La cintura de Susana era liviana y flexible, me hubiese gustado sostenerla en otras circunstancias y con otro estado de ánimo. Los pasos de la chica eran inseguros y tenía que dejar caer parte de su peso en mi hombro para no caerse. La acompañé hasta una de las mesas e hice que le sirviesen un vaso con una abundante ración del excelente whisky de malta que tan generosamente ponía Pablo a nuestra disposición le añadí un cubito y le dije:
—Toma un buen sorbo.
Mientras nos acercábamos a la mesa, la gente nos fue abriendo paso como si nuestro contacto pudiera mancillarles. Y pensé que quizás algo de la sangre de la mujer muerta podía haber pasado al cuerpo de Susana o al mío. Algo estúpido, por otra parte, ya que ni ella ni yo habíamos puesto las manos encima del cadáver. Yo al menos no lo había hecho, más tarde le preguntaría si ella había tenido la misma precaución. Paulatinamente, la gente comenzaba a hacer tímidos intentos de acercarse a nosotros con la intención de satisfacer su curiosidad, éramos a la vez los actores del drama y los poseedores de la información. Pude vislumbrar lo que debía de ser la fama, fue un leve aleteo reconfortante que me hizo sentir por encima del grupo. Es una sensación curiosa: sabes que eres tan humano, tan imperfecto como la gente que te rodea, y sin embargo aceptas la superioridad que te conceden como algo indiscutible.
Tomé a Susana de la mano y la arrastré hacia un pequeño gabinete situado al lado de la puerta de entrada de la casa. Un lugar que el servicio había aprovechado para guardar los bolsos y prendas de los invitados. Susana, aunque solo se había humedecido los labios con el whisky, se aferraba a su vaso como si fuese una promesa de salvación eterna. En aquellas circunstancias yo estaba dispuesto a creer que tal vez lo fuese.
Al pasar por su lado, Marta me miró como si yo fuese una anciana Testigo de Jehová agitando unos folletos delante de su cara. Al pasar, le dijo a Susana, tendiéndole una mano:
—¿Te encuentras bien, cariño?
Y a mí, en un susurro:
—¿Cómo se lo contarás a Zuleima, mamón?
Por un momento las palabras de Marta me hicieron pensar que tendría que pensar en alguna excusa imaginativa para Zuleima.
¿Por qué tendría que darle una excusa a Zuleima? Una vez más Marta había conseguido poner en marcha mis sentimientos de culpa con una sola frase insidiosa. Lo único que estaba haciendo era ayudar a alguien que lo necesitaba. En cada ocasión que Marta me hace sentir culpable me siento tan satisfecho de mí mismo como si me acabara de pillar el dedo meñique en la puerta.
Además, yo le había pedido a Zuleima que me acompañase a la fiesta y no había querido venir.
Odiaba todo lo que representaba la burguesía y el capital, ella es una mujer que vive aferrada a un ideal, que, aunque no sea siempre el mismo, está permanentemente presente en su vida. Sin un ideal al que dedicarle todas sus energías —en ocasiones he pensado que también todas sus esperanzas de felicidad—, Zuleima caería en la desesperación.
De hecho, Zuleima se llama Rosa María Preseguer Viladoms. Se cambió el nombre como señal de protesta por la invasión de los territorios palestinos por el ejército israelí y para solidarizarse con sus hermanos musulmanes. Zuleima sufre sinceramente al no poder evitar la sospecha de que sus hermanos musulmanes desprenden un fuerte olor corporal de origen genético, y ha llegado a pensar que el sufrimiento y el desagradable olor tienen una relación que la ciencia médica puede explicar. Yo no pude hacerlo cuando me lo preguntó, entre otras razones porque es una tontería sin ninguna clase de fundamento.
El origen de la sospecha que la atormenta fue un fugaz encuentro sexual que me contó para convencerme de su falta de sentimientos racistas.
En cierta ocasión, al inicio de la militancia de Zuleima a favor de los desfavorecidos del mundo, y protegidos por una columna y la furgoneta de reparto de una empresa de frutos secos, ella y Ajmed, el mozo del garaje donde guarda su BMW, tuvieron lo que vulgarmente se conoce como un «aquí te pillo aquí te mato». Ella manifiesta que fue una acción encuadrada en su demostración de sincera solidaridad con el pueblo palestino por la invasión israelí. El hecho de que Ajmed sea marroquí y a duras penas sea capaz de ubicar Palestina en un mapamundi no supuso para Zuleima una merma en su voluntad de unión espiritual con el pueblo palestino. La acción de protesta fue tan espontánea e improvisada que a Ajmed no le dio tiempo a librarse del mono manchado de grasa y con reminiscencias olfativas de sudores acumulados durante toda la semana, lo que hace que Zuleima mantenga la esperanza de que en los territorios palestinos, ahora ocupados por el ejército israelí, la cosa sea distinta en cuestión de olores.
