A la mañana siguiente, estaba conversando con el mayordomo de Cicerón cuando vi que este bajaba cautelosamente de su dormitorio por primera vez desde hacía dos semanas. Fue como ver a un fantasma. Contuve el aliento. Había prescindido de su habitual toga y llevaba una vieja túnica negra para demostrar que estaba de luto. Tenía las mejillas hundidas y el cabello revuelto. Eso y la blanca barba le daban el aspecto de un viejo mendigo. Cuando llegó a la planta baja se detuvo. Por aquel entonces la casa había sido prácticamente vaciada de todo su contenido. Contempló con perplejidad la desnudez de las paredes y los suelos del atrio y entró en la biblioteca arrastrando los pies. Yo lo seguí y lo observé desde el umbral mientras examinaba las estanterías vacías. Solo habíamos dejado una silla y una mesa.
—¿Quién ha hecho esto?—preguntó sin moverse y en un tono que, por lo tranquilo, resultaba aún más estremecedor.
—La señora creyó que era una precaución necesaria —contesté.
—¿Una precaución necesaria?—Pasó la mano por los estantes de madera de caoba, confeccionados según su diseño—. ¡Una puñalada por la espalda! ¡Eso es lo que es! —Contempló el polvo de sus dedos—. A Terencia nunca le ha gustado esta casa —comentó, y sin volverse para mirarme añadió—: Haz que preparen un carruaje.
Naturalmente, pero… —vacilé—. ¿Puedo saber adónde vamos para decírselo al cochero?
—No te preocupes por eso. Limítate a tener listo el condenado carruaje.
Salí y ordené al mozo de cuadra que llevara el carruaje a la puerta principal. Luego fui en busca de Terencia y le advertí que su marido tenía intención de salir. Me miró, aterrada, y corrió a la biblioteca. Casi todos los sirvientes sabían que Cicerón por fin se había levantado de la cama y estaban en el atrio, expectantes y temerosos, ni siquiera se molestaban en fingir que trabajaban. No puedo culparlos: su destino, igual que el mío, estaba ligado al de él. Oímos voces airadas y, poco después, Terencia salió de la biblioteca con lágrimas deslizándose por sus mejillas.
—Acompáñalo —me dijo, y corrió a refugiarse en el dormitorio.
Mi señor apareció instantes después, con expresión ceñuda, pero al menos se reconocía en él al antiguo Cicerón, como si el haber discutido con su mujer le hubiera servido de tónico. Fue hasta la puerta principal y ordenó al portero que la abriese. El hombre me miró, como buscando mi aprobación. Yo asentí de inmediato.
Como de costumbre, en la calle había manifestantes, pero menos que cuando se había colgado el proyecto de ley que prohibía dar cobijo a Cicerón. Como un gato en la entrada de una ratonera, se había cansado de esperar a que su víctima apareciera. Aun así, compensaban la reducción de su número con su agresividad y, nada más salir Cicerón, avanzaron y gritaron «¡Tirano!», «¡Asesino!», «¡Muerte!». Cicerón se metió directamente en el carruaje, y yo lo seguí. El guardaespaldas que iba sentado en el techo, con el conductor, se inclinó hacia mí para preguntarme adónde íbamos. Miré a Cicerón.
—A casa de Pompeyo —me dijo.
—Pero Pompeyo no está en Roma —objeté.
La chusma había empezado a golpear la cabina.
—¿Dónde está?
—En la mansión que tiene en los montes Albanos.
—Tanto mejor —contestó Cicerón—. No esperará verme aparecer por allí.
Grité al conductor que se dirigiera hacia la puerta Capena y, tras el restallido del látigo y los últimos gritos y puñetazos sobre la cabina, nos pusimos en marcha.
El viaje nos llevó como mínimo un par de horas, y en todo ese tiempo Cicerón no dijo una palabra, permaneció encogido en un rincón del carruaje, con las piernas alejadas de mí, como si quisiera comprimirse en el menor espacio posible. Solo cuando salimos de la carretera y nos adentramos por el largo camino de gravilla que conducía a la mansión de Pompeyo, se irguió y miró por la ventanilla los magníficos terrenos sembrados de estatuas y arbustos recortados con formas de animales.
—Lo haré avergonzarse hasta que decida brindarme su protección —me dijo—. Y si se niega, me quitaré la vida a sus pies y la historia lo condenará para siempre por su cobardía. ¿Crees que no hablo en serio? Pues mira esto. —Metió la mano entre los pliegues de la túnica y sacó un pequeño cuchillo cuya hoja no era mayor que la palma de su mano. Parecía que se hubiera vuelto loco.
Nos detuvimos ante la gran villa campestre y el mayordomo de Pompeyo corrió a abrirnos la puerta del carruaje. Cicerón había estado allí muchas veces, de modo que el esclavo lo conocía bien. Sin embargo, su sonrisa de bienvenida se demudó al ver el desmejorado rostro de mi señor y su negra indumentaria. Dio un paso atrás.
