Había bebido demasiado cava y tenía la apremiante necesidad de encontrar un aseo. Le pregunté a uno de los camareros que paseaban entre los invitados portando bandejas de canapés y bebidas que se vaciaban con la celeridad de una merienda campestre en Sudán, quien me señaló un pequeño pasillo cerca de la salida al jardín. Me abrí paso entre los grupos de invitados con la mayor celeridad posible y sin perder la compostura y traté de abrir la puerta, que estaba cerrada. Una voz de mujer, desde el interior, me informó:
—Cariño, si tienes prisa es mejor que busques otro, yo tengo para rato y no pienso estropear lo que estoy haciendo, prueba en el del jardín. —La imaginé con un canuto pegado a la nariz y decidí seguir su consejo.
En el jardín, el rumor del agua de la piscina renovándose no contribuyó a tranquilizarme. No sabía dónde estaba el aseo, y las parejas o pequeños grupos de gente charlando animadamente no me parecían la mejor fuente de información. Divisé a una camarera con una bandeja de copas en la mano y me dirigí hacia ella. Uno de los invitados mosconeaba a su alrededor tratando de ligar, ella lo desanimaba con elegancia y con la pericia que da la práctica. Me acerqué, tomé una copa y la puse en la mano del tipo que pretendía ligar con ella, luego la tomé del brazo y la aparté para preguntarle dónde estaba el aseo del jardín. Me dijo que al lado de la piscina. No se podía negar que aquella era una fiesta bien organizada, los camareros se habían aprendido la ubicación de todos los aseos y se mostraban dispuestos a compartir la información con quien se lo preguntara.
De camino hacia la piscina me cerró el paso el tipo que trataba de ligar con la camarera, mantenía la copa que yo le había pasado intacta en la mano y sonreía con petulancia. Le devolví la sonrisa, le tome con suavidad la copa de la mano, mirándolo a los ojos, y se la derramé sobre los zapatos. El tipo se quedó contemplando sus zapatos con asombro, trataba de entender la razón por la cual una mujer como yo no había sido capaz de apreciar sus asombrosamente sugestivos intentos de ligar conmigo. Seguí mi camino, pasé al lado de una mujer pelirroja que mantenía una amarga discusión con un hombre de pelo entrecano. El hombre parecía prestar más atención a su vaso de whisky que a las palabras de la pelirroja.
—Alguien debería romperte el corazón de un disparo, eres un ser despreciable —le decía ella.
—Supongo que es genético, mi amor —le respondió el tipo canoso.
—De acuerdo, también habría que matar a tus padres.
El tipo cabeceó asintiendo y miró con tristeza su vaso vacío, luego se largó en dirección a una de las mesas de bebidas. Ella miró un momento cómo se alejaba, luego se puso a bailar.
El cuarto de aseo de la piscina estaba ocupado por una pareja que estaba follando. Ella apoyaba la espalda en la repisa del lavamanos y rodeaba con sus piernas la cintura de su pareja, él se las apañaba como podía para no perder el equilibrio y alcanzar con su boca uno de los pezones de la chica. La cuestión del equilibrio debía de ser un problema para el pobre hombre, ya que tenía los pantalones de un chillón color rojo ciñéndole los tobillos y dificultando sus movimientos. Desde la puerta, tenía una vista magnífica del culo peludo del hombre. La chica enterraba la cara en los hombros del tipo, parecía joven y tenía un curioso peinado en forma de cresta y una mecha de color calabaza poco elegante, al menos para aquella fiesta. Jadeaban como si el mundo estuviese a punto de acabar.
Por lo que a mí respectaba, sería cierto si no encontraba pronto un cuarto de aseo libre.
Fui de nuevo al salón dispuesta a salir a la calle si era necesario. Desde un ángulo del salón, una prometedora escalera se empinaba hacia el piso superior. La subí tratando de mantener un paso digno. Normalmente, en estas circunstancias procuro que mi paso sea algo menos digno, tengo un culo precioso y no me importa lucirlo si hay hombres mirando. Y en aquella fiesta, hombres mirando había muchos.
Al final de las escaleras encontré un pasillo semicircular con tres puertas y recé para que una de ellas fuese un aseo. Me fijé que las tres tenían cerradura exterior y casi me puse a llorar. De cualquier forma, probé; si el dueño de la casa sabía el uso que daban sus invitados a los cuartos de aseo en sus fiestas, no sería extraño que hubiese puesto cerradura exterior en los aseos de la zona más privada de la casa.
La primera puerta estaba cerrada con llave, la segunda estaba abierta, pero era un dormitorio pequeño con un balcón que daba al exterior, y decidí que si la tercera puerta no cumplía con mis deseos regresaría al balcón y rezaría para que nadie estuviese debajo. La tercera puerta estaba cerrada, pero cedió cuando empujé la manezuela. Era un cuarto de aseo enorme, limpio y lujoso. Entré, cerré, apoyé mi espalda en la puerta y solté un suspiro de alivio, luego me senté en la taza de un elegante color violeta pálido y, con los ojos cerrados, dejé que mi cuerpo hablase por mí. Tal vez, de lo que estoy hablando, no sea un placer excesivamente intelectual, pero en aquel momento me pareció la obra cumbre del ingenio humano.
Cuando abrí los ojos me pareció que en la enorme bañera del final del cuarto alguien me observaba y pensé que de nuevo había pillado a una pareja haciendo guarradas. Follar siempre me parecía una guarrada si no era yo misma la que follaba, o al menos, si no estaba del humor adecuado para entender a quien lo hacía. Pero allí había algo raro, la cortina no mostraba el menor movimiento y al entrar no había escuchado ningún rumor, mucho menos jadeos. Y la luz estaba apagada cuando abrí la puerta; al encenderla, alguna expresión de sorpresa debería haber provocado a quien estuviese allí, a no ser que durmiese. Aunque si dormía, con más razón, ya que lo habría despertado.
Me acerqué a la bañera y corrí lentamente la cortina.
Entonces grité. Al menos abrí la boca y traté de que algún sonido saliese de ella. Mientras trataba de salir de allí, aunque sin conseguir desplazarme, vi mi imagen en el espejo: tenía los ojos desorbitados y la boca abierta, pero de ella no salía ningún sonido. Abrí la puerta, me apoyé en el marco y lo intenté de nuevo. Entonces lo conseguí, solté un alarido que hubiese hecho palidecer de envidia a una actriz de reparto en una película de terror.
A la mujer que yacía en la bañera con una fea y enorme herida en el cuello por la que la vida se le había ido escapando mientras se desangraba no la impresionó en absoluto.
Me dio la sensación de que el rumor de las conversaciones, abajo en el salón, se atenuaba. Grité de nuevo, entonces cesaron del todo.