MARTA

Yo lo escuché perfectamente porque en aquel momento estaba al pie de la escalera que conduce al primer piso. Empezó como un jadeo ascendente, algo así como uno de esos orgasmos que hombres de vergas enormes, en las películas porno, provocan a rubias rasuradas que han olvidado quitarse las medias y los zapatos de tacones afilados. Algo que, en mi opinión, debe de ser incomodísimo, aunque de utilidad si lo que pretendes es marcar a tu hombre como a una res. Cuando el jadeo se convirtió en un alarido agudo que parecía no terminar nunca, se me heló la sangre. Yo nunca había entendido muy bien la diferencia que hay entre gritar y soltar alaridos, aquel día lo supe sin ningún lugar a dudas.

Entonces apareció aquella chica en la escalera. Con una mano trataba de taparse la boca, aunque estaba tan nerviosa que ni eso conseguía hacer bien. Y no paraba de chillar. Al principio pensé que alguien trataba de violarla. Con tanto tío salido en aquella fiesta no hubiese sido extraño. Además, la chica estaba bien, quizás algo exuberante para resultar elegante, pero ya se sabe que a los hombres ese tipo de chica les llena de fantasías de difícil realización. Creo que he leído alguna estadística que afirma que es ese tipo de mujeres las que tienen un mayor número de posibilidades de ser objeto de una agresión sexual. Pero si alguien hubiese tratado de violarla, en aquel momento ella estaría bajando la escalera a toda prisa. Sin embargo, no se movía de sitio, parecía que alguien le hubiese soldado la mano a la baranda de la escalera. Solo chillaba. Cada vez con más fuerza.

Los chillidos histéricos de aquella chica me hicieron comprender de una forma abstracta que la idea de venir a aquella fiesta no había sido la mejor. Yo quería fastidiar a Raúl, y la ocasión era demasiado buena para desperdiciarla. Encontré deliciosa la idea de hacer convivir a Raúl y a Salvio durante un tiempo prolongado en un espacio reducido. Siempre que puedo humillarlo lo hago, y él también hace lo suyo para humillarme a mí. Díganle a Raúl que les cuente lo de Zuleima, su putilla adolescente. Quizás Salvio sea mi Zuleima, aunque si he de decir la verdad, sería más exacto decir que Zuleima es su Salvio.

Qué más da quién empezó primero.

Aunque fui yo.

Y me alegro.

No crean a quien les hable de una ruptura sentimental sin acritud y les cuente que ella y su marido han llegado a un acuerdo con serena tristeza, un pacto tácito de no agresión. Una mierda, eso no existe, te come la ira por dentro, te descompones. Matarías para sentirte en paz. Intentar una ruptura serena es tan absurdo como pretender que el Padre Santo fiche cada mañana para empezar su trabajo. Deseas hacer daño y lo haces, pegas y encajas, buscas la yugular del otro con tal pasión que olvidas proteger la tuya. Hay momentos en los que no pretendes hacer daño de forma consciente. Da igual, lo haces de forma inconsciente, lo que importa es el sabor de la sangre del otro en tus labios.

Lo que importa es repartir el dolor.

Y cuanto más le toque al otro, mejor.

Cuando te encuentras en una situación de ruptura sentimental, los disgustos se acumulan en tu vida como los folletos publicitarios en el buzón del vecino que está de vacaciones. Y se descargan sobre tu cabeza como una mala noticia en un día ya suficientemente malo por sí mismo.

Así que si quieren divorciarse no busquen una ruptura amistosa, péguenle un tiro a su marido. Hasta él lo comprenderá.

Entonces vi a Raúl, aún mi marido, subiendo la escalera, caminaba con paso mesurado y llevaba un vaso en la mano. Raúl es médico, supongo que nadie mejor que él para atender a aquella mujer presa de un ataque de histeria. La fiesta la daba Pablo, el gerente de una multinacional de publicidad, el lugar donde yo trabajo, así que, gozando del espectáculo, no creo que hubiera muchos médicos. Aunque, si así fuera, tres cuartas partes de ellos estarían borrachos casi con seguridad.

Y Raúl es así, le encanta ir por la vida de buen samaritano, y si a quien hay que ayudar es a una mujer, se convierte en el mejor buen samaritano del mundo. Que se lo pregunten a Zuleima.

La chica de la escalera, entre alarido y alarido, observaba a Raúl y se aferraba al pasamanos señalando algo con la mano extendida y los dedos separados, una forma absurda de señalar. ¿Recuerdan aquellas películas antiguas de terror en las que una rubia pechugona con una mano en el pecho y la otra señalando hacia la puerta por donde aparecería el monstruo de turno componía una expresión aterrada poco creíble? Bueno, algo así, pero a aquella chica nos la creíamos todos.

A mi lado, un grupo de mujeres observaba a Raúl con la adoración reservada para los gilipollas que se ponen en peligro con tal de auxiliar a la muchacha desvalida. Lo tenían tan bien considerado como una jarra de fresca agua cristalina en mitad del Sahara. Un par de ellas incluso se retocaron el peinado.

—Es mi marido —les dije.