—¿Hueles eso, Tiro?—me preguntó Cicerón, mostrándome el dorso dé la mano. A continuación se la llevó a la nariz y la olisqueó—. Es el olor de la muerte. —Soltó una lúgubre risotada, se apeó del carruaje y caminó hacia la casa mientras decía al mayordomo por encima del hombro—: Anuncia a tu señor que he llegado. Conozco el camino.
Me apresuré a seguirlo, y entramos en un largo salón lleno de muebles antiguos, tapices y alfombras. En los aparadores había recuerdos de las distintas campañas de Pompeyo: piezas de roja alfarería de Hispania, tallas de marfil de África, trabajos en plata de Oriente… Cicerón se sentó en un sillón de alto respaldo; yo me quedé junto a una puerta que daba a una terraza decorada con bustos de destacados personajes de la antigüedad. Más allá, un jardinero empujaba una carretilla llena de hojas muertas. Desde algún lugar me llegó el agradable olor de un fuego de chimenea. El conjunto componía una escena de tal orden y civilización —un oasis en medio del desorden que nos aterrorizaba— que no se me ha borrado de la memoria. Al poco, se oyeron unos delicados pasos y apareció Julia, la mujer de Pompeyo, acompañada por sus doncellas, todas mayores que ella. Con sus oscuros rizos y su sencillo vestido verde, parecía una muñeca. Llevaba un pañuelo anudado al cuello. Cicerón se levantó y le besó la mano.
—Lo siento mucho, pero acaban de reclamar la presencia de mi esposo en otra parte —dijo Julia, desviando la mirada hacia la puerta y ruborizándose.
Evidentemente no estaba acostumbrada a mentir.
La expresión de Cicerón delató brevemente su abatimiento, pero enseguida se rehízo.
—No importa —contestó—. Esperaré.
Julia lanzó una nerviosa mirada hacia la puerta. De pronto intuí que Pompeyo se encontraba allí mismo, tras las puertas, indicándole por gestos lo que debía hacer.
—No sé cuánto tiempo tardará en volver —comentó.
—Estoy seguro de que volverá —repuso Cicerón en voz alta para los que estuvieran escuchando—. Pompeyo el Grande no puede desdecirse de la palabra dada.
Tomó asiento de nuevo, y Julia, tras una breve vacilación, hizo lo mismo, entrelazando delicadamente las manos en su regazo.
—¿Has tenido buen viaje?—preguntó al cabo de un momento.
—Sí, muy agradable, gracias.
Se hizo otro largo silencio. Cicerón metió la mano entre los pliegues de su túnica, donde tenía el cuchillo. Me di cuenta de que le estaba dando vueltas con sus dedos.
—¿Has visto a mi padre últimamente?—quiso saber Julia.
—No. No me he encontrado bien.
—¿No? Lamento oírlo. Yo también hace tiempo que no lo veo. Cualquier día partirá hacia Galia, así que no sé cuándo volveré a verlo. Me considero afortunada por no quedarme sola. Lo pasé muy mal cuando se fue a Hispania.
—¿Qué te parece la vida de casada?
—¡Oh, es maravillosa! —exclamó con verdadero placer—. Pasamos aquí todo el tiempo. No vamos a ninguna parte. Tenemos este mundo para nosotros solos.
—Sin duda debe de ser agradable. Una existencia sin preocupaciones, ¡qué estupendo! Te envidio.
Algo se quebró brevemente en la voz de Cicerón. Retiró la mano del bolsillo y se la llevó a la frente, inclinó la cabeza y todo su cuerpo se estremeció. Entonces comprendí con horror que estaba llorando. Julia se puso en pie rápidamente.
—No es nada —se disculpó él—. De verdad. Esta maldita dolencia…
Julia vaciló, luego alargó la mano y le tocó el hombro. —Le diré otra vez que has venido —comentó con un hilo de voz.
Salió de la habitación acompañada de sus doncellas. Cuando se hubo marchado, Cicerón se limpió la nariz con la manga de la túnica y dejó la mirada perdida en la lejanía. El aroma del humo de la chimenea invadió la terraza. El tiempo pasaba. La luz empezó a disminuir, y el rostro de Cicerón, demacrado por el largo ayuno, se llenó de sombras. Al final no tuve más remedio que susurrarle al oído que si no nos marchábamos pronto no llegaríamos a Roma antes del anochecer. Asintió, y lo ayudé a ponerse en pie.
Mientras nos alejábamos de la villa, volví la vista y aún hoy sigo convencido de que vi el pálido rostro de luna llena de Pompeyo mirándonos desde una ventana de los pisos superiores.
