RAÚL

Marta coqueteaba descaradamente con Salvio mientras procuraba joderme con sus insinuaciones. Entre ella y Susana se había establecido una corriente de antipatía desde el mismo momento que mi-esposa-en-fase-de-separación la había tratado como si fuese evidente que ella y yo estábamos liados. Los frecuentes viajes a mi ex vaso de whisky no contribuían a sosegarla, ella no está muy acostumbrada a beber. Bebe con el exquisito cuidado de una beata frente al espejo, calculando la longitud de su falda. Y, hablando de beber, yo decidí parar de hacerlo en aquel mismo momento, si seguía por aquel camino, el inspector Colomer no tendría que investigar demasiado: yo mismo me declararía culpable de todos los asesinatos cometidos en la ciudad con tal de que me dejasen ir a dormir.

Me asaltó el deseo repentino de hacer un aparte con Salvio y contarle que su ligue, o sea, mi-casi-exmujer, era una mala bestia. En realidad, a mí Salvio no me parecía mal tipo. Y según el enfoque que le diese a todo aquel asunto, debería estarle agradecido por follarse a Marta. Pero eso es algo que a cualquier hombre le cuesta un mundo agradecer. Por muy mala bestia que pueda llegar a ser su mujer y muchos los deseos que tenga de perderla de vista, imaginar la polla del fulano dentro de la boca de tu esposa te retrotrae a los tiempos en que ejercías de gorila y veías a tu hembra despiojando al vecino. Por aquello de los atavismos, la cueva, la perpetuación de la especie. O porque somos una manga de gilipollas. Pero nos cuesta, eso seguro.

Decidido, o dejaba de beber o acabaría abrazando a Salvio con lágrimas de amor corporativo rodando por mis mejillas.

Susana estaba entrando en la fase de cansancio extremo y debilidad que la conduciría a la fase final de extenuación si no se producía una estimulación externa, por otro lado nada aconsejable. Sentada en la silla, había adoptado una postura nada elegante: las piernas extendidas con un ángulo de abertura poco conveniente para una chica decente vistiendo una falda de longitud menos decente que la propia chica. Le pregunté si se encontraba bien y me respondió que no recordaba si había dejado su bolso de mano en el cuarto de aseo y si sería conveniente ir a buscarlo. Miré su bolso que descansaba en el suelo, a su lado, donde ella lo había dejado. Le quité el vaso de la mano y le dije que si tenía sueño le buscaría un lugar donde poder tenderse.

Marta se me acercó y me susurró al oído:

—¿Ahora las seduces con el rollo paternal?

—Vete a la mierda —le respondí en el mismo tono de voz, pero no se dio por aludida y continuó susurrando.

—Claro que, desde que te dedicas a chicas que podrían ser tus hijas, supongo que ese es el mejor sistema. Imagino que un psiquiatra diría que es una reacción lógica por tu imposibilidad de tener descendencia. Creo que lo llaman búsqueda de patrones sustitutivos.

Me encogí de hombros y me aparté hacia el otro lado de la silla, que ocupaba Susana. Por cierto, hay algo que ya no creo que merezca la pena decirle a Marta: yo no tengo la imposibilidad física de tener descendencia que ella me achaca, tal vez sea ella quien tenga algún tipo de imposibilidad, o simplemente somos incompatibles en este aspecto, no lo sé, y en realidad no me importa. Cuando llegó el momento de comprobarlo, nuestra situación había llegado a un grado tal de deterioro que me negué a hacer la prueba de compatibilidad. Imagino que eso es lo que a Marta le hace suponer que soy estéril. Tal vez lo sea. Probablemente, ni me importe, yo hubiese tenido un hijo única y exclusivamente para satisfacer a Marta; para mi gusto, la superpoblación de este jodido planeta ya es suficiente sin mi colaboración.

Miré a Susana —los reproches de mi esposa-en-fase-de-se-acabó, como de costumbre, seguían resonando insidiosamente en mi cerebro—, difícilmente podría ser mi hija, aunque pensándolo bien…

Bueno, ¡a la mierda! Empecé a añorar un espacio abierto y silencioso, solitario y tranquilo. Un lugar donde Marta tuviese prohibida la entrada. Un lugar donde el rumor cada vez más sólido que producían el resto de los invitados, comentando los sucesos de la noche, no me golpease causándome dolor y me hiciera sentir culpable sin tener una idea clara de mi culpabilidad.

Por los movimientos espásticos que se producían entre los grupos de invitados y las caras horrorizadas que mostraban, era evidente que la muerte de aquella mujer, allí en el cuarto de aseo, ya no era un secreto para nadie.

Un camarero, con frustrada vocación de gacetillero, que paseaba una bandeja con los restos de su carga de canapés de caviar —lo que parecía demostrar que el horror y el apetito circulaban por carreteras distintas—, sin que nadie se lo preguntara, nos dijo que el dueño de la casa no sabía quién podía ser la mujer que yacía en la bañera. El hecho de que ninguno de los invitados echara en falta a su compañera parecía demostrar que nadie en la fiesta la conocía. Tampoco se explicaban cómo había podido entrar si, tal como parecía, no era ni una invitada ni pertenecía al personal de servicio.

Marta expresó mis pensamientos en palabras. Salvio apuntó la posibilidad de que fuese una ladrona, lo que me pareció una tontería. Por lo que yo recordaba, su atuendo era más propio de una invitada a la fiesta que el de una ladrona.

Susana, simplemente, movió la cabeza con desgana. Probablemente, le resultaba fatigoso hasta respirar con normalidad.