A pesar de que de entrada pueda parecerlo, el hecho de que Zuleima sea propietaria de un BMW de gama alta no choca con los principios morales que rigen su vida y con su oposición frontal a la sociedad de consumo y a la desesperadamente injusta repartición de la riqueza. El automóvil es de segunda mano, lo que ya se ajusta más a la práctica proletaria que ella considera la única éticamente aceptable. El primer propietario fue su padre, y aunque se empeñó en regalárselo, Zuleima nunca aceptó. Convinieron un precio y una serie de pagos mensuales que ella trata de cumplir religiosamente, y aunque son numerosos los meses que no puede cumplir el compromiso, nunca olvida que sigue teniendo una deuda con su padre, y el hecho de que en más de una ocasión papá debe extenderle un cheque adicional a su paga demuestra que anda justa de efectivo y no puede pagar la mensualidad del BMW. Por cierto, el seguro lo paga el padre, por algo es el director general de una compañía de seguros. Ahí la cosa está clara: el no pagar el carísimo seguro del BMW puede considerarse un expolio al capital en la persona de la compañía de seguros.
En cierta ocasión, Zuleima se enfadó conmigo porque le dije que era una bendición del cielo que se hubiese cambiado el nombre a causa de la cuestión palestina. Si llega a hacerlo preocupada por la situación de las mujeres en Tailandia y en este momento se llamase Rojpojchanarat, o algo igual de complicado, resultaría poco apropiado susurrarle un par de procacidades al oído mientras hacemos el amor.
La conocí en el cuarto de aseo de señoras de una discoteca de moda, a las tres de la madrugada.
¿Qué hacía yo en el cuarto de aseo de señoras de una discoteca de moda, a las tres de la madrugada?
Evidentemente buscaba el cuarto de aseo de caballeros. Andaba meritoriamente cocido, y aquellos cuartos de aseo se distinguían uno de otro por esos lujosamente enmarcados dibujos surrealistas que tanto puede significar una cosa como su contraria, o, en último término, una mezcla de ambas, lo que provoca la entrada indiscriminada de cualquier sexo en cualquier lavabo y a la mañana siguiente la señora de la limpieza descubre motivos más que sobrados para asombrarse y maldecir «a los putos marranos y sus jodidas costumbres».
El cartel en concreto era una especie de ameba a la que solo más tarde descubrí que le habían pintado los labios. No me pregunten qué habían pintado en el aseo de caballeros. Ya he dicho que andaba cocido, distinguí la puerta con cierta claridad, pero el cartel lo pasé por alto.
Cuando entré, Zuleima estaba a punto de meterse una gruesa raya de coca con la ayuda de un billete de cien euros cuidadosamente enrollado.
—¿Eres policía? —me preguntó.
—No, ¿tú eres un ángel?
—No, pero si te portas como un buen chico puedo ser algo parecido.
—Me portaré bien.
—Vale, ¿quieres compartir esto conmigo? —Lo dijo en medio de un acceso de tos que estuvo a punto de llenar el cuarto de cocaína.
—Esta tos no me gusta.
—Joder, tío, ni a mí, pero ¿qué quieres que haga con ella?
—Cuidártela, por ejemplo.
—Tengo asuntos más importantes de los que preocuparme, mi salud no es el primero de ellos, por el mundo hay gente mucho más necesitada de salud que yo.
Y empezó a contarme algunos de sus planes para mejorar el mundo.
Aquella noche la pasamos hablando. No creo que sea capaz de recordar nada de lo que dijimos, pero debí darle mi tarjeta profesional y asegurarle que yo podía hacer algo con su tos, porque al día siguiente se presentó en mi consulta.
Sin cocaína, solo con la tos.
Algo nos debería de quedar pendiente de la noche anterior ya que a los diez minutos de entrar en mi consulta nos estábamos besando como si acabasen de anunciar el fin del mundo en cuarenta minutos.
Del que, por cierto, nos sobraron quince.
Cuando entró Maite, mi secretaria recepcionista, Zuleima se estaba subiendo las bragas.
Y yo no soy ginecólogo.
Además, aún no me había acabado de subir los pantalones.
Y Maite había sido la ayudante de un ginecólogo, así que sabía de qué iba la cosa. Con toda seguridad, fue ella quien se lo dijo a Marta, porque al regresar a casa me estaba esperando con toda su carga de profundidad para trabajarme el complejo de culpa.
No tuvo en cuenta que ella llevaba tres meses beneficiándose a Salvio y ya había empezado a decorarle el departamento con todas esas cosas necesarias que los hombres nunca nos damos cuenta de que lo son. Además, presumía de ello, son las ventajas de una exesposa en prácticas.