Tan pronto como corrió la noticia de la traición de Pompeyo, la gente dio por acabado a Cicerón, de modo que me apresuré a hacer las maletas en previsión de una rápida salida de Roma. No obstante, no todo el mundo le volvió la espalda. Fueron muchos los que se vistieron de luto para demostrarle su solidaridad, y el Senado aprobó por estrecho margen vestir de negro en señal de apoyo. Aelio Lamia organizó en el Capitolio una gran manifestación de caballeros llegados de toda Italia, y una delegación encabezada por Hortensio fue a ver a los cónsules para urgirlos a que defendieran a Cicerón. Pero tanto Gabinio como Pisón se negaron. Ambos sabían que Clodio tenía el poder para decidir qué provincia les correspondería —si les correspondía alguna— y estaban deseosos de mostrarse complacientes, hasta tal punto que prohibieron que el Senado se vistiera de negro y expulsaron al valiente Lamia de la ciudad alegando que suponía una amenaza para la paz civil.
Cada vez que Cicerón se atrevía a salir, se encontraba rodeado por una chusma vociferante. A pesar de la protección que habían organizado Ático y los hermanos Sexto, la experiencia cada vez le resultaba más desagradable y peligrosa. Los seguidores de Clodio le arrojaban piedras y excrementos, lo que lo obligaba a refugiarse en casa para limpiarse la porquería de la ropa y el pelo. Fue en busca del cónsul Pisón y por fin lo localizó en una taberna, donde le rogó que intercediera por él, pero sin resultado. Después de eso, decidió quedarse en casa, pero ni siquiera allí le dieron descanso. Durante el día, los manifestantes se congregaban en el foro para vociferar consignas contra él, llamándolo «asesino»; las noches, entre el ruido de pasos ante la casa, los insultos y la lluvia de proyectiles que caía sobre el tejado, resultaban interminables. En una gran asamblea pública que se celebró fuera de la ciudad, preguntaron a César su opinión sobre el proyecto de ley de Clodio y declaró que, aunque se había opuesto a la ejecución de los conspiradores, desaprobaba aquella reforma retroactiva. Fue una respuesta de gran habilidad política. Cuando se lo contaron a Cicerón, este no pudo menos que asentir con un gesto de admiración. A partir de ese momento comprendió que no le quedaba esperanza alguna; aunque no volvió a retirarse a su cama, cayó en una especie de letargo que le llevó a rechazar casi todas las visitas.
No obstante, hubo una excepción importante. El día antes de que el proyecto de ley de Clodio se convirtiera en ley, Craso llamó a la puerta y, para mi sorpresa, Cicerón aceptó recibirlo. Supongo que por aquel entonces se encontraba sumido en tal desesperanza que estaba dispuesto a aceptar ayuda de cualquiera que se la ofreciera. El canalla entró lleno de palabras de conmiseración. Sin embargo, mientras hablaba de la sorpresa que para él habían supuesto aquellos acontecimientos y lo mucho que le disgustaba la deslealtad de Pompeyo, sus ojos no dejaron de pasearse por las desnudas paredes, intentando descubrir si en la casa quedaba algún objeto de valor.
—Si hay algo que pueda hacer —dijo—, lo que sea…
—No creo que puedas hacer gran cosa, gracias —respondió Cicerón, que ya lamentaba haber dejado entrar a su viejo enemigo—. Ambos sabemos cómo es el juego de la política. El fracaso nos da alcance a todos tarde o temprano. Al menos —añadió—, tengo la conciencia tranquila. De verdad, no dejes que te retenga más de lo necesario.
—¿Y qué me dices del dinero? Ya sé que es un pobre sustituto ante la pérdida de todas las cosas que uno aprecia en la vida, pero el dinero sería muy útil en el exilio, y yo estaría dispuesto a adelantarte una suma considerable.
—Eso es muy considerado por tu parte.
—Pongamos que podría darte unos dos millones. ¿Te serían de alguna ayuda?
—Naturalmente. Pero si parto al exilio, ¿cómo podré devolvértelos?
Craso miró en derredor, como si buscara una respuesta.
—Podrías entregarme la escritura de esta casa.
Cicerón se quedó mirándolo, boquiabierto.
—¿Me estás diciendo que quieres esta casa, por la que te pagué tres millones y medio?
—Fue una ganga, no me lo discutirás.
—Razón de más para no vendértela por dos millones.
—Me temo que una propiedad como esta solo vale lo que alguien esté dispuesto a pagar por ella, y esta casa no valdrá nada a partir de mañana.
—¿Por qué dices eso?
—Porque Clodio tiene intención de derruirla y construir un santuario dedicado a la diosa de la Libertad, y ni tú ni nadie podrá alzar un dedo para impedírselo.
Cicerón reflexionó y luego preguntó:
—¿Quién te ha dicho eso?
—Parte de mi negocio consiste en estar informado de ese tipo de cosas.
—¿Y por qué quieres pagar dos millones de sestercios por una parcela calcinada donde habrá un santuario a la Libertad?
