Arriba, en la escalera, la chica, Pablo y Raúl parecían estar llegando a un acuerdo. Raúl parecía llevar la voz cantante y Pablo lo escuchaba con atención. Tras unos instantes, Pablo señaló con su mano hacia el salón y los tres comenzaron a bajar. A los dos pasos, la chica sufrió un vahído y tuvo que apoyarse en Raúl para no caer; él le ofreció la mano, pero ella prefirió pasar su brazo por su cintura. Pablo se adelantó y ellos siguieron bajando con cuidadosa lentitud. Fuera cual fuese la razón, aquella chica estaba muy afectada.
Observé que Marta se acercaba a mi posición, llevaba un vaso en la mano y, antes de alcanzarme, le dio un trago rápido que acabó con la mitad de su contenido. Sin apenas mirarme, señaló al grupo del piso de arriba.
—¿Qué te parecen estos?
—¿Qué me parecen qué?
—¿Qué estarán tramando?
—No sé, ¿a ti qué te parece que ha pasado?
—Ni idea, a mí lo único que me resulta claro es que el cabrón de Raúl está tratando de ligarse a la histérica de los gritos.
—Quizás tenía sus motivos.
—¿Para gritar de esa manera?
—Vete a saber.
—Bueno, sí, quizás se ha visto en un espejo.
—A mí no me parece fea.
—Por mí puedes irte con ellos. Si tienes suerte, Raúl te la presentará.
A veces Marta hace gala de una mala leche digna de un portero de discoteca. En una ocasión le dije que el síndrome premenstrual le sentaba mal, y me lo confirmó, me dijo que se sentía terriblemente frustrada, que es justo después del período cuando está más cariñosa. Es cierto, me lo ha demostrado en más de una ocasión. Es fantástica, entonces, apasionada, imaginativa haciendo el amor, al menos en relación a otras ocasiones. Bromea diciendo que está en celo como una gata y que quiere tener gatitos. En otros momentos, sin embargo, hacer el amor con Marta es como practicar la necrofilia con un bello cadáver. En esos momentos folla como los personajes de Sexo en Nueva York, adopta una pose y espera a que le den cuerda para moverse.
A Marta la conocí en una reunión de trabajo: en su empresa estaban negociando la compra de un ordenador potente, y yo los vendo. En la reunión a la que me emplazaron, varios responsables entre los que se encontraba ella me presentaron su plan de mecanización para que yo pudiera confeccionar la oferta que les presentaría. En un par de ocasiones me dio la impresión de que el cruce de piernas de Marta me lo dedicaba a mí. Y lo cierto es que lo que permitía ver la somera falda de piel que cubría sus muslos me interesaba más y más a cada cruce de piernas. En estas reuniones se intercambian tarjetas profesionales, así que llamar directamente a su extensión, al día siguiente, no presentó el menor problema. Cuando la invité a tomar un café, no pareció sorprenderse y aceptó diciendo que podríamos repasar algunos aspectos de la reunión. En realidad estuvimos demasiado ocupados hablando de nosotros mismos para pensar en la reunión. Marta me pareció una mujer sensible acarreando un matrimonio desgraciado. Me lo dijo ella y no tenía ningún motivo para no creerla, en realidad sigo sin tenerlo. Siempre he pensado que un matrimonio es, por definición, un barco con tantas vías de agua que es imposible que se mantenga a flote. Esta es una de las cosas que me gustan de Marta, su experiencia matrimonial la aleja del deseo convencional de casa y familia. No quiere renunciar a su trabajo y mucho menos estropear con un par de embarazos esa bonita figura de la que tan orgullosa está.
Marta es, sin embargo, una mujer, en ciertos aspectos, chapada a la antigua. Cuando nos conocimos en aquella reunión, con la exhibición de muslos y lencería fina en cada cruce de piernas que me dedicaba, pensé que sería una presa fácil. No fue así, hablamos mucho, antes de hacer el amor por primera vez. Llegó un momento que temí que me pediría un certificado de buena salud.
Lo que me jode de Marta es esa falta de pudor en mostrarme a su marido. En ocasiones parece que provoque esos encuentros, que goce con ellos. En este aspecto no podría decir que Marta sea una mujer convencional, maneja la falta de entendimiento con su marido de una forma admirable, por mucho que a mí me moleste.
Justo en ese momento, mientras Marta no perdía detalle de las evoluciones del trío formado por su marido, el dueño de la casa y la chica que nos había conmocionado a todos con sus gritos, la noche se llenó de sirenas. Al principio, a todos nos causó un sobresalto, pero pronto entendimos que era la ambulancia que venía a auxiliar a la víctima del desgraciado accidente. Aunque por el ruido debían de ser varias, las ambulancias, y eso ya era más extraño. Sin saber demasiado bien la razón, aquel ulular como un lamento, repetido sin esperanza, me llenó de tristeza.