Estaba a punto de invitar a la putilla al baño para una conversación entre damas que me diese la pista de lo que había entre ella y Raúl, cuando se produjo aquel silencio. Miré el salón, allí todas las cabezas estaban vueltas hacia la escalera por donde bajaba el inspector Colomer, a quien seguía un Pablo cabizbajo. El inspector se paró un momento y cambió unas palabras con uno de sus hombres, luego pareció cambiar de opinión, regresó a la escalera, subió un par de escalones y dijo:
—Señores, de momento nadie se va a mover de esta casa. Conforme les vayamos tomando una somera declaración y tengamos sus datos podrán ir marchando a sus domicilios, o a donde les apetezca, si aún tienen ganas de seguir la fiesta. Pónganse cómodos, procuraremos causarles las mínimas molestias posibles.
A mí aquel hombre me ponía nerviosa, la manera en que había dicho que procurarían causar las mínimas molestias posibles indicaba que si estaba en su mano causarnos insomnio permanente, no dudaría en hacerlo. Y más nerviosa me puse cuando observé que se dirigía en línea recta hacia nosotros. Estuve a punto de colgarme del brazo de Raúl buscando protección, pero a la putilla le debía de pasar lo mismo que a mí, aunque a juzgar por las apariencias ella debía de tener más motivos que yo para estar preocupada, y se me había adelantado. Así que me colgué del brazo de Salvio, que pareció algo incómodo, porque dirigió una mirada tentativa a mi marido, que en aquel momento palmeaba la mano de la putilla con gestos tranquilizadores.
«San Raúl Mártir», protector de jovencillas descarriadas, virtuoso impotente y estéril, ruega por nosotros.
Me gustaría poder decir que Raúl era un desastre en la cama —uso el pasado en lugar del presente porque hace ya algún tiempo que no tengo que aguantar sus patéticos gemidos en mi oído— y que con Salvio había encontrado al hombre capaz de hacerme vibrar, pero sería engañarme a mí misma, ninguno de los dos me ha hecho pasear por esos parajes de pasión desatada de los que hablan las novelas románticas, ni pienso en las patéticas escenas de sexo de una cinta pornográfica.
De cualquier manera, a mí el sexo nunca me ha interesado excesivamente. Me gusta que me acaricien, me mimen y me susurren palabras dulces al oído, ¿a qué mujer no le gusta?, pero creo que el famoso orgasmo está sobrevalorado. En una ocasión, con Raúl, creí que sí, que aquello podía merecer la pena. Al día siguiente, pensando en ello, me convencí de que estaría embarazada, había sido demasiado bonito para quedar en nada. El desencanto, cuando a las pocas semanas empecé a manchar las bragas, fue tremendo. Un desencanto que se iría repitiendo mes a mes.
El inspector Colomer ya estaba a escasos metros de nosotros. Se paró, nos señaló con el dedo medio, hizo un gesto circular que nos englobaba a los cuatro y nos señaló el interior de la salita de la ropa de invitados. El ojo loco de aquel hombre titilaba con furia, como si pretendiese fusilarnos a destellos. Me hubiese puesto a llorar con toda facilidad, en lugar de ello me acerqué al lugar que ocupaban Raúl y la putilla, arrastrando a Salvio conmigo. Y, ya que estaba en ello, hice una maniobra encaminada a que Salvio y Raúl quedasen hombro contra hombro. Fue una maniobra perfecta. Le sonreí ladinamente a la putilla, pero fingió que no se enteraba ni de mi sonrisa ni de mi intención. Tomé nota para no confiar demasiado en el famoso corporativismo femenino, no al menos con aquella mujer, no al menos mientras la situación no estuviese más clara.
—Vengan conmigo —dijo el inspector Colomer—. No sé por qué, pero ustedes cuatro tienen algo interesante que contarme.
No me gustó que nos incluyese a los cuatro en el mismo círculo de sospechosos, o lo que fuese que aquel policía asqueroso trataba de hacer, así que procuré dejar clara la situación.
—Claro, fue ella quien encontró a esa mujer muerta. —Señalé a la putilla, que me miró con una mezcla de rencor y miedo.
—Sí, claro, pero yo a ustedes cuatro los veo como a una unidad. Si fue ella quien encontró el cadáver, los tres restantes deben de estar relacionados de alguna manera con el hallazgo. Si lo prefieren, pueden pensar que es una de mis intuiciones, que, por cierto, no acostumbran a fallarme, tengo buen ojo para estas cosas.
Cuando dijo lo del buen ojo, vi que Raúl hacía esfuerzos para no reír. A mí me pasaba lo mismo, y es que el capullo de mi marido y yo tenemos más de una cosa en común.
—Díganme, ¿a ustedes quién les ha invitado a esta fiesta? —El inspector trató de envolvernos a los cuatro con una sola mirada. En realidad fue un intento bastante lamentable, aunque excusable, si tenemos en cuenta aquel ojo increíble que parecía que iba a despegar de su órbita de un momento a otro.
—Yo trabajo en la misma empresa que el dueño de la casa, y este señor es mi acompañante. —Mientras lo decía me apreté con más fuerza a Salvio.
El inspector enfocó el ojo bueno hacia Raúl.
—¿Y a usted?
—Ella —dijo Raúl, señalándome—. Soy su marido.
El inspector Colomer había levantado la mano en un gesto impreciso que se congeló en el aire, luego movió la cabeza y dijo:
—Bien, ¿y usted es la esposa de este señor? —dijo dirigiéndose a la golfa adolescente y señalando a Salvio.
La putilla dijo que no, que a ella la había invitado Raúl, pero que no era su esposa.
Durante un instante me dio la impresión de que Raúl iba a negarlo, pero movió la cabeza afirmativamente.
—Ya veo —dijo el inspector.
Por su expresión, lo que veía no le parecía claro en absoluto.
Aunque con aquel ojo…
Miré a la putilla y a Raúl.
Ninguno de los dos quiso devolverme la mirada.
Miré a Salvio. Desde luego no me miraba de la misma manera que lo hace cuando voy a su casa para un revolcón.