—En los negocios uno tiene que intentar asumir esa clase de riesgos.
—Adiós, Craso.
—Piénsalo, Cicerón, no te comportes como un terco idiota. Son dos millones o nada.
—He dicho adiós, Craso.
—De acuerdo, que sean dos millones y medio. —Cicerón no contestó. Craso meneó la cabeza y se levantó—. Esta es la clase de comportamiento arrogante y estúpido que te ha llevado a la situación en la que te encuentras. Me calentaré las manos ante tu hogar.
Al día siguiente se convocó una reunión de los principales seguidores de Cicerón para decidir qué era lo mejor que podía hacer. Tuvo lugar en la biblioteca, y a mí me tocó inspeccionar toda la casa en busca de sillas para que todos pudieran sentarse. Conseguí reunir veinte. Ático llegó el primero, después Catón, seguido de Lúculo y, al cabo de un buen rato, de Hortensio. Todos tuvieron que sufrir la desagradable experiencia de abrirse paso entre la multitud que había invadido las calles adyacentes, en especial Hortensio, que fue zarandeado con violencia y llegó con arañazos en el rostro y la toga manchada de excrementos. Era desconcertante ver a ese hombre, normalmente de aspecto inmaculado, tan desastrado y vapuleado. Esperamos un rato por si llegaba alguien más, pero fue en vano. Tulia, tras despedirse de su padre, en una escena conmovedora, había salido de Roma acompañada por su marido para refugiarse en la seguridad del campo. Así pues, el único miembro de la familia que estaba presente en la biblioteca era Terencia. Yo tomaba notas.
Si Cicerón se sintió abatido al ver que las multitudes que en su día había logrado convocar habían quedado reducidas a aquel pequeño grupo, no lo demostró.
—En este amargo día —dijo—, quiero dar las gracias a todos aquellos que habéis luchado tan valientemente en defensa de mi causa. La adversidad forma parte de la vida y, aunque no se la recomiendo a nadie —en este punto mis notas indican risas—, al menos tiene la virtud de sacar a relucir nuestra verdadera naturaleza; y, del mismo modo en que yo he demostrado mi debilidad, he sido testigo de vuestra fortaleza. —Hizo una pausa y se aclaró la garganta. Por un momento temí que se derrumbara de nuevo, pero prosiguió—: Doy por hecho que el proyecto de ley de Clodio entrará en vigor a medianoche. No habrá forma de impedirlo, ¿verdad?—Miró a su alrededor, y los cuatro menearon la cabeza.
—No, no habrá forma —declaró Hortensio.
—Entonces, ¿qué opciones me quedan?
—Yo diría que tienes tres —repuso Hortensio—. Puedes hacer caso omiso de la ley, permanecer en Roma y esperar que tus amigos sigan ayudándote, a pesar de que a partir de mañana eso será aún más peligroso que ahora. Puedes marcharte de la ciudad esta noche, cuando prestarte ayuda siga estando dentro de la legalidad, y confiar en que conseguirás salir de Italia sin ser molestado. Por último, puedes ir a ver a César y preguntarle si su oferta sigue en pie y acogerte a la inmunidad del cargo de legado.
Catón intervino.
—Tiene una cuarta opción, desde luego.
—¿Sí?
—Puede suicidarse.
Se hizo un profundo silencio, luego Cicerón preguntó:
—¿Qué beneficio habría en eso?
—Desde el punto de vista del estoicismo, el suicidio siempre se ha considerado un acto lógico de desafío llevado a cabo por un hombre sabio. Es también tu derecho a poner fin a tus angustias. Y, francamente, sería un ejemplo de resistencia frente a la tiranía, perduraría por los siglos de los siglos.
—¿Has pensado en un método en concreto?
—Sí. En mi opinión, deberías encerrarte en esta casa y dejar de comer hasta morir de hambre.
—No estoy de acuerdo —objetó Lúculo—. Si lo que buscas es el martirio, Cicerón, ¿por qué molestarte en aplicártelo tú mismo? ¿Por qué no te quedas en la ciudad y desafías a tus enemigos a que hagan lo peor? Tendrías una oportunidad de sobrevivir. Y si no sobrevives, al menos el oprobio de tu muerte recaerá en ellos.
—Que te asesinen no requiere valentía —replicó Catón en tono displicente—, mientras que el suicidio es un acto consciente y varonil.
—¿Cuál es tu consejo, Hortensio?—le preguntó Cicerón.
—Márchate de la ciudad —contestó sin pensarlo dos veces—. Conserva la vida. —Se rozó con la yema de los dedos los restos de sangre seca de la frente—. Hoy he ido a ver a Pisón. En privado manifiesta cierta compasión por como te han tratado. Danos tiempo para que trabajemos en la revocación de la ley de Clodio mientras tú estás voluntariamente en el exilio. Estoy seguro de que algún día regresarás victorioso.
