todas las apariencias. En cualquier momento empezaríamos a follarnos los unos a los otros. Estaba francamente nervioso.

Y cargado de razones para estarlo, si no les molesta que se lo diga.

Para acabarlo de arreglar estaba el policía del ojo demente que brillaba y parpadeaba como un semáforo con los cables cruzados. Me miró y le sonreí con amabilidad. Me gusta mantener buenas relaciones con la policía: si les caes bien, te dejan jugar con las esposas y hacer malabarismos con la porra en lugar de metértela por el culo. Un antiguo compañero de instituto que dejó la carrera de Magisterio y abandonó las aulas para instalarse en la puerta del instituto para pasar droga, de vez en cuando me cuenta historias de policías que me ponen los pelos de punta.

La mano de Marta apretó mi brazo y me arrastró ligeramente hacia la posición de Susana y Raúl, que, para enfrentar al inspector, se habían separado ligeramente. Supongo que fue cosa de los nervios. En aquel momento pensé que sería una buena idea largarme de copas con Raúl y tener una conversación de hombre a hombre. «Mira, tío, ha sido todo un tremendo error, te devuelvo a tu mujer, yo lo único que quería era follar un poco, me puso nervioso la exhibición de lencería que me hizo en la reunión que tuvimos en su empresa. Ya sabes cómo funcionan estas cosas».

Algo así le diría a Raúl. Y casi que aceptaría un par de hostias de cortesía con tal de librarme de aquel maldito embrollo. Tendrían que verle el ojo a aquel fulano para entenderme.

Además, si bien lo miraba, y dejando de lado mi lío con Marta, yo, de los cuatro, era el que menos motivos tenía para estar allí soportando las preguntas capciosas que con toda seguridad nos iba a hacer aquel policía.

Repasemos: Susana había encontrado a la chica muerta, tenía, por tanto, todos los números para que la atosigaran. Raúl era médico, estaba acostumbrado a la muerte y además parecía que a cada momento que pasaba acercaba posiciones con Susana. Yo entiendo de eso, ya me gustaría estar en su lugar. Marta no tenía nada que ver, cierto, pero en algunos momentos daba la impresión de estar pasándoselo de puta madre. Además, había sido ella quien nos había endilgado la maldita fiesta al resto de nosotros. Allí, el único que sentía deseos de ponerse a aullar y largarse corriendo parecía ser yo. No me parecía justo, ¿qué quieren que les diga?

Susana, cuando el inspector le preguntó, dijo que a ella la había invitado Raúl.

Raúl dijo que sí, pero puso cara de haber tenido momentos más felices en su vida. Me parece que yo también tenía una cara muy parecida a la suya.

El ojo del policía, no recuerdo cómo había dicho que se llamaba, continuaba parpadeando como si el fin del mundo estuviera a la vuelta de la esquina y el único que pudiera avisar a la humanidad fuese él.

Lo jodido del caso es que lo de Marta, su ropa interior y mis deseos de devolvérsela a su marido era cierto, no sé si exacto, pero cierto. Lo de la exactitud viene a cuento de que verla cada dos semanas o algo así ya me parecería bien, pero cuando tocase colgarse del brazo de alguien, que lo hiciese del de su marido. O sea, yo escalera de color y Raúl pareja de doses. Y, además, que se le viese en la cara.

Marta es una mujer elegante y atractiva, socialmente hábil —por tanto, puede resultar una compañía apetecible en más de un momento—, y hace gala de una disponibilidad confortable. En la cama se comporta según vaya el día, creo que ya lo he dicho. En conjunto es una buena opción para un escarceo amoroso de calidad, siempre que no me haga sentir como el señor Marta, que es justo lo que está haciendo constantemente.

En aquel preciso momento me acordé del nombre del policía: inspector Colomer. El problema es que lo dije en voz alta, sin venir a cuento, y todos me miraron como si yo tuviese la clave del asesinato de aquella pobre mujer.

—¿Sí? —dijo el policía.

—No… na, na, nada.

—¿Cómo que nada?

—¿Está muerta, la mujer de arriba? —Pregunté aquello de la misma manera que podía haber preguntado si Tegucigalpa era realmente la capital de Honduras.

—Del todo, pero le están haciendo la respiración boca a boca a ver si logramos reanimarla antes de hacerle la autopsia. Últimamente hemos tenido alguna reclamación por precipitarnos.

Lo dijo como si mi pregunta hubiese sido la ganadora de un concurso de preguntas estúpidas.

Más o menos ya era eso.

La mano de Marta dio la impresión de que iba a dejar libre mi brazo, pero al cabo de un momento se agarró con más fuerza si cabe. Me sentía como si acabaran de darme el diploma de gilipollas del curso. Afortunadamente, por allí cerca había un vaso con licor, lo cogí y le di un buen trago. No estoy nada seguro de que fuese mío, pero estaba lleno. Y era whisky.

Cuando lo solté ya se había vaciado.