En ocasiones me preocupa esa agresividad sibilina que muestra Marta cuando Raúl está cerca.
Por cierto, Raúl estaba bastante borracho, pero lo llevaba bien. Me dirigió la sonrisa desconcertada de siempre. Supongo que le respondí con otra más o menos igual de penosa. Marta apretaba una teta contra mi brazo para que a nadie le cupiese la menor duda de qué iba aquello. Normalmente, su pecho junto a mi brazo es una sensación placentera, pero en aquel momento me hizo sentir que me consideraba de su exclusiva propiedad y lo proclamaba para que todo el mundo lo supiera.
La chica de la escalera —ahora sabíamos que se llamaba Susana— observó la escena, miró brevemente a Raúl, luego cogió la botella y se sirvió un trago largo de whisky. Yo hice lo mismo con un vaso que pillé al vuelo de un camarero que se había equivocado y le estaba ofreciendo whisky al policía de la puerta —el policía vio la etiqueta de la botella y estuvo a punto de echarse a llorar por no poder requisarla como prueba.
De seguir aquel camino, pronto estaríamos todos borrachos. Marta fue la única que no se sirvió whisky, a ella le gusta estar sobria cuando huele sangre.
Marta preguntó qué había pasado en el piso de arriba. Raúl miró con curiosidad la botella de whisky, parecía calcular si llegaría hasta el final de lo que fuese que estaba sucediendo. Sus ojos pasaron de la botella de whisky a Susana, que mantenía los ojos clavados en una mancha en forma de trébol en el parqué, cerca de sus pies. Raúl inclinó levemente la cabeza para observar la mancha que parecía tener en estado de trance a su acompañante. No debió encontrar nada interesante allí porque suspiró, se encogió de hombros y dijo:
—Allí arriba han asesinado a una mujer, está en el cuarto de aseo. La ha descubierto Susana.
Juro que dijo eso. Y lo más escalofriante del asunto fue que yo me lo creí sin mayores dificultades. No sé, si hubiese dicho que se había estropeado el secador de pelo del cuarto de aseo y temía resfriarse al no poder secarse inmediatamente, creo que me hubiese sorprendido más.
—Tu sentido del humor es una mierda, ¿lo sabías? —dijo Marta.
—Sí, hace tiempo que vivo con él.
—¡Jesús! No estás bromeando, ¿verdad? Dime que es una de tus bromas estúpidas. —Marta dirigió una mirada circular en busca de un vaso limpio, había decidido que si se emborrachaba sería por una buena causa. A su lado, en una mesita, había un vaso terciado con licor, lo cogió y lo observó con cierta aprensión, vio que tenía una mancha de carmín en el borde y lo volvió a dejar, con gesto de asco, sobre la mesilla. Sin decir palabra, arrebató el vaso de Raúl y bebió un sorbo.
Juro que mi reacción me sorprendió, por una parte sentí celos por no ser mi vaso el elegido; por otra, me alivió por la misma razón. Durante un instante dio la impresión de que Raúl iba a protestar, pero lo pensó mejor, se giró, tomó el vaso con la mancha de carmín y lo olisqueó, luego lo probó posando los labios por el lado opuesto al de la mancha.
—No, no estoy bromeando, allí arriba hay una mujer muerta y no creo que el cuchillo se lo haya clavado ella misma. Pregúntale a Susana —dijo Raúl.
Susana, curiosamente, en lugar de mirar a Marta me miró a mí, volvió a fijar sus ojos en la mancha del parqué y dijo:
—Sí, está en la bañera, hay mucha sangre, si seguimos hablando de esto voy a desmayarme, así que mejor lo dejamos.
Y le dio un buen trago al vaso.
Yo también se lo di al mío.
A Marta le temblaba la mano cuando se llevó el suyo a los labios. Miró a Raúl como buscando la manera de culparle por la muerte de aquella mujer que estaba en la bañera del piso de arriba con una herida en el cuello, aunque esos detalles no los supimos hasta más tarde. Al parecer, no encontró la manera de culpar a Raúl porque se mantuvo en silencio. Un silencio que contrastaba con el rumor que desde hacía unos instantes se había adueñado del salón. La gente, allí, formaba corros, y las voces resonaban cada vez más fuerte e iban adquiriendo una consistencia casi física, aunque le faltaban bastantes decibelios para alcanzar el ambiente de un concierto de rock alternativo. Aunque, a diferencia de una fiesta de ambiente alternativo, en aquella al menos teníamos canapés, los camareros habían decidido que hubiese un asesino entre nosotros o no seguirían circulando con sus bandejas entre los invitados.
De la cocina salían, en aquel momento, unos deliciosos nidos de verdura y anchoa con salsa de frambuesa.
Cuando pasó un camarero cerca de nuestra posición, giré la cabeza para no ver la bandeja de canapés. No pude evitar la imagen de la sangre de aquella mujer convertida en frambuesa. Y, a pesar de la angustia provocada por aquella imagen, pensé que era viernes, la madrugada del sábado, para ser más exactos. Yo tengo un trabajo duro y los fines de semana los necesito para descansar, no para trajinar situaciones desagradables. Y encontrarse involucrado en algo tan terrible como un asesinato era lo más desagradable que me había sucedido nunca. Los asesinatos son esas cosas que suceden en las películas y en las series de televisión. Matan a la gente para que los que quedamos en pie pasemos un buen rato y nos alegremos de estar vivos, nada que ver con una mujer muerta en un cuarto de baño que tú podrías estar usando. Y lo realmente grave de aquel asunto, lo asombroso, es que cuando ves a una mujer muerta en una película, piensas «pobrecilla», y ahora que el muerto era real, lo único que podía pensar era «¿y yo qué coño hago aquí?».
Aquella mierda de asunto no me permitiría gozar de un fin de semana reparador. El fin de semana es la herramienta que permite limar las aristas de los días laborables. No nos engañemos, no son más que eso. Pero yo los necesito.
Me hubiese puesto a llorar. Y, como no podía hacerlo, le di un trago más que respetable a mi vaso.
Raúl dijo:
—Vale más que nos lo tomemos con calma.
Sus palabras viajaron un momento por el aire sin que nadie les prestara atención. No se preocupó, a él lo convencieron menos que a nadie, a juzgar por su expresión derrotada.