—¿Ático?
—Ya sabes lo que opino —repuso este—. Te habrías ahorrado muchos sinsabores si hubieras aceptado la oferta de César desde un principio.
—¿Y tú, Terencia?¿Qué dices tú, mi querida esposa?
Terencia se había vestido de luto, igual que su marido, y entre el negro atuendo y la palidez de su rostro parecía nuestra Electra particular. Habló con firmeza.
—Nuestra vida actual es insoportable. El exilio voluntario me suena a cobardía. Y en cuanto al suicidio, intenta explicárselo a tu hijo de seis años. No tienes alternativa. Ve a ver a César.
Era última hora de la tarde, un sol rojo se ocultaba tras los desnudos árboles y la cálida brisa arrastraba desde el foro los incongruentes gritos de «¡Muerte al tirano!». Los senadores y sus ayudantes salieron por la puerta principal para servir de cebo y atraer la atención de la chusma, mientras Cicerón y yo nos escabullíamos por la puerta de atrás. Mi señor se había echado una vieja manta por encima de la cabeza y tenía todo el aspecto de un mendigo. Bajamos rápidamente por las Escaleras de Caco, hacia la vía Etrusca, y allí nos mezclamos con la multitud que salía de la ciudad por la puerta del río. Nadie nos importunó ni nos prestó la menor atención.
Yo había enviado por delante a un esclavo con un mensaje para César en el que le decía que Cicerón deseaba hablar con él. Uno de sus oficiales de empenachado casco nos esperaba en la puerta. La apariencia de mi señor le sorprendió en grado sumo, pero se las compuso para saludarlo y escoltarnos hasta el Campo de Marte. Allí se extendía un campamento, que más parecía una ciudad, destinado a acomodar las legiones recientemente asignadas a César para la campaña de las Galias. Mientras lo atravesamos, vi por todas partes indicios de que las tropas estaban levantando el campamento: tapaban los pozos de las letrinas, cargaban el avituallamiento en los carros y desmontaban las empalizadas. El oficial le explicó a Cicerón que tenían órdenes de ponerse en marcha hacia el norte antes del amanecer del día siguiente. Nos condujo hasta una tienda mucho más grande que las demás, situada en una zona un poco más elevada, y ante cuya puerta se alzaba un estandarte con un águila. Nos dijo que esperáramos, y luego alzó la lona y se metió en la tiendas. Cicerón, con su barba, su vieja túnica y la manta sobre los hombros, paseó la mirada por el campamento.
—Así parecen ser siempre las cosas con César —comenté, intentando hacer más llevadero el silencio—. Le gusta hacer esperar a sus visitas.
—Más vale que nos vayamos acostumbrando —contestó Cicerón en tono lúgubre—. Mira eso —me dijo, señalando con la cabeza en dirección al río. Alzándose en la llanura, en la polvorienta luz, se veía el gran andamiaje de un edificio en construcción—. Ese debe de ser el teatro del Faraón. —Lo contempló largo rato mordiéndose la parte interior del labio.
Al fin, la lona de la tienda se levantó y nos hicieron pasar. El interior era espartano. En el suelo había un delgado jergón de paja con una manta encima, y un poco más allá, un arcón de madera con un espejo, unos cepillos para el pelo, una jarra con agua, una jofaina y un retrato en miniatura de una mujer montado en un marco de oro. (Estoy casi seguro de que se trataba de Servilia, pero no estaba lo suficientemente cerca para afirmarlo.) César se hallaba sentado a una mesa plegable llena de documentos. Firmaba algo; dos secretarios permanecían inmóviles tras él. Acabó lo que estaba haciendo, alzó la vista, se levantó y fue hacia Cicerón con la mano tendida. Era la primera vez que lo veía de uniforme. Le quedaba como una segunda piel, y me di cuenta de que hasta ese momento nunca lo había visto en el terreno donde se movía como pez en el agua. Aquello me dio que pensar.
—Mi querido Cicerón —dijo, examinando a mi señor de la cabeza a los pies—, me entristece realmente verte degradado a esta condición. —Con Pompeyo siempre había grandes abrazos y efusivos saludos, pero César no era partidario de tales demostraciones—. ¿En qué puedo ayudarte?
—He venido para aceptar el cargo de legado que me ofreciste —contestó Cicerón, sentándose en el borde de la silla—. Eso suponiendo que la oferta siga en pie.
—¡No me digas! —contestó César torciendo el gesto—. Realmente lo has dejado para el último momento.
—Reconozco que habría preferido no tener que recurrir a ti en estas circunstancias.
—¿El proyecto de ley de Clodio entra en vigor esta noche?
—Así es.
—Eso quiere decir que tienes que elegir entre la muerte, el exilio o yo…
Cicerón parecía incómodo.