Al principio de mi relación con Zuleima, esta intentó que me interesara en sus planes para convertir el vertedero en que vivimos todos nosotros en un mundo mejor. Me presentó a sus amigos y correligionarios, la mayoría de ellos gente más dispuesta a creer en razones esotéricas que científicas, y que cuando se apoyaban en la ciencia era para ponerla al servicio de una creencia tan disparatada como cargada de buenas intenciones. Asistí a reuniones con Zuleima y sus amigos en las que se trataba de las acciones urgentes e indispensables para sensibilizar al pueblo de la necesidad, por ejemplo, de eliminar cualquier acción del Gobierno que condujese a la violencia. Las urgentes e inevitables acciones, inevitablemente acababan a palos y con estimulantes competiciones atléticas; las más frecuentes consistían en carreras de fondo con los antidisturbios azuzándolos. Lo sorprendente de la acción pacifista de los amigos de Zuleima era que cuando los antidisturbios no los azuzaban a ellos, eran ellos quienes azuzaban a los antidisturbios, al equipamiento urbano de la ciudad y a todo lo que oliese a capitalismo.
O sea, a todo, exceptuando sus zapatos.
También follábamos, Zuleima y yo, no con la urgencia del primer día en mi consulta, pero follábamos. En nuestra vida amorosa se interponía, como un espectro portador de malas nuevas, mi evidente falta de interés por arreglar los problemas del mundo a través de manifestaciones que acababan en batallas campales, también mi nula capacidad para pergeñar artísticas composiciones de pancartas coloridas y rimas fáciles que posteriormente eran cantadas a coro sin el menor respeto por la música. No menos nociva para nuestra vida amorosa era mi nula colaboración en la rotura de cristales de bancos y en la decoración de fachadas de hamburgueserías, espray en mano. Todo ello hacía que nuestros encuentros amorosos fueran cada vez menos entusiastas y más espaciados.
Los amigos de Zuleima no podían ser mis amigos, yo no era capaz de sentirme a gusto en su compañía a pesar de la diversidad de tipos que se unían, de forma heterogénea, para arreglar el mundo. Los había que aportaban su grano de arena a la búsqueda de la paz mundial localizando coches para volcar, otros eran maestros del espray y las bolsas de plástico cargadas de pintura. Unos pocos, los más inteligentes, solo filosofaban y organizaban la actividad del resto. También estaban los que, hiciesen lo que hiciesen los demás, cargaban con los palos que repartía la fuerza pública, ellos eran lo que podríamos llamar el músculo doliente de la sociedad redentora, la avanzadilla de los mártires de un mundo mejor.
Por su parte, ella no era capaz de ver a mis amigos más que como cerdos fascistas. En compañía de Zuleima descubrí que la palabra con mayor cantidad de acepciones del mundo es precisamente «fascista», tanto se puede aplicar a un banquero como a un tendero que te devuelve mal el cambio, pinta con los mismos colores a un político o a un actor de cine, solo es necesario que el sujeto en cuestión no piense exactamente de la misma forma como tú lo haces.
Afortunadamente, yo era un fascista con derecho a roce. El mundo del antisistema se permite sus excepciones.
Como dijo uno de esos personajes que se pasan la vida defendiendo a los pobres mientras vive como un rico: yo asumo mis contradicciones.
Siempre hay lenguas sottovoce que afirman que más que asumirlas las acumulan.
«¿Cómo se lo vas a contar a Zuleima?», había dicho Marta, cuando pasé por su lado acompañando a Susana.
¿Qué era lo que había para contar?
Por un momento me había sentido culpable, culpable y estúpido. Mi mujer, exmujer, mujer en trámite de divorcio o lo que cojones fuera Marta en aquellos momentos, me conoce perfectamente y sabe lo difícil que me resulta librarme de cualquier clase de culpa. Me ha hecho pasar malos ratos con sus insidiosas insinuaciones por cualquier motivo, y sigue intentándolo. Y, lamentablemente, lo logra, aunque ya no con la intensidad de antes. No soy capaz, sin embargo, de contener esos sentimientos de culpa que durante toda mi vida me han estado martirizando. Acúsenme de la muerte de Gandhi y, por un momento, pensaré si es posible que sea culpable. Si viera a cualquier otro dejándose manipular como hago yo, lo despreciaría. Pero nunca hago el gilipollas delante de un espejo.
Susana se paró para tomar un trago de su vaso. Era el tercero y le estaba sentando bien, su rostro había recobrado un color que hacía contraste con sus ojos azules y estaba preciosa. Miré con envidia su vaso ya prácticamente vacío. Debió interpretar mi mirada, porque preguntó:
—¿Quieres un poco?
Negué con la cabeza copiando un gesto que le vi hacer a Robert Mitchum en una película de tipos duros. Me hubiese bebido el vaso entero y a continuación lo hubiese lamido hasta quitarle el aroma, pero el gesto quedó bien, lo descubrí en los ojos de Susana.
No llegamos a entrar en el gabinete donde guardaban la ropa de los invitados. Un estrépito de sirenas anunció la llegada de la dotación policial y, por el ruido que hacían, los acompañaban una buena parte de la corte celestial.
—Gracias a Dios, acaba de llegar la policía —dijo Susana.
—Sí, yo también me quedo más tranquilo.
En aquel momento todavía no conocíamos al policía que nos había tocado en suerte.