MARTA

Para mi gusto, aquella zorra de parvulario se estaba aprovechando de las circunstancias, fueran cuales fueran, para liar a Raúl. Mucha lágrima al principio, mucho «¡Oh, Dios!, no habrá nadie que pueda socorrer a una pobre chica indefensa», pero en aquel momento lo estaba envolviendo en una de esas sonrisas en las que los hombres se quedan pegados, más o menos como las moscas en aquellos papeles que mis padres colgaban del techo, así los pobres bichos morían sin poder mover más que las alas; si había muchas moscas, podías estar el día entero escuchando aquel zumbido, que era como una sentencia de muerte.

Casi podía escuchar las alitas de Raúl moviéndose con desespero para librarse. La diferencia estribaba en que Raúl estaba encantado y no sentía el menor deseo de despegarse. Más bien daba la impresión de estar tramando la manera de meterse dentro de aquel escote exagerado.

Juraría que cabría sin esfuerzo.

Raúl se acercó al pasamanos de la escalera, dejó que el cuerpo se apoyase levemente en él y, con un gesto de la mano, reclamó la atención de todos los que estábamos abajo. Se aclaró la garganta y, con su mejor voz de bellaco de opereta, dijo:

—Señoras y señores, se acaba de producir un accidente sin demasiada importancia, y está en camino un servicio médico. Pablo, nuestro anfitrión, les agradecería que continuase la fiesta y que a ser posible no la abandonen, ya que la ambulancia está a punto de llegar y podrían interferir con sus vehículos el acceso a la casa. Además, es posible que sea necesaria una pequeña transfusión sanguínea y desconocemos el grupo de la persona que ha sufrido el accidente. Imagino que entre nosotros encontraremos a alguien con una sangre que tenga un contenido alcohólico por debajo del vodka.

Se escucharon algunas risas y el ambiente pareció relajarse. Pero sus palabras tenían la sinceridad de un yonqui en pleno ataque de abstinencia pidiéndole dinero a su madre para la peluquería. Estaba mintiendo, el muy cabrón, lo conozco perfectamente, sé cuándo miente. Tenía la misma expresión que cuando me dice que imaginar los labios de Salvio recorriendo mi cuerpo no le hace sufrir.

Por supuesto que nunca se lo digo con estas palabras, pero hay muchas maneras de hacerse entender.

Lo que yo no sabía era lo que estaba pasando allí arriba. Cuando la chica apareció dando alaridos no tuve la impresión de que se hubiese producido un «accidente sin demasiada importancia». Más bien parecía que hubiesen asesinado a alguien y lo hubiesen guardado en el cuarto de las escobas. Claro que aquella chica tenía aspecto de drogadicta. Al menos, de histérica, seguro. Y de buscona, con aquel escote que a duras penas lograba contener sus excesos mamarios. «Hipertrofia mamaria» es el término médico, según me ha contado Raúl, pero a buen seguro que le encantaría hacer algo con aquella hipertrofia.

Hocicarla, por ejemplo.

Salvio me estaba mirando y me hizo una señal de extrañeza. Me encogí de hombros, ¿qué otra cosa podía hacer? Estaba muy atractivo, Salvio, con aquel traje ligero de alpaca de color tostado; lo deseé repentinamente. Quería un hijo de Salvio. Hacíamos el amor sin preservativo porque yo uso un diu, pero siempre podía olvidarme, o el dichoso aparato podía fallar. En ocasiones ocurre, especialmente cuando no te lo pones. En realidad ocurre con inquietante frecuencia. Imaginé la cara de sorpresa de Salvio cuando le contase que iba a ser padre. Claro que primero tenía que quedarme embarazada. Pero con toda seguridad le entusiasmaría. ¿A quién no le gusta ser padre? Cualquier hombre soltero debe de echar en falta la presencia de un hijo en su vida. Tanta libertad, al final, debe de agobiar.

Imaginando la cara de sorpresa de Salvio, pensé en la que nunca pude ver en Raúl; jamás fue capaz de darme el hijo que yo deseaba. Y no sería por la cantidad de veces que me olvidé el dichoso diu. El día que puse las cosas claras con Raúl y se enteró que hacía meses que el dispositivo estaba guardado en un cajón de mi parte de armario, se puso como una fiera. Lo amenacé con denunciarlo a la policía por maltrato continuado. Y lo llamé impotente y un par de cosas más que con seguridad no lo hicieron feliz. Juraría que lo abofeteé un par de veces o tres, pero no estoy segura, nunca hemos vuelto a comentar la escena. Tampoco hemos vuelto a hacer el amor.

Aquel día me largué dando un portazo, y cuando me di cuenta estaba en la puerta de la comisaría, casi convencida de que Raúl me había agredido. Me calmé en el último momento, cuando pensé que para dar verosimilitud a la denuncia tendría que golpearme la cara con algo. Y el cabrón de Raúl no se merecía tanto sacrificio; además, ya se me ocurrirían otras maneras de joderlo.

Raúl, la chica y Pablo se habían reunido en un pequeño conciliábulo. Pablo era quien llevaba la voz cantante, Raúl asentía con gesto grave. La chica solo parecía estar allí para adornar la escena y arrimarse tanto como pudiese a mi marido. Cada vez estaba más convencida de que estaba drogada, aunque podía ser simplemente que estuviese caliente como una perra en celo.

Después de una breve charla comenzaron a bajar la escalera. Encabezaba la marcha Pablo, lo seguían Raúl y la chica. En el segundo escalón ella fingió un vahído y se detuvo aferrándose de nuevo al pasamanos. Raúl la cogió por la cintura y le susurró algunas palabras al oído, ella asintió y pasó su brazo por la cintura de mi marido, provocando que su cadera se apoyara en la de él. Era evidente que aquella chica no estaba acostumbrada a perder el tiempo y pensé que si aquello seguía de aquella manera, antes de llegar al salón se estarían besando.

No es que me importara demasiado, pero siempre he creído que una chica tiene la obligación de hacerse valer, no venderse demasiado barato. Y aquella chica estaba repartiendo gratis los cupones del sorteo de aquel par de tetas.