—Si quieres expresarlo así…
—Bueno, ¡no resulta muy halagador! —César soltó una de sus ásperas carcajadas, se recostó en su asiento y estudió a Cicerón—. Cuando te hice mi oferta, en verano, tu posición era infinitamente más fuerte de lo que es ahora.
—Me dijiste que si Clodio llegaba a convertirse en una amenaza para mi seguridad, podría contar contigo. Ahora lo es. Y aquí estoy.
—Hace seis meses era una amenaza, ahora puede hacer lo que quiera contigo.
—César, si lo que quieres es que te suplique…
—No te estoy pidiendo que supliques, faltaría más. Simplemente me gustaría oír de tus labios qué provecho podrías aportarme sirviéndome como legado.
Cicerón tragó saliva. Me di cuenta de lo doloroso que aquel trance era para él.
—Bien, si me pides que lo explique, diría que aunque gozas de muchos apoyos entre el pueblo, tienes muchos menos en el Senado. En cambio mi posición actual es precisamente la contraria: débil entre el pueblo, pero fuerte todavía entre mis colegas.
—Entonces, ¿velarías por mis intereses en el Senado?
—Daría voz a tus opiniones ante los senadores, sí, y tal vez, de vez en cuando, te haría llegar las suyas.
—Pero ¿tu lealtad estaría totalmente de mi parte?
Casi pude oír el rechinar de los dientes de Cicerón.
—Confío en que mi lealtad esté, como siempre ha estado, de parte de mi país, al que serviría reconciliando tus intereses con los del Senado.
—¡Me importan un bledo los intereses del Senado! —exclamó César. De repente se inclinó hacia delante y se puso en pie con un único y fluido movimiento—. Te contaré una cosa, Cicerón, a ver si así consigo explicarme. Hace un año, cuando iba camino de Hispania, tuve que cruzar unas montañas y me adelanté con un grupo de mis soldados para explorar el camino. Llegamos a una pequeña aldea. Estaba lloviendo, y era el lugar más miserable que puedas imaginar. Allí no vivía casi nadie. Era una pocilga que daba risa. Entonces, uno de mis oficiales me dijo en broma: «Seguro que aquí también hay gente que hace lo posible por ocupar un puesto de poder y que eso provoca rivalidades por ser el primero». ¿Sabes qué le contesté?
—No.
—Le dije: «En lo que a mí se refiere, preferiría ser el hombre más poderoso de este lugar, que ser el segundo más poderoso de Roma». Y hablaba en serio, Cicerón, de verdad. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Creo que sí —repuso Cicerón, asintiendo lentamente.
—Es una anécdota verídica. Así es como soy.
Cicerón guardó silencio un instante y dijo:
—Hasta este momento siempre habías sido un rompecabezas para mí. Pero creo que por primera vez empiezo a comprenderte, y por lo menos te agradezco tu sinceridad. —Se echó a reír—. La verdad es que tiene bastante gracia.
—¿El qué?
—¡Que sea yo quien tenga que abandonar Roma por pretender convertirme en rey!
César lo miró un instante con el ceño fruncido, luego sonrió.
—Sí, tiene gracia.
—Bueno —dijo Cicerón poniéndose en pie—, creo que no tiene sentido que sigamos con esta conversación. Tú tienes un país que conquistar, y yo, otros asuntos que atender.
—¡No digas eso! —gritó César—. Solo estaba exponiendo los hechos. Tenemos que saber cuáles son nuestras respectivas posiciones. Puedes quedarte con ese maldito cargo de legado. ¡Tuyo es! Ejércelo como te plazca. Me divertirá poder verte a menudo, Cicerón, de verdad te lo digo. —Le tendió la mano—. Vamos, la mayor parte de los hombres que se dedican a la vida pública son insoportablemente aburridos. Los que no lo somos debemos hacer piña.
—Te agradezco tu consideración —contestó Cicerón—, pero no funcionaría.
—¿Por qué no?
—Porque en esa aldea, yo también aspiraría a ser el primero, pero si no lo consiguiera, al menos aspiraría a ser un hombre libre. Y lo que te hace perverso, César…, peor que Pompeyo, peor que Clodio, peor incluso que Catilina, es que tú no cejarías hasta que todos nos postráramos de rodillas ante tu presencia.
Cuando entramos de nuevo en la ciudad había oscurecido. Cicerón no se molestó en cubrirse la cabeza con la manta. La luz era demasiado escasa para que lo reconocieran. Además, la gente se apresuraba a regresar a sus casas, tenían cosas más importantes que hacer que preocuparse por el destino de un ex cónsul… por ejemplo, la cena, las goteras del techo o los ladrones que cada día campaban más a sus anchas por Roma.
Terencia nos esperaba con Ático en el atrio. Cuando Cicerón le dijo que había rechazado la oferta de César, soltó un grito de dolor y se dejó caer al suelo con las manos en la cabeza. Cicerón se arrodilló junto a ella y le rodeó los hombros con el brazo.
