MARTA

Cuando vi que Pablo y un hombre, que a todas luces era quien dirigía aquella invasión de policías, marchaban juntos, murmurando en dirección al lugar donde aquella chica había aparecido soltando alaridos, comprendí que no estábamos ante un vulgar accidente doméstico. Salvio parecía haber llegado a la misma conclusión porque movía los pies sobre el parqué con nerviosismo.

—¿Qué crees que ha pasado, Marta?

—No tengo ni idea, pero este despliegue policial no viene al caso si se trata de alguien que se ha roto un brazo. Quizás se ha matado alguien, eso sí que justificaría todo este movimiento.

—¿Tú crees?

—Quien debe de saberlo es Raúl, ha estado en primera fila durante todo el proceso. Ven, vamos con ellos y le sonsacaremos. —Acababa de ver a mi marido con una botella y dos vasos, lo que me hacía sospechar que estaba organizando su propia fiesta con la putilla de la escalera, quien lo esperaba sentada cerca de la puerta con cara de no haber cometido una mala acción en toda su vida. Tenía todo el aspecto de un regalo vulgar envuelto en seda esperando ser abierto. Y el cabrón de Raúl, deseando abrirlo. Tomé del brazo a Salvio, apreté con fuerza mi pecho en su brazo y nos dirigimos hacia ellos. Me duele confesarlo, pero joder a Raúl es una de mis mayores satisfacciones, creo que ya lo he dicho antes. Y, ¿qué quieren que les diga?, otras mujeres tienen la satisfacción de un buen divorcio, con la custodia de los niños, la casa de la playa, cosas así de gratificantes. Incluso una orden de alejamiento del hogar puede servir, pero el borde de mi marido no había sido capaz de darme un hijo, algo que no podría perdonarle por muchos años que viviera. Sin hijo y con mi sueldo, equiparable al suyo cuando no mayor, no tenía siquiera la esperanza de arruinarlo en un proceso de divorcio. Eso sin tener en cuenta que, cada vez con mayor frecuencia, los jueces parecen olvidar que las mujeres siempre somos las víctimas y los hombres los agresores.

Siempre me quedaba la opción de denunciarlo por malos tratos, ahí no hay discusión, directo a la cárcel. Claro que pueden descubrir que no es cierto, pero me han asegurado que en este caso no pasas de una bronca en comisaría, o por parte del juez. Ni siquiera afecta para una próxima denuncia. Pero me parece que el cabrón de Raúl no merece tanta molestia por mi parte. Me voy arreglando sin necesidad de llegar a esos extremos. Soy muy imaginativa. Me encanta ver la cara de desubicado que pone cuando busca alguna de sus cosas que yo he cambiado de lugar. No las escondo, simplemente las cambio de lugar. Un par de ellas a la semana. Solo de vez en cuando tiro alguna al cubo de los desperdicios. Nada de importancia: su corbata de seda favorita o aquella jarra de cerveza con tapa de aluminio —menuda chorrada— que se compró en la Feria de la Cerveza de El Corte Inglés, carísima por cierto —doble chorrada—. Después de volverse loco buscando lo que he hecho desaparecer de forma permanente y comprender que ya no lo verá más, pregunta otra vez, la última, sonriendo. Lo hace para que vea que no podré sacarlo de sus casillas, pero yo sé que está furioso. Se ve con claridad que el esfuerzo que hace por sonreír le provoca taquicardia.

Cuando nos acercamos a Raúl y los vi de cerca, comprobé que a mi marido el alcohol le estaba haciendo efecto. Tenía el aspecto de derrota de diseño de un galán de Hollywood después de luchar contra las fuerzas del mal. Conocía esta faceta de Raúl, a partir de este punto era capaz de beber considerablemente antes de caer en el desconcierto alcohólico.

—Hola, Raúl, ¿no quieres presentarnos a tu nueva amiga?

—¿Te largarás si te digo que no quiero hacerlo?

—Por supuesto que no, querido.

La cara de la putilla mostró una mezcla de alarma y sorpresa que no le quedaba demasiado bien. Me hubiese gustado derruir su peinado a tirones. En lugar de eso le dije, con mi mejor expresión de «no hagas caso, cielo, ya sabes cómo son los hombres, siempre con una vida de retraso respecto a nosotras»:

—No te preocupes, cariño, me gusta conocer a todas las amigas de mi marido, en ocasiones es mucho trabajo, pero cuando me casé con él no sabía que era tan sociable.

—Me llamo Susana y tu marido ha sido muy amable, aunque apenas nos conocemos. —Se hacía la tímida con verdadera pericia, la muy puta.

—Ya lo conocerás mujer, ya lo conocerás. Salvio, saluda a Susana, a Raúl ya lo conoces.

El flojo de Salvio, como en todas las ocasiones que estaba frente a mi marido, se mostraba nervioso como un cachorrillo de bóxer delante de una madeja de lana roja. Poco más o menos como Raúl. No sé qué deben de pensar los hombres en una situación como esta, justo cuando deben mostrarse más tranquilos es cuando menos lo están. Susana también estaba nerviosa, lo que me hizo pensar que tal vez fuese cierto que se acababan de conocer, de ser su amante no permitiría que los nervios la traicionasen, las mujeres esta clase de situaciones las manejamos mucho mejor que ellos. De cualquier manera, si se conocían o no, en aquel momento no era lo que más me preocupaba, tiempo habría. Yo quería saber lo que había sucedido en el piso de arriba, y estaba segura de que ellos podían aclarármelo. Así que, sencillamente, se lo pregunté.