Aquel hombre que dijo se llamaba Raúl me separó suavemente de su cuerpo y me hizo mirar hacia la escalera. Un hombre calvo y alto que llevaba unos pantalones de un color rojo chillón subía la escalera observándonos con la alarma pintada en el rostro. La última vez que yo había visto aquellos pantalones, el hombre alto y calvo los tenía enrollados en los tobillos mientras trataba de mantener el equilibrio y chupar los pezones de la chica que le rodeaba la cintura con sus piernas.
—¿Qué coño está pasando? —dijo.
—Susana ha encontrado un cadáver en tu cuarto de baño, creo que tendrías que avisar a la policía.
—Estáis borrachos los dos, ¿no?
Raúl negó con la cabeza y señaló con el brazo el lugar en cuestión. El hombre de los pantalones rojos se dirigió hacia allí a grandes zancadas. A mitad de camino se paró y se giró para observarnos, luego reanudó la marcha, aunque me dio la impresión de que sus pasos eran más cautelosos.
—Este es el dueño de la casa, se llama Pablo, ¿lo conoces? —me dijo Raúl, observándome dubitativamente.
Negué con la cabeza. En realidad, yo en aquella fiesta no conocía a nadie, pero eso no se lo dije a Raúl. En aquel momento me hubiese resultado poco confortable empezar a dar explicaciones complicadas, ni siquiera a un hombre tan gentil como Raúl. Y la única explicación que podía ofrecer era realmente complicada.
Cuando el hombre de los pantalones rojos que se llamaba Pablo y era el dueño de la casa, de la fiesta y quizás también del cadáver —¿es tuyo un cadáver si lo asesinan en tu lavabo?— salió del cuarto de baño, tenía cara de haber visto un fantasma. En realidad, una cara muy apropiada al momento que estábamos viviendo.
—¿Es amiga vuestra, esa mujer? —Por lo visto, rechazaba tajantemente la propiedad del cadáver, por mucho que el cuarto de baño fuese suyo. La desmesura con la que trataba de traspasarle la responsabilidad del cadáver a alguien provocó una respuesta beligerante de Raúl.
—No, no la conocemos, ¿tú sí la conoces?
—No.
—Joder, tío, es tu fiesta.
—De acuerdo, es mi fiesta, pero aquí hay mucha gente y no los conozco a todos; por ejemplo, a ella no la había visto en mi vida.
Lo dijo señalándome a mí. Y no me gustó que me señalase como si yo fuera culpable de algo, aunque en realidad tenía razón al decir que no me conocía de nada. Yo al menos le había visto el culo peludo en el aseo de la piscina. Estuve a punto de decírselo, pero no me pareció de buena educación. Además, tenía todo el derecho a preguntarme quién me había dado permiso para estar en su fiesta.
El permiso, o algo muy aproximado, me lo había dado Fredo. Pero, conociendo a Fredo, no estaba segura de que a aquel hombre la explicación lo dejara satisfecho, así que me callé y traté de parecer muy afectada. Si me hubiese preguntado algo más, me hubiese puesto a llorar desconsoladamente, no creo que me costara mucho. Me salió bastante bien porque Pablo hizo un gesto de impotencia y ya no preguntó nada más.
—Oye, deberías avisar a la policía, ellos saben qué hacer en estos casos. Y cierra la puerta de tu casa antes de que empiece la desbandada. No sé si te has dado cuenta, pero esto es un marrón de mucho cuidado. —Raúl parecía saber todo lo necesario en lo referente a muertos y policías.
—Sí, de acuerdo, voy a telefonear desde mi dormitorio. Tú podrías ir tranquilizando a los invitados para que no se larguen.
Se me ocurrió la estúpida idea de que la mujer que estaba con él en el aseo de la piscina debería acompañarlo en aquellos momentos, pero no la vi. Si se había quedado allí esperándolo, con las bragas en la mano, iba a pillar un buen disgusto.
—¿Qué les dirás a los invitados? —le pregunté a Raúl. Tenía la impresión de que sería complicado mantenerlos tranquilos, habían visto lo suficiente para saber que algo grave había sucedido. Nadie se pone a gritar histéricamente en una escalera solo porque un camarero le ha derramado un vaso de naranjada en el vestido nuevo, pongamos por caso. Bien, es posible que sí que lo hagan, todos hemos deseado en algún momento de nuestra vida una excusa estúpida para ponernos a chillar, pero no es eso lo que la gente piensa cuando ve a alguien presa de un ataque de nervios. Así que de momento permanecían todos quietos por puro afán de fisgoneo, pero ya debían de tener la mosca detrás de la oreja, y en cuanto supiesen de qué iba todo el jaleo saldrían corriendo hacia sus casas. A nadie le gusta la compañía de un cadáver, especialmente de uno recién asesinado.
Miré a Raúl y lo pillé con los ojos clavados en mi escote, el muy marrano. De acuerdo, el modelito que había escogido para conocer a la gente interesante que me había prometido Fredo ya estaba diseñado para lograr ese efecto, pero una chica siempre se siente presionada cuando alguien le está mirando las tetas con algo más de descaro del recomendable.
Solo hay una cosa que ofenda más a una chica que un hombre mirándole el escote de un vestido atrevido, y es que no se lo mire. Con la decencia y el buen gusto adecuados, por supuesto.
Raúl y yo, ante la situación, hicimos el esfuerzo requerido en estos casos. Yo, para sonrojarme discretamente, y él, para simular que simplemente sus ojos pasaban por mi escote en aquel momento y regresar a lo que debía ser prioritario: decir algo que no sonase a tomadura de pelo a la gente que abarrotaba el salón y nos miraba esperando una explicación.
—¿Qué les dirás a los invitados? —repetí, tirando ligera e inútilmente hacia arriba de mi vestido para que Raúl supiese que estaba al tanto de su mal comportamiento y lo reprobaba.
—Había pensado en algo por el estilo de: «Señoras y señores, se acaba de cometer un asesinato, todos ustedes, por más de un motivo, son sospechosos de haberlo cometido, así que les ruego que hasta que venga la policía no abandonen la escena del crimen, ya que serían inmediatamente considerados culpables».
No pude evitar sonreír. Es curioso lo que es capaz de hacer el instinto de supervivencia del ser humano: hacía un momento pensaba que nunca más recobraría mi estado normal, y un hombre al que apenas conocía soltaba una barbaridad graciosa en la peor de las circunstancias y casi me echo a reír. Eso sin contar la historia de mi vestido escotado y el paseo que se había dado Raúl por mis tetas.
—Estás loco —le dije, sin saber con exactitud cuál era el motivo por el que se lo decía.
—Me parece que es muy buena señal que ya tengas ánimo suficiente para insultarme —respondió, sonriendo ligeramente.
Tenía una bonita sonrisa y de nuevo me vi obligada a hacer un esfuerzo para no echarme a reír, luego me acordé de aquella mujer ensangrentada en la bañera y tuve que contener las lágrimas. Creo que estaba mucho más histérica de lo que pensaba. Recordé que Raúl tenía un vaso en la mano y traté de situarlo en la órbita de mis deseos, pero estaba vacío.