—Querida, ahora debes marcharte —le dijo—. Llévate a Marco contigo y pasad la noche en casa de Ático. —Miró a su viejo amigo, y este asintió—. Es demasiado peligroso que estéis aquí después de la medianoche.
Ella se zafó del abrazo.
—¿Y tú?¿Qué vas a hacer?¿Suicidarte?
—Si eso es lo que quieres… Si eso lo va a hacer todo más fácil…
—¡Claro que no es eso lo que quiero! —gritó Terencia—. ¡Lo que quiero es que me devuelvan la vida que tenía!
—Eso, me temo, es algo que no está en mi mano.
Cicerón intentó abrazarla de nuevo, pero ella lo rechazó y se puso en pie.
—¿Por qué?—preguntó con las manos en las caderas y fulminándolo con la mirada—. ¿Por qué obligas a que tu mujer y tu hijo pasen por este tormento cuando podrías haberle puesto fin aliándote con César?
—Porque si lo hiciera, dejaría de existir.
—¿Qué quieres decir con que «dejarías de existir»?¿Qué clase de tontería ingeniosa es esa?
—Mi cuerpo seguiría existiendo, pero Cicerón, yo, lo que sea que soy, habría muerto.
Terencia, desesperada, le dio la espalda y se volvió hacia Ático en busca de apoyo.
—Con el debido respeto, Marco —dijo este—, empiezas a parecer tan inflexible como Catón. ¿Qué tiene de malo sellar una alianza temporal con César?
—¡Que no sería temporal! ¿Acaso nadie de esta ciudad lo entiende? Ese hombre no se detendrá hasta que sea el amo del mundo, me lo ha dicho él mismo esta tarde. Si me aliara con César, tendría que colaborar con él como cómplice o bien romper con él más adelante, y entonces sí estaría completamente acabado.
Terencia lo miró y dijo con frialdad:
—Ya estás completamente acabado.
—Bueno, Tiro —me dijo Cicerón cuando Terencia se hubo ido a buscar al pequeño Marco—, en el que va a ser mi último acto en Roma, me gustaría concederte la libertad. Tendría que haberlo hecho hace años, como mínimo cuando finalizó mi consulado. Si no lo hice, no fue porque no apreciara tus servicios, sino al contrario, porque los apreciaba demasiado y no podía soportar la idea de perderte. Pero ahora, cuando lo estoy perdiendo todo, es de justicia que me despida también de ti. Te felicito, amigo mío —me dijo estrechándome la mano—.Te la has ganado.
Yo llevaba años esperando aquel momento… lo había anhelado, había soñado con él y planeado lo que haría en ese preciso instante. Y llegó justo entonces, casi como lo más normal, simplemente como resultado de todo aquel desastre. Me sentí demasiado abrumado por la emoción para hablar. Cicerón me sonrió y me abrazó mientras yo lloraba; me daba palmadas en la espalda como si fuera un niño que necesitara consuelo. Entonces, Ático, que nos observaba en silencio, me cogió la mano y la estrechó con afecto.
Conseguí articular algunas palabras de agradecimiento y añadí que por supuesto mi primer acto como hombre libre sería ponerme inmediatamente a su servicio y que permanecería a su lado para compartir con él su calvario, pasara lo que pasase.
—Me temo que eso es imposible —me contestó Cicerón con tristeza—. A partir de ahora, solo los esclavos pueden acompañarme. Si un liberto me ayudara, en virtud de la ley de Clodio sería culpable de colaborar con un asesino. A partir de ahora, Tiro, debes mantenerte lejos de mí o te crucificarán. Ve a recoger tus cosas. Deberías marcharte con Terencia y Ático.
La intensidad de mi alegría se vio sustituida por una puñalada de dolor.
—Pero ¿cómo te las arreglarás sin mí?
—Oh, tengo otros esclavos —contestó, haciendo un pésimo intento de parecer indiferente—. Pueden acompañarme fuera de la ciudad.
—¿Adónde piensas ir?
—Al sur, por la costa… puede que a Brindisi… a buscar un barco. Después de eso, los vientos y las corrientes decidirán mi destino. Ahora, ve a buscar tus pertenencias.
Bajé a mi cuarto y metí mis escasas posesiones en una pequeña bolsa. Luego retiré los dos ladrillos que había vaciado para que su interior me sirviera de caja fuerte. Allí era donde guardaba mis ahorros. Cosidas en el interior de un cinturón, tenía exactamente doscientas veintisiete monedas de oro; había tardado una década en reunirlas. Me puse el cinturón y subí al atrio, donde Cicerón se estaba despidiendo de Marco ante la llorosa mirada de Terencia y Ático. Amaba a aquel chico… su único hijo varón, su alegría, su esperanza para el futuro… y haciendo un esfuerzo enorme de autodominio consiguió que la despedida pareciera natural, para que el pobre niño no se pusiera triste. Lo cogió en brazos y le dio una vuelta en el aire. Marco rió y le pidió que lo repitiera. Cicerón lo hizo, pero cuando Marco quiso una tercera vuelta, le dijo que no y que debía irse con su madre. A continuación abrazó a Terencia.
—Lamento que el casarte conmigo te haya llevado hasta esta mala experiencia.
—Estar casada contigo ha sido lo único que ha dado sentido a mi vida —contestó ella, y tras despedirse de mí con un leve gesto de la cabeza, salió de la estancia con paso firme.
A continuación, Cicerón abrazó a Ático y confió a sus cuidados a su mujer y su hijo. Luego, se acercó para despedirse de mí, pero le dije que no era necesario, que había tomado una decisión y que me quedaría con él aunque me costara la libertad o la vida. Naturalmente, me manifestó su gratitud, pero no pareció sorprendido. Comprendí que nunca había pensado seriamente que yo aceptaría su ofrecimiento. Me quité el cinturón y se lo di a Ático.
—Me pregunto si podría pedirte que hicieras algo por mí —le dije.
—Desde luego —contestó—. ¿Quieres que te guarde esto?
—No —repuse—. En casa de Lúculo vive una esclava, una joven llamada Ágata que ha llegado a ser muy importante para mí. Me preguntaba si podrías pedirle a Lúculo, como favor especial hacia ti, que le concediera la libertad. Estoy seguro de que en este cinturón hay dinero suficiente para comprar su libertad y para que le quede algo con que vivir.
Ático pareció sorprendido, pero me dijo que haría lo que le pedía.
—Has guardado muy bien ese secreto… —dijo Cicerón, observándome con atención—. Tal vez no te conozca tan bien como creía.
Cuando los demás se hubieron marchado, Cicerón y yo nos quedamos en la casa con sus guardaespaldas y unos pocos miembros de la servidumbre. Ya no se oían gritos. La ciudad parecía haberse sumido en el silencio. Cicerón subió a sus aposentos a descansar un rato y a ponerse unos zapatos recios. Cuando bajó, cogió un candelabro y recorrió la casa de habitación en habitación —el desierto comedor de dorados techos, el espacioso recibidor con estatuas demasiado grandes para trasladarlas, y la vacía biblioteca—, como si quisiera perpetuarla en su memoria. Se entretuvo tanto tiempo que temí que al final hubiera decidido no marcharse. Pero cuando el sereno del foro anunció la medianoche, apagó las velas y declaró que era hora de partir.
Era una noche sin luna, y cuando llegamos a lo alto de la escalera vimos por debajo de nosotros al menos una docena de antorchas que ascendían lentamente por la colina. En la distancia, alguien hizo un sonido parecido al grito de un pájaro que fue respondido de manera similar desde algún punto próximo a nosotros. El corazón empezó a latirme con fuerza.
—Ya vienen —dijo Cicerón en voz baja—. Está claro que no quieren perder un momento.
Nos apresuramos a bajar por la escalera y, al llegar al pie del Palatino, giramos a la izquierda y nos metimos por un estrecho callejón. Pegándonos a las paredes, dimos un amplio rodeo hasta que salimos a la calle principal, a la altura de la puerta Capena. Sobornamos al portero para que abriera la puerta de los peatones y aguardamos con impaciencia mientras nos despedíamos de nuestros protectores entre susurros. Cicerón salió entonces por el estrecho portal, seguido por mí y por otros tres esclavos que llevaban su equipaje.
No hablamos ni descansamos hasta al menos un par de horas después, cuando hubimos dejado atrás las monumentales tumbas que bordean ese tramo de la carretera, que en esa época era una zona conocida como refugio de salteadores y ladrones. Solo entonces decidió Cicerón que resultaba seguro detenerse y se sentó en un hito, mirando hacia Roma. Un débil resplandor rojo —era demasiado pronto para que amaneciera—, púrpura en el centro y disolviéndose en bandas de color rosa, tiñó el cielo y perfiló las oscuras colinas de la ciudad. Pensar que el incendio de una casa pudiera crear un efecto tan celestial era impresionante. De haber creído en aquellas cosas, habría dicho que se trataba de un presagio. Al mismo tiempo, débil en la quietud de la noche, nos llegó un curioso sonido, áspero e intermitente, entre un aullido y un gemido. Al principio me costó identificarlo, pero entonces Cicerón dijo que debían de ser las trompetas del Campo de Marte, que el ejército de César se aprestaba para marchar hacia Galia. No pude leer su rostro en la oscuridad cuando pronunció aquellas palabras, y tal vez no tuvo importancia, pero al cabo de un momento se levantó, se sacudió el polvo de su vieja túnica y reanudó su viaje en dirección contraria a la de César.
FIN